Kristina M Lyons

Descomposición vital


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guerra y el narcotráfico. Las reformas neoliberales han ido criminalizando una amplia variedad de prácticas de producción y comercialización de alimentos y de propagación de semillas. Estas reformas han transformado de manera progresiva las economías agrícolas nacionales y la legislación correspondiente en beneficio de conglomerados corporativos multinacionales fabricantes de químicos, semillas y productos farmacéuticos.

      Si bien los campesinos han incorporado ciertas tecnologías agrícolas modernas en su trabajo cuando estas demuestran algún potencial emancipador en el contexto de las condiciones relacionales de las ecologías andino-amazónicas, los encuentros asimétricos entre distintos tipos de prácticas siguen siendo ética y estratégicamente importantes como propuesta política o, mejor aún, como propuesta de vida. Esta es una asimetría que subvierte la autoridad concedida a los saberes científicos y a sus nexos con la acumulación capitalista por encima de otras prácticas no (o no solo) científicas y éticas no (o anti) capitalistas. Al hablar de “no solo”, me inspiro en lo que Marisol de la Cadena ha conceptualizado como exceso, como “aquello que se actúa más allá del límite” (2015a, 14 y 15): en este escenario particular, aquello que se actúa más allá de las delimitaciones convencionales entre “ciencia” y “no ciencia”. Para los campesinos y las familias rurales a los que acompañé, las ciencias agrícolas deben primero demostrar su capacidad de construir alianzas con mundos relacionales ‘más que capitalistas’ en lugar de obligar a las prácticas “locales” a demostrar su equivalencia con las ciencias modernas. Estos encuentros analíticos y materiales asimétricos son luchas por resistir la apropiación de prácticas populares por parte de distintas disciplinas científicas y, al mismo tiempo, por recalcar las deudas pendientes que estas ciencias les deben a las mismas prácticas que han marginalizado. Esto no es simplemente una inversión de la simetría. Estos campesinos están asumiendo una serie de posturas contra los dualismos que generan aperturas para entablar relaciones tensas y potencialmente colaborativas entre las prácticas científicas y “no solo” científicas. Más allá de asumir situaciones fijas de subyugación que una “simetría poscolonial” propondría deshacer, las comunidades rurales de la Amazonía colombiana me enseñaron la importancia conceptual y política de considerar la posibilidad de poner en marcha asimetrías decolonizadoras. Este libro surge de procesos que desplazan la primacía del “conocimiento” en beneficio de procesos continuos de aprendizaje en el marco de esos esfuerzos decolonizadores.

      Cada vez que esperaba que Heraldo empacara a la carrera antes de dirigirnos para el terminal de Mocoa para viajar a algún taller, encuentro o minga —y siempre se le quedaban las semillas, los diseños para una finca o la información de contacto de nuestros anfitriones, lo cual se convirtió en un chiste recurrente para nosotros—, miraba la modesta biblioteca en el segundo piso de la casa de su finca. En sus estantes hay libros de la agroecóloga brasileña Ana Primavesi, documentos sobre distintas variedades de plantas, animales y la influencia de los ciclos solares y lunares en la agricultura tropical, ensayos de economía y ecología políticas, reflexiones filosóficas de Evo Morales y la Vía Campesina, entre otros, y colecciones de folletos sobre desarrollo comunitario. Me interesa particularmente todo cuanto Heraldo escribe y diseña: sus planos para fincas y huertas, guías técnicas agrícolas y ecológicas y, en especial, sus manifiestos y conceptos sobre lo amazónico.

