Cuarto hábito: el drama
Cuenta la tradición sufi que iba la peste camino a Bagdad cuando se encontró con un pastor. Él le preguntó a dónde iba. La peste le contestó: «A Bagdad, a matar a diez mil personas». Después de un tiempo, la peste volvió a encontrarse con el pastor, quien muy enojado le dijo: «Me mentiste. Dijiste que matarías a diez mil personas y mataste a cien mil». Y la peste respondió: «Yo no mentí, maté diez mil, el resto… se murió de miedo».
Eso es el drama: la distorsión de la realidad, una visión borrosa de las cosas en donde los sucesos se magnifican y se manipulan, creando fantasías basadas en el miedo y la tragedia. «Los hechos nos afectan no por lo que son en sí mismos, sino por lo que pensamos acerca de ellos», dijo Gurdjieff, el escritor armenio.
Como lo menciono en mi libro Los elefantes no vuelan, algunos que se topan con un pequeño e inocente elefante llegan a creer que están observando a un gigantesco mamut dispuesto a aplastarlos en cualquier momento.
La mente puede ser la mayor guionista de telenovelas de la historia, comenta T. Harv Eker, autor de Los secretos de la mente millonaria. Somos capaces de crear situaciones que nunca han pasado y que tal vez ni siquiera sucedan.
Nos las creemos, inventamos personajes, les ponemos adjetivos, imaginamos finales fantasiosos y hasta los aderezamos con detalles traumáticos. De verdad que a veces esos relatos sobrepasan lo que vemos en la televisión o en el cine.
Cuando uno vive en el drama solo le da más poder a sus pensamientos para seguir navegando en la tristeza. Pareciera que si nacieron pobres tienen que seguir siendo pobres; si algunos parientes han tenido problemas de alcoholismo, depresión o suicidio, ellos terminarán igual. Si siempre han tenido problemas, deben seguir teniéndolos. Como si fuera una maldición de la cual es imposible escapar.
Muchas personas que tienen este hábito piensan que si cortan la parte que no les ha gustado de su vida dejarán de ser ellos mismos y ya nada sería igual. Y por tal razón no desean cambiar. Prefieren quedarse en el papel dramático.
El drama no es un invento reciente. Lo empezamos a escuchar desde que éramos niños. Esa mezcla de tragedia y comedia ha existido desde siempre, y miles de seguidores, patrocinadores y propagadores se han dedicado a difundirla.
Mi madre me contaba que en sus épocas de juventud, cuando alguien reía mucho era común espetarle el refrán: «Si ríes mucho hoy, mañana llorarás». O bien, al sentirse felices, muchos pensaban que «La caída será muy fuerte» y «La vida nos la cobrará.»
Ni siquiera se daban oportunidad de vivir un momento agradable porque ya estaba puesta la carta sobre la mesa que pronosticaba más y más drama al día siguiente, por lo que no era muy difícil familiarizarse con esa actitud. Lo peor es que muchos aún siguen viviendo con esa programación.
Nos enseñaron que si las cosas estaban bien, tarde o temprano tendrían que estar mal. No todo podía ser perfecto. Y si estaban mal, nos recordaban con profunda tristeza cómo en algún momento estuvieron bien. Recuerdo la frase: «Todo tiempo pasado fue mejor». Nunca se vivía aquí y ahora. El punto era no sentirse plenamente satisfecho.
Algunos observaron al papá llegar cansado, ajetreado y fastidiado del trabajo, y asociaron la labor con una pesada carga. Otros se daban cuenta de las cuentas por pagar, de cómo papá le gritaba a mamá o de lo difícil que era vivir en pareja. El pan de cada día, para muchos, eran la queja y la angustia.
Que si no hay trabajo, que si la crisis, que si todos son corruptos, que si el jefe no da el aumento, que si todos los ricos son malos, que tienes que sufrirle para lograr algo, entre otros, eran los reclamos que se hacían, por desgracia, demasiado normales en sus conversaciones.
