Enrique González Rojo

El derecho contra el capital


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más”, la principal función de ese Estado comunista será, ante todo, atender a ese “algo más”.

      En efecto, si cabe localizar funciones necesarias del Estado “más allá” de la mera explotación de clase, y cabe localizarlas de hecho respecto a los distintos “tipos” o “generaciones” en que suelen clasificarse los derechos, es decir, si cabe localizar que tanto en la cuestión de los derechos civiles (conocidos a veces como derechos de primera generación), como en la cuestión de los derechos de participación política (o derechos de segunda generación) como, de un modo aún más nítido, en los derechos sociales (o de tercera generación), se juega algo más que la mera explotación de clase, entonces es evidente que la tarea de un Estado comunista debe ser garantizar ese algo más.

      En primer lugar, parece obvio que un Estado comunista no puede dejar de intentar que no se produzcan agresiones y atentados entre individuos (de carácter racista, homófobo, machista o, por ejemplo, agresiones de carácter sexual). También debe evitar que se produzcan abusos del propio aparato del Estado sobre sus ciudadanos y, en esa medida, no puede dejar de garantizar cierta seguridad jurídica y garantías procesales.

      Ahora bien, lo fundamental es destacar que también estos derechos y libertades dependen enteramente de la existencia de instituciones de garantía con capacidad de preservarlas de un modo efectivo. Incluso la seguridad jurídica y las garantías procesales dependen por entero de condiciones materiales para su ejercicio. Por ejemplo, la tutela judicial efectiva es una mera ficción si no se garantiza la asistencia de un letrado, los medios para la defensa, etc. Más clara todavía es la impotencia, por ejemplo, en la lucha contra los asesinatos machistas si el Estado no ofrece modo de cortar ni siquiera la atadura material de las mujeres a sus maridos. Pero esto, claro está, no es un argumento ni contra el Estado ni contra el derecho, sino contra la ausencia de medios e instituciones de garantía (que son, en efecto, los rasgos distintivos de un Estado comunista).

      En segundo lugar, también los derechos de participación política resultan meramente ficticios e ilusorios si carecen de medios e instituciones de garantía. Derechos como, por ejemplo, el de libertad de expresión, carecen en gran medida de sentido si se desconectan de las condiciones materiales para su ejercicio, es decir, si se desconecta de la cuestión del acceso a los medios de comunicación. De nuevo aquí, si hay algo que define a un Estado comunista no puede ser la renuncia a estos derechos (ya que, especialmente en el caso de los derechos de participación política, son condición de que pueda haber procesos de deliberación colectiva y, por lo tanto, decisiones tomadas en común). Por el contrario, lo que define a un Estado comunista sólo puede ser que, si se establece la información veraz o la libertad de expresión como derecho fundamental, se establecen al mismo tiempo las condiciones materiales y las instituciones de garantía capaces de asegurarlos; y asegurarlos significa que, si se establecen como derechos fundamentales, cualquier derecho de rango inferior se subordina a su cumplimiento.

      Por último, este asunto es aún más evidente en el terreno de lo que tradicionalmente se han llamado “derechos sociales” o “derechos de tercera generación”. Corresponde también esencialmente a la idea de un “Estado comunista” el imperativo incondicionado de incluir entre los derechos fundamentales toda una serie de cuestiones relativas al sustento material (la necesidad de un sistema de salud y educación público, las garantías en el acceso a la vivienda, cierta garantía mínima de ingresos, etc.). En efecto, corresponde esencialmente a la tradición republicana y socialista el establecer en el mismo rango de derechos fundamentales determinadas cuestiones materiales excluidas por principio por la tradición liberal.

      De hecho, cabe defender que lo que distingue esencialmente a la tradición liberal de la tradición republicana y socialista es que ésta se niega a desconectar la cuestión formal de las libertades de las condiciones materiales para su ejercicio. Si se trata de garantizar la integridad personal, hay que garantizar tanto que no eres agredido con un cuchillo como que no te niegan el acceso a dos mil calorías diarias.

