a Ricardo Güiraldes, tachado por la revista de oligarca.
Publica Los lanzallamas, continuación de Los siete locos, en Claridad.
1932 - Estrena la obra de teatro 300 millones.
Publica la novela El amor brujo en la edito-rial Victoria. Viaja a Tucumán y a Santiago del Estero.
1933 - Publica El jorobadito (cuentos) con dedicatoria a su mujer Carmen Antinucci.
Viaja a España y a África.
1936 - Colabora en Revista de Madrid.
Notas sobre Santiago de Compostela, Madrid y Toledo.
En mayo regresa a Buenos Aires, con la impre-sión de que en España se vive un clima peligroso.
Estrena las obras Saverio, el Cruel y El fabricante de fantasmas.
Publica Aguafuertes españolas.
1937 - Estrena obra de teatro La isla desierta.
Muere su hermana Lila, en Cosquín, Córdoba. Viaja a Santiago del Estero.
1938 - Estrena África.
1939 - Conoce a Elizabeth Mary Shine, secretaria del director de El Hogar, León Bouché.
Sigue publicando cuentos en El Hogar y en la revista Mundo argentino.
1940 - Inicia los trámites para el divorcio
de Carmen.
Estrena La fiesta del hierro. Colabora en la nueva publicación, Argentina libre.
Muere Carmen Antinucci de tuberculosis.
1941 - Se casa el 25 de mayo con Mary Shine, en Uruguay. Viaja a Chile con Mary.
Publica en Chile los cuentos El criador
de gorilas.
Vive en Larrea y Córdoba.
Instala con Pascual Nacaratti un laboratorio en Lanús para gomificar medias de mujer.
1942 - Viaja a Córdoba para ver a su madre y a su hija.
De regreso a Buenos Aires, muere el 26 de julio de un infarto a los 42 años.
En octubre nace su hijo Roberto Patricio Arlt.
LA VOLUNTAD TARADA
Me llamo Roberto Godofredo Christophersen Arlt, y he nacido en la noche del 26 de abril de 1900, bajo la conjunción de los planetas Mercurio y Saturno. Esto de haber nacido bajo dicha conjunción es una tremenda suerte, según me dice mi astrólogo, porque ganaré mucho dinero. Mas yo creo que mi astrólogo es un solemne badulaque, dado que hasta la fecha no tan sólo no he ganado nada, sino que me he perdido la bonita suma de diez mil pesos.
Además, por la influencia de Saturno —aquí habla mi astrólogo— tengo que ser melancólico y huraño, y no sé cómo hacer para estar de acuerdo con dicho señor y mi planeta, ya que colaboro en una revista que es humorística y no melancólica.
He sido un enfant terrible.
A los nueve años me habían expulsado de tres escuelas, y ya tenía en mi haber estupendas aventuras que no ocultaré. Estas cuatro aventuras pintan mi personalidad política, criminal, donjuanesca y poética de los nueve años, de los preciosos nueve años que no volverán.
Yo soy el primer escritor argentino que a los ocho años de edad ha vendido los cuentos que escribió.
En aquella época visitaba la librería de los hermanos Pellerano. Allí conocí, entre otros, a don Joaquín Costa, distinguido vecino de Flores. El señor Costa, que conocía mis aficiones estrambóticas, me dijo cierto día:
—Si traes un cuento te lo pago.
Al siguiente domingo fui a verlo a don Joaquín, ¡y con un cuento!
Recuerdo que, en una parte de dicho esperpento, un protagonista, el alcalde de Berlín, le decía a un ladrón que, escondido debajo de un ropero, no podía moverse:
—¡Infame, levanta los brazos al aire o
te fusilo!
A don Joaquín lo impresionó de tal forma mi cuento que, emocionado, me lo arrebató de las manos, y prometiéndome leerlo después me regaló cinco pesos.
Y ese fue el primer dinero que gané con la literatura.
Creo que la vida es hermosa.
Solo hay que afrontarla con sinceridad, desentendiéndose en absoluto de todo lo que no nos hace mejores, pero no por amor a la virtud, sino por egoísmo, por orgullo y porque los mejores son los que mejores cosas dan.
Mis ideas políticas son sencillas. Creo que los hombres necesitan tiranos. Lo lamentable es que no existan tiranos geniales. Quizá se deba a que para ser tirano hay que ser político y para ser político, un solemne burro o un estupendo cínico.
En literatura leo solo a Flaubert y a Dostoyevski, y socialmente me interesa más el trato de los canallas y los charlatanes que el de las personas decentes.
Orgullosamente afirmo que escribir, para mí, constituye un lujo. No dispongo, como otros escritores, de rentas, tiempo o sedantes empleos nacionales. Ganarse la vida escribiendo es penoso y rudo. Máxime si cuando se trabaja se piensa que existe gente a quien la preocupación de buscarse distracciones les produce surmenage.
Pasando a otra cosa: se dice de mí que escribo mal. Es posible. De cualquier manera, no tendría dificultad en citar a numerosa gente que escribe bien y a quienes únicamente leen correctos miembros de sus familias.
Para hacer estilo son necesarias comodidades, rentas, vida holgada. Pero, por lo general, la gente que disfruta de tales beneficios se evita siempre la molestia de la literatura. O la encara como un excelente procedimiento para singularizarse en los salones de sociedad.
Me atrae ardientemente la belleza. ¡Cuántas veces he deseado trabajar una novela que, como las de Flaubert, se compusiera de panorámicos lienzos! Mas hoy, entre los ruidos de un edificio social que se desmorona inevitablemente, no es posible pensar en bordados. El estilo requiere tiempo, y si yo escuchara los consejos de mis camaradas, me ocurriría lo que les sucede a algunos de ellos: escribiría un libro cada diez años, para tomarme después unas vacaciones de diez años por haber tardado diez años en escribir cien razonables páginas discretas.
Variando, otras personas se escandalizan de la brutalidad con que expreso ciertas situaciones perfectamente naturales a las relaciones entre ambos sexos. Después, estas mismas columnas de la sociedad me han hablado de James Joyce, poniendo los ojos en blanco. Ello provenía del deleite espiritual que les ocasionaba cierto personaje de Ulises: un señor que se desayuna más o menos aromáticamente aspirando con la nariz, en un inodoro, el hedor de los excrementos que ha defecado un minuto antes. Pero James Joyce es inglés. James Joyce no ha sido traducido al castellano, y es de buen gusto llenarse la boca hablando de él. El día que James Joyce esté al alcance de todos los bolsillos, las columnas de la sociedad se inventarán un nuevo ídolo a quien no leerán sino media docena de iniciados.
En realidad, uno no sabe qué pensar de la gente. Si son idiotas en serio, o si se toman a pecho la burda comedia que representan en todas las horas de sus días y sus noches.
De cualquier manera, como primera providencia he resuelto no enviar ninguna obra mía a la sección de crítica literaria de los periódicos. ¿Con qué objeto? Para que un señor enfático entre el estorbo de dos llamadas telefónicas escriba para satisfacción de las personas honorables:
«El señor Roberto Arlt persiste aferrado a un realismo de pésimo gusto, etc., etc.».
No, no y no.
Han pasado esos tiempos. El futuro es nuestro, por prepotencia de trabajo. Crearemos nuestra literatura, no conversando continuamente de literatura, sino escribiendo en orgullosa soledad libros que encierran la violencia de un cross a la mandíbula. Sí, un libro tras otro, y «que los eunucos