Alejandro Olmos Gaona

Deuda o soberanía


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país que determina la tasa de interés, los desequilibrios presupuestarios, las cuentas de inversión, el sistema tributario inequitativo y un sinnúmero de variables al respecto que habitualmente manejan los economistas. Generalmente, se soslayan multitud de cuestiones que se ven afectadas y la influencia decisiva que tiene la deuda en los problemas sociales, sanitarios y educativos de gran parte de la población. Además no se considera la imprescindible necesidad de abarcar el tema de manera multidisciplinaria, sin limitarlo solamente a disquisiciones teóricas, específicamente económicas, que pueden ser objeto de discusión, o de enfoques teóricos diferentes.

      La referencia a la deuda como sistema implica mostrar cómo el capitalismo utiliza diversas modalidades para obtener las ganancias que constituyen el patrón de acumulación, imponiendo condicionalidades estructurales a los países periféricos que condicionan sus economías, controlan el poder político, y articulan un orden social en el cual estas formas operativas se perpetúan sin solución de continuidad, más allá de quién desempeñe ocasionalmente el gobierno. La estructura del endeudamiento permite reciclar el capital prestado, para generar ganancias, aun cuando dificultades ocasionales, como la mora en el pago de las prestaciones o un default no previsto, puedan alterar el sistema coyunturalmente. En el caso argentino, donde los defaults tienen antecedentes históricos muy conocidos, siempre se terminó pagando, sin que en ningún caso se decidiera verificar la legalidad y legitimidad de las reclamaciones de los acreedores externos. Así como en 1992 se confiaba en las cuentas de los acreedores, porque las instituciones públicas tenían notorias falencias, en el siglo XIX el presidente Avellaneda había sostenido que la Argentina siempre pagaba a los acreedores lo que reclamaban, porque confiaba en la buena fe de ellos.

      Si bien Thomas Carlyle llamó a la economía la “ciencia lúgubre”, no voy a caer en el despropósito de sumergirme en sus laberintos, aunque los a menudo tecnicismos de la mayoría de sus cultores la hayan convertido algunas veces en un asunto de iniciados, cuyo lenguaje críptico sustituye la claridad conceptual, siendo pocos los que entienden lo que hay que entender, y puede ser posible escribir justificaciones teóricas que respalden las supuestas leyes que rigen los mercados. El concepto de soberanía, que fuera en otros tiempos absoluto, ha sido relativizado y pareciera ser algo subsidiario que no cuenta en el mundo de los negocios, donde el capital financiero ejerce el poder real, aunque las formalidades institucionales se encuentren en otro lado. La deuda se ha tornado omnipresente y está en todos lados, aunque tenga distintos significados y se hable de deuda privada, deuda soberana, mora de los deudores, incumplimientos diversos, refinanciaciones varias, exigencias y amenazas de los fondos de inversión, todo lo cual ha tomado una decisiva actualidad, ante la deuda contraída por el gobierno de Macri y asumida por el gobierno de Alberto Fernández, quien llegó al poder con los condicionamientos generados por la exigibilidad de las obligaciones externas, el préstamo con el FMI, y la necesidad de acordar.

      Solo para recordar algunas cifras que muestran la eficiencia del sistema: entre 1980 y 1992, América Latina recibió préstamos por un valor de 309.000 millones de dólares, y pagó en concepto de servicio de la deuda entre el 82 y el 96 más de 740.000 millones. En el 2020, la deuda pública de Argentina, Brasil, Chile, Colombia, Venezuela, Ecuador y Uruguay es de 2.200.000.000.000 de dólares aproximadamente. Estos números solo reflejan la magnitud del negocio financiero, pero no indican los condicionamientos estructurales que fueron determinantes de la concesión de tales préstamos, ni la forma operativa que llevaron adelante los organismos multilaterales de crédito, en la consolidación del sistema y de sus estructuras de exacción. Tampoco reflejan las sumas que deben pagarse en concepto de intereses, que siempre son privilegiados en los presupuestos de los respectivos países.

      El crédito público, que en la generalidad de los casos debió servir para la realización de inversiones productivas, terminó siendo el mecanismo más idóneo para las ganancias de las instituciones financieras. La vieja idea de David Mulford, principal asesor del Banco Central Saudita, dio lugar a que durante la década del 70 la inversión de cuantiosos fondos provenientes de los petrodólares en bancos de los Estados Unidos, generaran rentas extraordinarias, potenciando así la incipiente riqueza de los países árabes. Esos bancos inundaron de préstamos a los países de África y Latinoamérica, estableciendo condiciones contractuales imposibles de afrontar, y de manera paralela, para estructurar legalmente tales créditos, fueron modificando el derecho internacional público, y el derecho interno de los países prestatarios para evitar cualquier tipo de cuestionamiento que se pudiera efectuar desde el orden jurídico. De esa manera se permitió que el sistema de la deuda funcionara, produciendo una lógica de refinanciación permanente del capital, acumulando intereses por anatocismo, cuando los recursos no eran suficientes para pagar todo lo reclamado.

      La historia reciente de la deuda argentina es un ejemplo de esa lógica que ninguno de los gobiernos de la democracia pudo cambiar, permitiendo que durante décadas se pagara la deuda, no dejando nunca de crecer, ya que la lógica del sistema era continuar con la remisión de fondos permanente e indefinida, y la eventual refinanciación en caso de que no se pudieran afrontar las obligaciones, ya que es lo que siempre se hizo.