Enrique González Rojo

El derecho contra el capital


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su voluntad estaba empeñada hacia ellos. Así, los desposeídos eran presentados como individuos sin independencia para decidir sobre lo que afectaba al ámbito público.20

      De hecho, el objetivo central de la artificiosa distinción entre la libertad de los antiguos y la libertad de los modernos elaborada por Benjamin Constant unos años después consistía en defender la legitimidad del sufragio censitario.21 Según el francés, como los asalariados carecían “de las rentas necesarias para vivir independientemente de toda voluntad ajena”, “los propietarios [eran] dueños de su existencia ya que [podían] negarles el trabajo”.22 Sin embargo, el hecho de que la condición de dependencia de los trabajadores impidiera su acceso a la vida política, no significaba que se atentara contra su libertad (moderna), pues ésta poco tenía que ver con los derechos de participación política.

      Así, con el decreto del 3 de septiembre de 1791 la Revolución francesa asumía una peculiar interpretación de la modernidad, misma que la presentaba como un proyecto político en el que era posible llamar ciudadanos libres a individuos dependientes sin derechos políticos.

      b) La propiedad en 1789

      Como ha analizado William H. Sewell, durante el Antiguo Régimen existían al menos cuatro tipos de propiedad: la propiedad privada absoluta, la propiedad privada regulada para satisfacer el bien público, la propiedad de los cargos públicos y, finalmente, un conjunto de derechos que eran considerados semipropiedades, como las prerrogativas y las distinciones hereditarias.23 La noche del 4 de agosto de 1789 se redefinió el derecho de propiedad en Francia reduciendo su significado a “la posesión de cosas por individuos”, esta transformación se formalizó en la primera versión de la Declaración de los derechos del hombre y del ciudadano. En ella, la propiedad (recién limitada a su carácter de propiedad privada absoluta) se incorporaba al catálogo de derechos naturales del hombre junto a la libertad, la seguridad y la resistencia a la opresión.

      Sin duda, cabía esperar que la Revolución de 1789 acabara con la propiedad de los cargos públicos y las prerrogativas, puesto que contradecían la aspiración ilustrada de una verdadera igualdad jurídica; sin embargo, la eliminación de la propiedad privada que tenía como restricción la satisfacción del bien público obedecía a una visión bastante peculiar de la organización social. A finales del siglo XVIII un conjunto de ideas habituales en el escenario intelectual de Gran Bretaña comenzaron a cobrar fuerza entre la burguesía ilustrada francesa,24 quizá la más importante de ellas consistía en afirmar que “incrementando la libertad y el bienestar privado de todos los ciudadanos, liberando a los ciudadanos para desarrollar y mantener sus personas y propiedades como su soberana razón individual juzgara mejor”,25 era posible obtener el mayor beneficio social posible, evitando así cualquier intento de coordinación colectiva por parte del Estado.26

      Esta seductora hipótesis teórica tenía consecuencias prácticas notablemente dispares. En los hechos, el desarrollo de las grandes granjas para el monocultivo cerealero favorecía la expropiación del campesinado.27 De manera que la liberación de las restricciones a la propiedad se presentaba como el escenario perfecto para el ascenso de los grandes propietarios y la subordinación de los campesinos desposeídos. Además, en el contexto francés, la redefinición de la propiedad como propiedad privada ilimitada le abría de lleno el terreno a prácticas de acaparamiento y especulación en el mercado de los bienes de subsistencia, tal como efectivamente ocurrió en 1792 durante la llamada Guerra de los cereales. En esas circunstancias, la libertad irrestricta en el manejo de las grandes propiedades no sólo no garantizaba el bienestar de toda la sociedad, sino que amenazaba la subsistencia misma de los trabajadores del campo y su independencia respecto a los grandes propietarios.28

      c) Pobreza y dependencia

      Como hemos visto, los objetivos de la Declaración de los derechos del hombre y del ciudadano encontraban sus propios obstáculos en una concepción de la propiedad que perpetuaba la desigualdad y la dependencia de los trabajadores. No se trataba, sin embargo, de cualquier forma de desigualdad, sino de una tan profunda que comprometía la subsistencia misma de los no propietarios. En efecto, tanto en el ámbito rural como en el urbano, la dependencia de los sectores más desfavorecidos respecto a los grandes propietarios ponía en juego la vida misma de los primeros. En Pobreza y capitalismo en la Europa preindustrial Catharina Lis y Hugo Soly ofrecen un panorama esclarecedor de esas circunstancias:

