Enrique González Rojo

El derecho contra el capital


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se establece siempre sobre el trasfondo de una determinada masa necesaria de población desempleada (a la que Marx denomina “ejército industrial de reserva” y la economía convencional denomina “tasa natural de desempleo”), es decir, una masa estructuralmente necesaria de población desempleada que, sin embargo, depende a vida o muerte de la obtención de un salario. En estas coordenadas, resulta evidente que la absoluta “libertad individual de contrato” generaría unas condiciones de competencia en las que siempre hay gente dispuesta a trabajar un poco más barato con tal de, al menos, tener un empleo. Siempre. Con independencia de lo barato que se esté ya trabajando. Así pues, en las coordenadas de un mercado de trabajo capitalista la “libertad individual sin límites para establecer contratos”, si no se interviene sobre las condiciones de la propiedad, implica automáticamente el más eficaz mecanismo de explotación de clase.

      6. Algunos ejemplos históricos

      A título de ejemplo, puede resultar interesante comentar un par de casos históricos para ilustrar en qué sentido decimos que es exactamente ahí (en el problema de la clasificación jerárquica entre distintos tipos de libertad y en el estatuto jurídico de los derechos de propiedad, es decir, en la cuestión de esa distinción engañosa entre libertades positivas y negativas y esa confusión interesada entre derechos fundamentales y patrimoniales) donde se juega y siempre se ha jugado la confrontación fundamental del republicanismo (y por supuesto del socialismo) con el liberalismo.

      En primer lugar, podemos localizar a la perfección ese eje de conflicto en el centro mismo de la Revolución francesa. En esa confrontación histórica, como es lógico, la mayor parte de la atención la ha acaparado el conflicto que enfrenta a las posiciones revolucionarias en general con las fuerzas reaccionarias. Sin embargo, es en el enfrentamiento interno de las fuerzas revolucionarias donde se jugaba la batalla que más actualidad tiene en nuestro contexto político actual. En efecto, desde el comienzo mismo de la revolución entran en pugna dos proyectos alternativos radicalmente incompatibles entre sí.11 El primero de ellos, encabezado por los seguidores de Turgot y de las ideas de los fisiócratas, representaba ante todo el proyecto liberal de una sociedad de mercado en el que la libre iniciativa (económica) individual tenía que ser resguardada con carácter prioritario frente a cualquier otra consideración. Y, en este sentido, los poderes públicos tenían la función prioritaria de preservar ese espacio con toda la violencia que resultase necesaria. Por otro lado, los jacobinos reclamaban la existencia de ciertas funciones políticas que la República no podía dejar de atender (por ejemplo, garantizar el “derecho a la existencia” de toda la población como condición indispensable para su participación ciudadana) incluso si esas funciones exigían realizar interferencias en el espacio privado de la actividad económica.

      Este conflicto estalla de un modo transparente a propósito de la libertad de comercio de los bienes de primera necesidad, en particular de los precios del trigo. Ciertamente, la liberalización de los precios del grano era una larga reivindicación de los propietarios para poder subir los precios (tradicionalmente tasados por los poderes municipales) y aumentar con ello el margen de ganancias. Ya en dos ocasiones el Rey había intentado llevar a cabo esta medida liberalizadora, pero terminó desistiendo ante la explosión de motines de subsistencia. Así pues, es finalmente la Asamblea Constituyente (controlada por quienes Florence Gauthier denomina el “partido de los economistas”) la que el 29 de agosto de 1789 instaura el principio de la “libertad ilimitada del comercio de los granos” y, poco después, el 21 de octubre, decide militarizar Francia por medio de la “ley marcial” para evitar los motines y revueltas.

