Kristina M Lyons

Descomposición vital


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y de las lógicas extractivistas y que, por otra parte, tratan de manera responsable los problemas amazónicos pueden incorporarse en sus proyectos de agrovida. Así mismo, estos campesinos utilizan ciertas prácticas que aprendieron de sus madres y sus padres o de otros parientes, así como otras que aprenden y recuperan de manera continua en los intercambios con sus vecinos indígenas, afrocolombianos y campesinos. Entre estas prácticas está la de trabajar con semillas endógenas y variedades de plantas, árboles y animales que han sido introducidas a la región y muestran potencial adaptativo. Por ejemplo, un día Heraldo me contó cómo sus vecinos indígenas nasas le enseñaron a sembrar en campos donde hacía poco habían caído rayos, lo cual los hace más fértiles. Los nasas llegaron a esta conclusión al presenciar el crecimiento de hongos después de una tormenta. Heraldo después leyó un artículo científico que explica cómo los rayos quiebran las moléculas de nitrógeno, las cuales luego fertilizan el aire y penetran el suelo con las gotas de la lluvia. En este caso, me explicó, las prácticas populares coinciden con las científicas. Pero hay un sinnúmero de prácticas populares y ancestrales que no tienen equivalentes científicos y que forman parte o están siendo incorporadas en la vida de las fincas, los bosques y las chagras. Los procesos de devenir humanos amazónicos ofrecen respuestas situadas y concretas a las preguntas planteadas desde los estudios feministas e indígenas sobre las potencialidades decolonizadoras que se pueden desatar al “ir más allá de la simple selección de piezas de los saberes indígenas o alternativos que parecen coincidir con los saberes científicos” (Green 2013, 1). En estos momentos, las discusiones sobre los conflictos y problemas agroambientales pueden llegar a reconocer que están en juego diferentes versiones de la “naturaleza”, diferentes formas de conocer y crear el mundo.

      En los estudios de la ciencia ha habido intentos por “democratizar” la producción de conocimiento en diferentes contextos globales partiendo de conceptualizaciones más plurales de la ciencia y la modernidad (véanse, por ejemplo, Harding 2008; Medina, da Costa Marques y Holmes 2014; Rajão, Duque y Rahul 2014). Más recientemente, quienes buscan descentrar los estudios de la ciencia de los modos de análisis europeos y estadounidenses han propuesto lo que se ha llamado una versión poscolonial del principio de la simetría, para plantear la pregunta de “¿qué pasaría si los estudios de la ciencia y la tecnología hicieran un uso más sistemático de las ideas no occidentales?” (Law y Lin 2015, 2). Las conceptualizaciones etnográficas desde los estudios poscoloniales y los estudios feministas de la ciencia han hecho aportes importantes para la comprensión de las tensiones ontológicas que existen —y que se mantienen necesariamente— entre distintos sistemas de conocimiento y prácticas divergentes de hacer mundos (González 2001; Verran 2001, 2002, 2013; Cruickshank 2005, 2010; Lyons 2014; De la Cadena y Lien 2015). Por supuesto, más allá de los confines de estos debates académicos, los encuentros entre las ideas “occidentales” y “no occidentales” en las Américas han sido continuos desde la Conquista y el control del Atlántico a partir de 1492. Enfatizando las especificidades de los colonialismos españoles y portugueses, algunos académicos latinoamericanos y de la diáspora latina basados en Estados Unidos han propuesto la “tríada modernidad/colonialidad/descolonialidad” como unidad analítica para comprender cómo el colonialismo, el comercio transatlántico de esclavos y los procesos de desplazamiento masivo de las Américas han sido elementos constitutivos de la modernidad y del desarrollo del sistema global capitalista (Castro-Gómez 2005, Escobar 2007, Giraldo 2016).19

