David Montalvo

La zanahoria es lo de menos


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emocional y mentalmente lo que, según ellos, sucedió, lo que vieron, lo que escucharon, lo que les hicieron y hasta lo que dejaron de hacer otros.

      Recordar no es el problema, como tampoco lo es la nostalgia en sí misma, y más cuando se presenta de manera inevitable y necesaria, no como un bálsamo tóxico o de plano un cilicio para autoflagelarnos.

      El asunto está en que el historiador, como aquel profesor que tuve y que en cada clase repetía cómo Estados Unidos nos robó parte de nuestro territorio, lo hace con dolor, tristeza o resentimiento. Esto significa que, en el presente, su pasado tiene un importante significado que no ha sido solucionado o al que no le ha dado vuelta a la página.

      Hace tiempo leí una frase, cuyo autor desconozco, pero que me hizo pensar en esto:

       «El pasado cobra importancia cuando el presente la empieza a perder».

      Y ahí es donde está el conflicto: cuando se deja de vivir y de disfrutar por estar ciclado con lo que ya fue o ya no será.

      La correcta o incorrecta gestión de las experiencias del pasado y de las emociones es lo que determina el futuro de las personas. La visión del historiador se distorsiona y la percepción del mundo se altera por los fantasmas del pasado que todavía circulan en su vida.

      Eckhart Tolle, autor del libro El poder del ahora, dice claramente: «Ya sabes cómo funciona la mente. Reinterpreta gradualmente el pasado, de modo que lo que consideras cosas que realmente pasaron, tal vez no sucedieron. O tal vez ocurrieron; pero cuando pasaron era en el ahora, el único momento en que pueden suceder las cosas».

      La mente edita el pasado a nuestra conveniencia para elevarnos o hundirnos.

      El historiador se siente víctima de un pasado que no merecía. La nostalgia es su toxina mental preponderante.

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      Hace poco llegó conmigo un emprendedor que había sufrido un ataque de ansiedad a causa de sus malos hábitos y de la fuerte carga de estrés a la que se hallaba expuesto.

      Estaba bloqueado en todos sus proyectos, según me platicaba. Sin embargo, mientras conversábamos pude darme cuenta que lo que más le inquietaba, cual piedra en el zapato, no era lo que actualmente hacía, sino que se sentía comprometido con su padre para seguir sus pasos y dirigir en un futuro el negocio familiar.

      Su papá se la pasaba hablándole de la época dorada de la compañía y de todo lo que esperaba de él. El emprendedor no sabía cómo decirle que no, y eso lo estaba matando por dentro.

      El padre del joven seguía muy anclado al pasado, tanto, que quería que su descendencia continuara manteniendo ese recuerdo vigente. Pero cuando pudieron hablar, honesta y asertivamente, el señor entendió que su hijo estaba llamado a construir su propia historia en el presente, por más diferente que fuera a la que él tuvo en su momento.

      Un caso similar era el de una señora que había sufrido violencia de adolescente, y que a sus cincuenta y tantos años seguía como acuciosa historiadora de sí misma, recordando el lamentable suceso y platicándoselo a quien se topara enfrente, pero desde el miedo y el rencor, en lugar de hacer algo para cerrar esa cicatriz.

      Definitivamente, usar al pasado como principal referencia puede convertirse en la principal distracción para estar en totalidad aquí y ahora, y es algo que el historiador generalmente aplica en su vida.

       Quinto personaje: el separado

      Es interesante la cifra que menciona el doctor Arnold Fox: «Noventa por ciento o más de las personas que inundan los consultorios médicos sufren de problemas generados por la soledad, el aislamiento, el distanciamiento o la separación de familiares y amigos, insatisfacción e infelicidad general».

      Ese aislamiento o distanciamiento se da por una toxina mental muy potente pero más común de lo que creemos llamada soberbia. Es la sensación de creerse superior, por encima del resto, y que solo lleva a desconectarnos negativamente del mundo.