      Ciertamente, en el caso de los derechos sociales tiende a resultarnos más nítido (aunque el problema es exactamente el mismo) que el problema no está en el reconocimiento del derecho (por ejemplo, en el derecho a la vivienda en la Constitución), sino en la falta de instituciones de garantía. Ante este hecho, hay juristas liberales que, con bastante descaro, tratan de defender que si faltan instituciones de garantía entonces es que no existía tal derecho. Sin embargo, a nuestro entender, tiene toda la razón Ferrajoli cuando sostiene que si faltan las instituciones de garantía lo único que se pone de manifiesto es una laguna que la propia arquitectónica del derecho reclama que se cubra.

       4. Discusión con el liberalismo

      Ahora bien, todo esto implica automáticamente una apuesta decidida por las instituciones de deliberación y decisión colectiva. En efecto, lo primero que implica asignar a todas estas cuestiones materiales el rango de derecho fundamental es la exigencia de atenderlas desde los poderes públicos y, por lo tanto, la necesidad de intervenir con fuerza en cuestiones económicas con el fin de obtener los recursos suficientes para proveer esos servicios. En efecto, si se quieren incluir esas garantías entre los derechos fundamentales es necesario gestionar desde los poderes públicos una cantidad ingente de recursos.

      Y es en este punto en el que la tradición liberal reacciona escandalizada diciendo que esas libertades “positivas” (que exigen la provisión de recursos) entran necesariamente en contradicción con el conjunto más básico de libertades “negativas” (a las que correspondería prioridad sobre las primeras) ya que implican, como mínimo, una interferencia en ese “derecho fundamental” que sería el derecho de propiedad. En efecto, es evidente que no hay forma de proveer de todos los servicios esenciales de salud, nutrición, vivienda, educación, etc. que no pase por una notable injerencia coactiva en el terreno de la actividad individual. Ciertamente, cualquier intento de sostener un sistema amplio de provisión de servicios pasa al menos por una intensa política fiscal capaz de detraer de unos lo que va a proveer a otros (eso cuando no pasa por un plan sistemático de nacionalizaciones) y, por lo tanto, supondría una interferencia efectiva en el terreno de la propiedad privada y, por lo tanto, en uno de los elementos básicos de los derechos fundamentales de los individuos. En ese sentido, esa interferencia fiscal (cuando no de una política de expropiaciones) supondría un atentado al núcleo de las libertades individuales en sentido negativo que exigen no ser interferidas.

      Resulta evidente que, desde la tradición republicana y socialista, debemos oponernos a ese planteamiento pero, desde nuestro punto de vista, la respuesta más sensata no es restar importancia a los derechos fundamentales y las libertades individuales sino denunciar que el planteamiento entero se ampara en una oposición engañosa (la que enfrenta libertades positivas y negativas) y en una confusión interesada (la que se empeña en no distinguir entre derechos fundamentales y derechos patrimoniales).

      4.1. Una oposición engañosa: libertad negativa/libertad positiva

      En efecto, según la distinción clásica consagrada por Isaiah Berlín, las libertades negativas serían aquellas que permitiesen sin restricción a cada uno “hacer o ser lo que sea capaz de hacer o ser, sin ser interferido por otras personas”.9 En este sentido, serían “libertades negativas” aquellas cuya función se limitase a impedir cualquier tipo de interferencia o atentado contra el espacio de libertad e integridad individual de cada uno, tanto de su persona como de su propiedad.

      Ahora bien, no hay ni puede haber ninguna restricción en este sentido que no implique, al mismo tiempo, una interferencia positiva en el espacio propio de cada sujeto y su propiedad. En efecto, aunque sólo sea porque también los derechos negativos implican la gestión de recursos comunes (para sostener instituciones como unos cuerpos de seguridad, un sistema penitenciario, una administración de justicia, etc.), no hay forma de garantizar ninguna libertad negativa que no pase también por una interferencia en el patrimonio por la vía de impuestos. En efecto, no sólo los “derechos sociales” o aquellos que implican la provisión de bienes y servicios por parte de las administraciones públicas exigen un gasto efectivo de recursos. Por el