con una ideología que ve en la defensa de los privilegios de los sectores dominantes la única alternativa para el desarrollo de un Estado dependiente de las decisiones del poder global. Tales doctrinarios nunca entran en contradicción con los intereses que defienden, porque eso les significa prestigio, rentabilidad profesional y notoriedad académica. Si lo hicieran, poniendo en evidencia las arbitrariedades del poder, seguramente tendrían consecuencias en esa especie de cursus honorum en el que están inmersos6.
Es posible rastrear un vínculo histórico, no explicitado, pero evidente, que relaciona lo que algunos teóricos llamaron el “realismo periférico”7 con aquellas viejas ideas que, sobre la base de lo inevitable de ciertas relaciones de poder, justificaban la subordinación de las decisiones soberanas del Estado a modelos impuestos desde afuera, donde la independencia política resultaba nada más que una simple fachada para ocultar una indisimulable dependencia económica, que la Argentina vivió durante décadas respecto de Gran Bretaña. En el campo del derecho internacional no es ocioso recordar la discusión que mantuvo Juan Bautista Alberdi con Carlos Calvo, impulsándolo a aceptar cualquier imposición que viniera de las grandes potencias de ese entonces, en el conflicto que había enfrentado al Paraguay con Gran Bretaña.
No voy a caer en la simplificación de plantear que todas esas concepciones jurídicas se manifestaron orgánicamente sin disidencias visibles, ya que hubo diferencias y cuestionamientos en muchos de los temas a tratar. Las discusiones, cuando la reforma constitucional de 1949, son reveladoras de la existencia de criterios distintos respecto de considerar la forma de la aplicación del derecho, pero en general los juristas de la modernidad, con algunas excepciones, prefirieron transitar un camino convencional que respondiera a la noción de un Estado reducido a ejercer su autoridad en cuestiones muy limitadas, dejando que las “fuerzas del mercado” y las “leyes económicas” determinaran el modelo de vida que debía adoptar la comunidad.
La estructura jurídica, originada en la Constitución del Estado, estuvo destinada a la defensa de las prerrogativas y los intereses de las clases dominantes. Esa Constitución, como señalaba Sampay, “era oligárquica, esto es, una estructura política en la que predominan los ricos con el fin de invertir en su provecho todo lo que pretende la comunidad y en la que los pobres, explotados, no tienen acceso a la autodeterminación colectiva”8. De tal manera, las interpretaciones jurídicas que se efectuaban de esa Constitución respondían a ese mismo esquema. Cabe recordar al respecto cómo el Dr. Llambías, un civilista eminente, cuestionaba la segunda parte del art. 1198 del Código Civil, en oportunidad de su reforma, diciendo que la teoría de la imprevisión allí reflejada era notoriamente anticonstitucional.
Toda concepción doctrinaria relevante que pudiera afectar a los grupos de poder era arrumbada, ignorada, para evitar que fuera utilizada en enfrentar el poder real, y la llamada doctrina de la deuda odiosa es un ejemplo de esa manipulación. Presumo que, en lo referente a tal doctrina, resultaba necesario no ocuparse de un instrumento jurídico que resultara útil para cuestionar las exigencias de los acreedores extranjeros, y seguramente por eso se guardó silencio en torno a ella, que es el mejor instrumento para sepultar algo en el olvido. En el caso de los autores europeos, ese silencio es fácilmente explicable, ya que los países de Europa arreglaron sus deudas con criterios de equidad y jamás fueron obligados por Estados Unidos a efectuar pagos imposibles; antes bien, pudieron celebrar acuerdos que redujeron sustancialmente las obligaciones a pagar. Pero en el caso argentino, y en el de otros países latinoamericanos, no existe justificación alguna que fundamente esa verdadera ignorancia de una doctrina de derecho internacional, que tuvo una aplicación muy concreta y fue materia de discusión entre tratadistas importantes. Otro ejemplo relevante y muy cercano fue la doctrina de los conjuntos económicos de autoría del jurista Salvador María Lozada, cuando decretó la quiebra de Swift. A pesar que tuvo la ratificación de la Corte Suprema de Justicia, fue dejada de lado en el gobierno de Alfonsín por considerar que era un mero “slogans jurisprudencial”.9
Negarse a ver una realidad que se ha impuesto, y que forma parte de un sistema diseñado para crear países subordinados a las decisiones de ese poder transnacional, es una de las miopías que aquejan a la sociedad, que no ve más allá de los particulares intereses de cada uno de sus miembros. En ese contexto, el tema de la deuda resulta central y es lamentable que no se advierta lo que significan los condicionamientos que impone y no sea materia de discusión popular. Pareciera que solo se tratara de una cuestión de técnicos, o la preocupación excluyente de la clase política, y que las decisiones que tienen que ver con ella no afectaran al conjunto de la sociedad, ni a cada uno de los ciudadanos en particular; como si fuera, en fin, algo ajeno a la economía en su conjunto y carente de toda gravitación en el modo de vida y en el futuro de cada argentino.