      Con esta operación, ciertamente, se está lejos de evitar la “intervención” de los poderes públicos. Por el contrario, se trata de un nivel de “intervencionismo militar” realmente apabullante. Sin embargo, el perfil “liberal” de este planteamiento se cifra en un único punto: la intervención (empleando todos los medios y recursos que resulten necesarios) no puede tener más propósito que el de evitar interferencias (emanadas desde instancias de decisión colectiva) en la actividad individual y privada. En este sentido, ese concepto negativo de libertad exige que, frente a cualquier posible injerencia política (emanada de ninguna “voluntad unida”), se preserve sin interferencias el espacio de iniciativa individual de cada uno por separado, incluso si para asegurarlo hay que declarar una dictadura militar. Por su parte, el planteamiento jacobino es el inverso: hay determinados derechos fundamentales que también son derechos de los individuos (como por ejemplo el derecho a existir), que son derechos que remiten a la integridad personal (tanto como la ausencia de violencia) y que también requieren la gestión de recursos públicos (tanto como la ausencia de violencia). Así, hay determinadas exigencias que se plantean a la República que deben ser atendidas por los poderes públicos incluso si para ello hay que tomar medidas que interfieren en el espacio individual y privado del patrimonio y la actividad económica.

      Este mismo conflicto puede encontrarse también de un modo nítido en el siglo XX, por ejemplo, en el Chile de Allende y la reacción armada de Pinochet. En efecto, tal como analiza minuciosamente Naomi Klein,12 la ideología que orienta la dictadura pinochetista está fundamentalmente determinada por el ultraliberalismo económico de Milton Friedman y los denominados “Chicago boys”. No es que no opere a la base de este planteamiento un concepto de libertad. Todo lo contrario. A la base de la legitimación ideológica hay operando un concepto negativo de libertad a partir del cual resulta intolerable la injerencia de decisiones políticas sobre el espacio del patrimonio y la libre actividad económica individual. Desde esta perspectiva, la nacionalización del cobre era considerada un atentado intolerable contra la “libertad” que exigía ser corregido así fuera a través de una sangrienta dictadura militar (y empleando para ello, por supuesto, todos los recursos materiales que fueran necesarios). A la inversa, una vez más, el planteamiento de Allende pasa por localizar en la gestión pública de recursos la única vía por la que garantizar a todos, por un lado, las condiciones materiales necesarias para el acceso a la ciudadanía tomando decisiones con soporte económico también relativas a sanidad, educación, infraestructuras o lo que se decida en cada caso.

      7. Conclusión

      Contra la confusión engañosa y la confusión interesada en la que se basa el núcleo de la ideología liberal en lo relativo a la cuestión del Estado, cabría defender lo siguiente como principios fundamentales de un Estado comunista:

      1) En primer lugar, claro está, el reconocimiento de un sistema de derechos fundamentales que abarquen el conjunto de los aspectos sin los cuales no es posible una vida digna y de participación ciudadana. Y, en este sentido, no podrían dejar de formar parte de los derechos fundamentales cuestiones relativas tanto a las libertades civiles y los derechos de participación política (derechos de 1ª y 2ª generación) como, evidentemente, cuestiones relativas a derechos sociales.

      2) En segundo lugar, como es evidente, que todos los derechos fundamentales estén protegidos por las correspondientes instituciones de garantía, y, por lo tanto, esto implica asegurar los medios materiales necesarios para asegurar de un modo efectivo,

      a) tanto los derechos civiles (garantizando realmente principios tan elementales como, por ejemplo, el derecho a la defensa o a no ser víctima de la violencia machista, lo cual pasa antes que nada, por asegurar la gratuidad de la justicia o por neutralizar la dependencia material que une con frecuencia a las mujeres maltratadas con sus maltratadores);

      b) como los derechos de participación política, muy especialmente los derechos de organización y libertad de expresión e información, lo cual pasa, por ejemplo, por impedir que los medios de comunicación se rijan por una lógica meramente empresarial en la que los dueños de un puñado de corporaciones pueden contratar y despedir libremente en función de consideraciones ideológicas, de tal modo que, a la postre, se termina entendiendo sólo el derecho a ser expresada la opinión de 6 o 7 magnates; la libertad de información debe en ese sentido tener un nivel de protección y garantías al menos análogo al de la libertad de cátedra de los profesores o la libertad de los jueces; y eso sólo es posible a través del carácter público de las instituciones.

      c) y, por supuesto, instituciones de garantía encargadas de asegurar