      A una persona que solo está preocupada por lo que a ella le interesa, sin importarle nada ni nadie, y creyendo que no necesita aprender o conocer nada nuevo para crecer, le he querido llamar separado.

      San Agustín lo expresa de una manera muy gráfica y didáctica: «La soberbia no es grandeza sino hinchazón; y lo que está hinchado parece grande pero no está sano».

      El separado vive hinchado pero enfermo. Paradójicamente, en un estado solitario. Nada puede satisfacer sus necesidades o llenar sus vacíos, vacíos que se hacen más grandes al seguir con esta personalidad. Se siente tan lleno de su arrogancia y de un orgullo mal entendido, tan lleno de sí mismo, que ya no le cabe nada más.

      Cuando alguien considera que el daño que se está ocasionando en nuestro planeta, por mencionar un ejemplo, es ajeno a él y tira la basura donde se le ocurre, o cuando no es capaz de detenerse un poco para escuchar a alguien que suplica su ayuda, simplemente se encuentra debajo del disfraz de este personaje.

      El separado se puede ver mucho en las salas de espera de la política o en niveles altos de algunas organizaciones, en donde la búsqueda del poder se convierte en el motor principal de las acciones. Claro, sin estar exentas algunas personas que, si bien ajenas a posiciones importantes, creen que el mundo gira alrededor de ellas y ese pensamiento las lleva a comportamientos soberbios.

      Este personaje ha estado más de moda en nuestros tiempos, ya que como en alguna ocasión dijo el autor argentino Jorge Bucay: «El mundo es tan sofisticado, tan alejado de la naturaleza, que cada vez nos resulta más difícil acceder a lo sencillo».

      Es un ser que vive la mayor parte del tiempo en el exterior, en la superficialidad y las banalidades del día a día. Se conforma con obtener logros, reconocimientos y éxito a costa de lo que sea. Rara vez se toma el tiempo para observar un paisaje, elevar una oración, disfrutar de una taza de té o de la compañía de un ser querido.

      El separado no solo se distancia de la gente o del mundo, se aleja tanto de sí mismo que llega un momento en que ya no logra encontrarse. Ese fue el caso de Luis, amigo de alguien muy allegado a mí, que vivía en este personaje y no quería salir del círculo, como si fuera una forma de suicidio lento.

      Esta persona vivía en una actitud separada (hablaba mal de todo el mundo, exesposa, hermanos, amigos, incluso los que le hacían favores a menudo, entre otras cosas).

      Tuvo dos hijos, y se separó de una mujer que pintaba como al diablo. Con el tiempo se fue haciendo cada vez más arrogante. Y muy tóxico, en especial desde la separación.

      Incluso mi amigo le recomendó a Luis hace años que tomara como fuerza, como motor, los años felices que vivió de casado para salir adelante, pero lo tomaba a broma o no hacía caso. Solo quería que le presentaran amigas casaderas, divorciadas o viudas, a las que por salud y cautela mi amigo nunca le presentó (así evitaba estropearle la vida a mujeres que podían estar mucho mejor si continuaban solas). Se fue descuidando mucho, lucía desaseado y se veía mucho mayor.

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      El separado vive en un estado solitario. Nada puede satisfacer sus necesidades o llenar sus vacíos. Se siente tan lleno de arrogancia y de un orgullo mal entendido, que ya no le cabe nada más.

      Al ver su comportamiento, que cada vez era peor, mi amigo dejó de buscarlo, y Luis también dejó de insistir al ver que no iba a obtener nada. El problema es que, en silencio, Luis se estaba destruyendo.

      Murió de un absceso hepático, por fuertes problemas con el alcohol, pero decía que no era alcohólico porque si iba a un lugar y no había lo que él deseaba beber, no bebía una gota, sin comentar que en cuanto llegara a su casa se prepararía varios tragos para completar, o incluso para rebasar si se sentía deprimido. Una dosis diaria que observó por décadas.