El hábito del drama es la venda en los ojos y las cadenas en las manos que nos impiden sentir u observar lo bueno de la vida; solo nos deja libre la boca para poder criticar y quejarnos, sin ni un ápice de sentimiento positivo o placentero. Los colores se vuelven grises y la alegría se torna desasosiego.
Y cuando el drama deja de ser una actitud pasajera y se convierte en un hábito recurrente y acidificante, se vuelve un constante autocastigo donde siempre hay finales tristes y para muchos agonía, desaliento e intranquilidad a cada minuto.
Llegamos a convertirnos en todo aquello que no queremos. Nos volvemos víctimas de eventos pasados y futuros, de miradas y conversaciones de otros, de diálogos internos que solo lastiman.
El problema, es que este hábito se alimenta constantemente. No vayamos muy lejos: si María, por ejemplo, tiene una discusión con su marido, y en lugar de solucionarlo con él sale en búsqueda de consuelo a un café o a un bar con sus amigas, seguramente el drama aumentará cuando cada una se desahogue con su trágica historia, y desde su perspectiva le darán un sinfín de recomendaciones: «Déjalo, es un desgraciado, no te merece, todos son iguales».
Claro, no todos los casos son parecidos, habrá algunas que lo tomen solo como un rato de distracción y relajación, pero es un hecho que muchísimas personas se enganchan con lo que otros les dicen o les recomiendan, haciéndose más nudos mentales.
El drama surge normalmente de la escasez de emociones, pensamientos y sentimientos positivos. Se convierte en un juego psicológico de consecuencias perniciosas, porque no solo el protagonista es quien lo vive, sino que crea tensión en el ambiente y por lo tanto sus relaciones personales, familiares y laborales terminan seriamente dañadas, y la mayoría de las veces, como en el hábito de la victimización, culmina en absoluta soledad.
En pocas palabras, el drama genera desgaste de cualquier incomodidad, enfermedad de cualquier malestar, tragedia de cualquier experiencia y caos de cualquier dificultad.
Quien vive en el drama suele exagerar y magnificar la menor falta de atención de parte de otro. Tenía un conocido, que gracias a Dios alejé muy a tiempo de mi vida, con el que si por alguna razón había acordado reunirme para salir y le hablaba, con suficiente tiempo, para pedirle que nos encontráramos diez minutos después de la hora original, era tal su drama que me decía: «Sabes qué, no creo que tengas interés en verme, mejor aquí la dejamos, y nos vemos otro día».
El drama es un hábito que se programa desde que uno abre los ojos pensando: «Hoy será una mañana realmente pesada»; «es un mal día para vender, está lloviendo mucho»; «amanecí con el pie izquierdo, seguramente así me irá el resto del día»; «todos mis cumpleaños suelen ser aburridos»; «siempre que llego tarde al trabajo, me va mal». Es raro el día en el que no se quejan.
Cuando alguien vive en el drama, crea conflictos donde no existen, discusiones sin sentido y se ahoga en un vaso de agua. Culpan a la crisis, al gobierno, al divorcio, a la pérdida de empleo, al término de la relación y hasta a las peticiones supuestamente no escuchadas por Dios del control de su bienestar.
Cuando menos lo piensan, la queja se convierte en el principal deporte de su vida. Voltean a ver el jardín del vecino porque se ve más verde que el suyo; generan todo un drama y, de pronto, se dan cuenta de que el suyo es artificial. Pero aun así su pensamiento sigue en el jardín del otro.
El hábito del drama es la venda en los ojos y las cadenas en las manos que nos impiden sentir u observar lo bueno de la vida.
Este teatro mental nos coloca lentes totalmente subjetivos, y como dice el viejo proverbio: «El bosque nos tapa el árbol». El que vive así no disfruta, no goza. Siempre hay algo que está mal o debería de haber de más o de menos. El blanco es negro y el negro es blanco.
El drama no permite al hombre sentir o creer que puede irle bien en su vida. Lo envuelve en un mundo irreal y esclavizante lleno de odio, rencor y pesimismo. Vive con angustia por estar todo el tiempo pensando en lo malo que pueda pasar.
Su paz y tranquilidad se convierten en marionetas del «me vio, no me vio»; «me habló, no me habló»; «me dijo, no