      En una ocasión, me topé con unos artículos de un veterano científico de suelos colombiano, Abdón Cortés. Heraldo me explicó que ha leído su trabajo porque le parece que es un aliado científico “conciliador” para las comunidades rurales que se niegan a participar en la agricultura extractivista en la Amazonía. El doctor Cortés (1981), reconocido por institucionalizar en Colombia el sistema de clasificación de suelos del Departamento de Agricultura de Estados Unidos en la década de los setenta, también fue uno de los primeros científicos en publicar artículos que cuestionaban su aplicabilidad universal, en especial su relevancia taxonómica para los bosques tropicales del país. El doctor Cortés estuvo al frente de la Subdirección de Agrología del Instituto Geográfico Agustín Codazzi durante diez años, entidad responsable de producir los estudios, los mapas y las clasificaciones oficiales de suelos y de administrar el Laboratorio Nacional de Suelos. El doctor Cortés fue uno de los científicos que lideró el primer inventario moderno de recursos naturales de la Amazonía colombiana, el Proyecto Radargramétrico del Amazonas, financiado conjuntamente por los gobiernos de Colombia y Holanda entre 1974 y 1979. También se desempeñó como decano de la antigua Facultad de Agrología de la Universidad de Bogotá Jorge Tadeo Lozano. Vale la pena hacer una pequeña salvedad para explicar que sigo la terminología utilizada por mis interlocutores científicos, quienes se refieren a sí mismos como “agrólogos”. Me intrigó la idea de conocer a este aliado científico “conciliador”, sobre todo cuando empecé a oír a Heraldo repetir frases como la siguiente: “Lo que estamos diciendo, lo que estamos haciendo, es pensar con los suelos amazónicos. Es desde esta creatividad y desde un sentido del territorio que pueden surgir nuestros proyectos de vida, una vida diferente”.

      Cuando comencé el trabajo de campo que llevó a la escritura de este libro, me imaginé viajando al Putumayo a investigar cómo las historias sobre la toxicidad y la enfermedad de los suelos, las plantas, los animales y los cuerpos humanos pueden o no convertirse en evidencia con impacto político en el marco de las políticas colombo-estadounidenses de fumigaciones aéreas (Lyons 2018). Sin embargo, en lugar de enfocarse en la producción de conocimiento sobre entidades no humanas (como la exposición al glifosato en los suelos) y la agencia que los humanos les atribuyen a esas entidades, Heraldo y otros campesinos me mostraron que sería mejor permitir que esos no humanos me forzaran —es más, me obligaran— a pensar. Su propuesta se asimilaba al llamado de Stengers (2005b, 5) de tomar en serio a “esos no humanos a los que es mejor caracterizar como forzadores de pensamiento más que como productos del pensamiento” en el sentido más reduccionista, como problemas para resolver o situaciones que deben corregirse. En vez de enfocarme en cómo ciertas políticas públicas caídas del cielo determinan las experiencias y la representación de la vida en el terreno, me invitaron a pensar con las materialidades texturadas, las resonancias afectivas y los impulsos cíclicos constantes que hacen y deshacen al terreno mismo. Es decir, a seguir las potencialidades que luchan por existir mientras las comunidades rurales aprenden a relacionarse con los organismos, los seres y los elementos en descomposición que fuerzan el pensamiento en los mundos locales andino-amazónicos.

      Aprendí a situar La Hojarasca como finca-escuela, saltamontes en resonancia y capas de hojas y raíces en descomposición dentro de un sinnúmero de procesos dinámicos e indeterminados, como el desborde de ríos, pantanos, bosques riparios, basura, estiércol y membranas porosas. William James (1996) se refiere a estos procesos como la hojarasca (litter) del mundo. James habla de aquellos aspectos del ser y el devenir que muchos sistemas filosóficos pasan por alto, pretenden absorber dentro de propósitos trascendentales o tratan como estados meramente transicionales entre lo sólido y lo líquido, sujeto y objeto, estabilidad y desequilibrio, vida y muerte, materia y forma. James mira con recelo todo impulso filosófico por estabilizar el mundo como algo definido, limpio y económicamente ordenado. Así mismo, Georges Bataille habla de la materia ambigua como aquellas “sustancias inestables, fétidas y tibias donde la vida se fermenta innoblemente” (1993, 81). En conversación con la obra de Caitlin DeSilvey (2006, 2017), lo que me interesa es el potencial de la descomposición para revelarse no solo como eliminación, sino como un proceso que puede ser generativo de distintos modos de conocimiento, distintas formas de organización y diferentes prácticas. A DeSilvey la atrae la capacidad para contar historias de la entropía y el deterioro en el marco de los estudios críticos del patrimonio, disciplina que suele tratar de mantener a raya la evanescencia en lugar de colaborar con ella. Para mí, el metamórfico lugar intermedio de la hojarasca pone en tela de juicio las fantasías de dominio humano sobre, por una parte, un mundo de estados sólidos y coherentes y, por otra, la preocupación sociológica con la consolidación de movimientos políticos de masas, agroecológicos o de otro tipo. Fue la hojarasca la que inspiró mi atención etnográfica a los procesos materiales e inmateriales de composición y descomposición en prácticas científicas específicas y en el cultivo de procesos dispersos