Ha sido extremadamente grave desentenderse del problema limitándose a pagar y refinanciar las obligaciones, ya que el pago de los intereses de esa deuda, que se vino haciendo desde 1976, sustrajo una formidable masa de recursos para el desarrollo de la Argentina, desfinanciando los programas de salud, alimentación, atención sanitaria y educación; frustrando lo que son objetivos básicos relacionados con lo que es prioritario en la vida de los ciudadanos.
Gunther Teubner señalaba que “la función original del derecho es no sólo asegurar la autoconstitución del individuo sino también la de trazar límites entre sistemas, es decir, desarrollar reglas de incompatibilidad con el fin de poder señalar una injusticia, en caso de que un clash of rationalities conduzca a lesiones sociales”10 y hace ya muchos años Saleilles enseñaba que la idea de justicia política es la estrella directriz que debe orientar la interpretación y la valorización de las normas del derecho público, como la idea de justicia conmutativa lo es para el derecho privado. Sin embargo, pareciera que la deuda externa es ajena a cualquier consideración que tenga que ver con las normas jurídicas, debido a que en contadas oportunidades se pueden ver análisis de la misma que no son producto de una consideración económica.
En materia de derecho, muchas veces se prefirió recurrir a las ideas convencionales, antes que innovar sobre cuestiones que surgían de la realidad de todos los días y de las nuevas formas de manejarse del poder económico. En la década del 70, el Dr. Salvador María Lozada dictó un trascendental fallo, mostrando los ilícitos manejos de una empresa extranjera, que la Corte Suprema de esa época convalidó con argumentos que tienen una indiscutible vigencia; hoy en día continúa luchando a través de diversas publicaciones, en las que insiste en esa necesaria consideración jurídica de la deuda. Por su parte, el embajador Miguel A. Espeche Gil, desde el derecho internacional, hizo un aporte significativo, que recogieron importantes juristas del extranjero11, pero resulta lamentable reconocer que han sido dos voces aisladas en esos ámbitos, donde el escamoteo de la verdad sobre la juridicidad de la deuda se convirtiera en una norma. Es cierto que pueden encontrarse, aisladamente, estudios significativos sobre las nuevas relaciones de poder y su incidencia en el destino de la Nación; empero, la generalidad de lo que se conoce en materia jurídica apunta invariablemente a la defensa del interés privado sobre los superiores derechos que tiene el Estado Nacional. Hay excepciones notorias, como los aportes de Zalduendo y Morello, por hablar de dos juristas relevantes, pero también han trabajado el tema desde el derecho otros autores12.
Se ha hablado reiteradamente del volumen alcanzado por las obligaciones externas, del abultado monto de intereses que se generaron, de que el déficit presupuestario fue una de las consecuencias de los pagos de la deuda, pero no se ha mencionado con la precisión debida cuál fue su origen, más allá de las conocidas generalidades sobre el plan implementado por Martínez de Hoz durante la dictadura militar. Se pasó por encima respecto de la licitud o ilicitud de las posteriores operaciones de endeudamiento, el significado de las reestructuraciones como el Plan Brady o el megacanje del año 2001, efectuándose distingos equivocados entre la deuda vieja (la de la dictadura militar) y la deuda nueva (la contraída durante los gobiernos democráticos). No se ha querido advertir la inescindible vinculación existente entre ambas, y aun entre ella y el déficit de presupuesto, generador a su vez de nuevo endeudamiento. Las reflexiones que se recogen a diario parten de la concepción fatalista de que la deuda externa solamente debe pagarse, discrepándose solamente en cuanto a los montos. Es decir que las diferencias se refieren solamente