      [los trabajadores rurales] no poseían tierras o tenían demasiado poca para mantener una familia, y sus insignificantes ingresos dependían de numerosas incertidumbres. Una mala cosecha ponía los precios de los alimentos en las nubes y disminuía la demanda de mano de obra agrícola, de modo que el presupuesto quedaba doblemente afectado. En la mayoría de los casos, una seria carestía ocasionaba el colapso de la manufactura textil, con el resultado de que todos aquellos que vivían de la industria doméstica se enfrentaban al subempleo o al desempleo total.29

      Las cosas no eran muy diferentes para el incipiente conjunto de asalariados que trabajaban en las urbes:

      El asalariado urbano se extendía de igual modo […] En vísperas de la Revolución Francesa, los asalariados representaban un 48 por 100 de los habitantes de Troyes, un 50 por 100 en Nantes y un 60 por 100 en Elbeuf. La pobreza de esta categoría es difícilmente discutible. En Elbeuf, hacia 1790, los asalariados representaban únicamente el 8 por ciento de los propietarios y controlaban juntos apenas el 4 por 100 de la riqueza total. Por la misma época, cerca de la mitad de la población de Toulouse no poseía nada al casarse, excepto muebles y otros bienes hogareños de poco valor. Sus herencias indican que la vida matrimonial de las clases bajas, rara vez o nunca, les permitía mejorar su situación material. Por el contrario, la mayoría de los asalariados sólo dejaban deudas, y aquellos que sorprendían a sus herederos con un excedente, disponían en conjunto menos del 1 por 100 de la riqueza.30

      Sin embargo, el asalariado urbano no poseía la capacidad organizativa que adquiriría medio siglo después. En su gran mayoría, la población francesa estaba compuesta por hombres y mujeres ligados al mundo rural pero carentes de toda propiedad, un sector que, además de ver su existencia constantemente amenazada por las turbulencias económicas, se encontraba relegado de la esfera política. No resulta difícil comprender que, al detonar la Revolución de 1789, sus reivindicaciones libertarias se centraran en la regulación de las ingentes e ilegítimas diferencias de propiedad existentes en la época, pero también que vieran en la ampliación de derechos políticos la herramienta necesaria para llevar a cabo ese objetivo.

      La aparición del jacobinismo radical en la escena política de Francia debe entenderse en ese contexto peculiar. Antes de que la Asamblea Constituyente instaurara el sufragio censitario, el diputado Maximilien Robespierre se opuso frontalmente a la división entre ciudadanos activos y pasivos con las siguientes palabras:

      Todos los ciudadanos, sean quienes sean, tienen derecho a aspirar a todos los grados de representación. No hay nada más conforme a vuestra Declaración de derechos, ante la cual todo privilegio, toda distinción, toda excepción debe desaparecer. La Constitución establece que la soberanía reside en el pueblo, en todos los individuos del pueblo. Cada individuo tiene, pues, el derecho de contribuir a la ley por la cual él está obligado, y a la administración de la cosa pública, que es suya.31 Si no, no es verdad que los hombres son iguales en derechos, que todo hombre es ciudadano […] cada ciudadano tiene el derecho de contribuir a la ley, y a partir de ahí, el de ser elector o elegible, sin distinción de fortuna.32

      Como Robespierre, los revolucionarios radicales del siglo XVIII denunciaban la falsa igualdad jurídica que se les quería imponer a través de la distinción entre ciudadanos activos y pasivos. Hacia 1790 Marat, fundador del influyente periódico L´amie de peuple, afirmaba: “Ya vemos perfectamente, a través de vuestras falsas máximas de libertad y de vuestras grandes palabras de igualdad, que, a vuestros ojos, no somos sino la canalla”.33 Frente a este simulacro de libertad e igualdad, el jacobinismo defendía la extensión total de los derechos políticos, pero, al mismo tiempo, hacía descansar esta exigencia