      En un sentido epistémico, la producción de las disciplinas científicas modernas se ha llevado a cabo en el marco de relaciones de poder asimétricas de colonialidad continua. Cuando los sectores indígenas, campesinos, afrodescendientes, feministas y populares reclaman por los “500 años de colonialismo” en sus movilizaciones en todo el hemisferio, sus luchas son en contra de formas específicas de colonialidad que se conceptualizan de maneras distintas a lo “poscolonial”. Habiendo dicho esto, no pretendo afirmar de ninguna manera que la literatura poscolonial y los estudios subalternos no han sido influyentes para el activismo político y la investigación en América Latina. Tampoco sugiero que un paradigma decolonial deba ser la única herramienta explicativa para tratar los compromisos y las prácticas de diversas luchas populares y corrientes radicales de pensamiento en todo el hemisferio (véase también Pérez-Bustos 2017a). La producción histórica de conocimiento científico siempre ha involucrado ciertos “afueras” constitutivos en la construcción de la categoría de “ciencia” en oposición a la “religión”, la “superstición”, el “folclor” y la “creencia”, junto con la continua apropiación y criminalización de las prácticas y los mundos no científicos. Todo esto ha permitido a los practicantes de la tecnociencia reclamar para sí la autoridad de “conocer” una realidad singular. En el libro hay varios ejemplos relevantes de esto en los encuentros entre agrónomos y comunidades rurales, donde los primeros dicen saber qué es y qué no es un “suelo bueno y productivo”, una “mejor raza de gallinas” o una “semilla mejorada”. Además, como nos lo recuerdan autores como Helen Tilley (2011), la codificación de saberes “indígenas” y “tradicionales” como tales es inseparable de las relaciones coloniales y las estructuras imperiales. En la mayoría de los casos, los pueblos indígenas y “locales” han sido forzados a interactuar con actores y estructuras coloniales, mientras que estos últimos han podido darse el lujo de decidir si quieren o no relacionarse con los saberes y las realidades indígenas y populares.

      Mi intención no es pasar por alto las diversas tradiciones científicas, definiéndolas simplemente como parte de los proyectos y prácticas del colonialismo. Tampoco desestimo las perspectivas críticas y el potencial subversivo de los científicos que trabajan desde posiciones globales desiguales. Me interesan, sin embargo, los límites de la simetría como herramienta conceptual y política al ponerlos en conversación con las prácticas alternativas que Heraldo y los otros campesinos que conocí adoptan en su intento por transformar sus relaciones cotidianas y, como ellos mismos lo dicen, por “descolonizar sus fincas”. Hay diferencias importantes entre el concepto de la simetría como propuesta analítica y las maneras en que se experimentan, conciben y ponen en marcha las simetrías y asimetrías en las propuestas de vida de los campesinos amazónicos. Estos campesinos no están atrapados en un mundo de esto o lo otro donde se enfrentan el conocimiento y la creencia desde orillas distintas. Tampoco plan-tean una movida multicultural o de hibridación que pretenda simplemente trazar una simetría analítica y material entre las prácticas científicas “localmente apropiadas” y las prácticas alternativas o populares. En parte, Heraldo construyó su nombre de “Hombre Amazónico” para marcar distancia con los expertos científicos “amazonólogos” que empezaron a visitar la región desde los años ochenta cuando la llamada cuenca del Amazonas comenzó a tratarse como objeto internacional de estudio y preocupación ambiental, en contraste con las trayectorias locales de amazonización de las comunidades rurales y los técnicos alternativos que aprenden con la selva. Como lo explica Heraldo, los hombres y las mujeres amazónicos no son expertos que van y vienen, a veces beneficiando a las comunidades locales, pero a veces también perjudicándolas, y recibiendo fondos públicos y méritos académicos para hacer recomendaciones técnicas para los sistemas agroecológicos del territorio. Incluso cuando tratan de manera responsable los problemas amazónicos, las prácticas científicas son categóricas, y no solo relativamente diferentes de las prácticas, y por consiguiente los practicantes, que se cultivan al vivir, morir y defender un territorio bajo el asedio militar.

      Heraldo y los demás no pretenden democratizar la ciencia. No buscan abrir espacios de inclusión para los saberes llamados ancestrales, tradicionales y populares en el marco de una cultura de política científica neoliberal, tampoco poner la ciencia al alcance de los intereses de la “sociedad civil”, como si existiera una división dualista entre las dos. Las promesas y prácticas de la democratización pueden o no ser relevantes. Siempre se trata de procesos políticos, sociales y técnicos en extremo situados, no de aspiraciones universales, y más aún al tratarse de una situación en la cual las comunidades son criminalizadas debido a su presunta participación en actividades económicas ilícitas, su activismo ambiental y su movilización política, y por el hecho de residir en territorios