Roberto Arlt

La voluntad tarada


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el puchero y que por cien pesos lo dejan que se alce, aunque sea con la misma Caja de Conversión.

      ¡Ah!, Buenos Aires, ¡patria querida! Tu cuadro quinto honra y pres de Sudamérica. Mi corazón no te olvida porque allí transcurrieron los más tiernos días de mi adolescencia y mocedad, y aprendí a hacerme hombre de ley entre tus rejas roñosas.

      El viajero aburrido de su patria

      Yo no niego que Río de Janeiro sea más pintoresco que Buenos Aires. No niego que la salida es espléndida. Pero me aburro lo mismo. Las montañas y los morros están siempre en el mismo lugar y eso no tiene gracia. Además, también en mi tierra hay montañas y estarán allí hasta que el Gobierno no las venda por un plato de lentejas al mejor postor. Me aburro, sí, señores; con toda mi plata me aburro espantosamente. He ido al cabaret y antes de entrar me han advertido que a las «damas» que allí bailan es de rigor tratarlas de «señoritas». ¡Hagan el favor…! Yo no he venido a este país para tratar de señoritas a mujeres a quienes en mi ciudad se las llama «che milonguita». Esto, sin excluir que todas, invariablemente, cuentan una historia sentimental de viudez peregrina, de un esposo amado que murió hace muchos años dejándolas en el estuario, y que no hay una que no diga que se muere por conocer un hombre inteligente, y de que ellas son también inteligentes, al punto que una para demostrarme que lo era extrajo de su cartera unos apuntes de puericultura y el gráfico de temperatura de un infante tratado con arsenobenzol.

      ¡Por Dios! Yo no he venido a los cabarets a estudiar obstetricia ni afecciones a la sangre.

      El inútil

      Te aborrezco y te desprecio, Buenos Aires. Te desprecio y aborrezco. Has dejado que un genio como yo, por parte de padre y madre y nodriza, venga ignominiosamente al Brasil a ganarse el feyón. Has dejado con indiferencia contumaz que me ausente y venga a deslumbrar a unos negros con mis adulaciones y a convertirme en un vulgar chupamedias de cualquier blanco que tiene crostones en sus faltriqueras. ¡Oh, iniquidad!, ¡oh, parvedad! No te avergüenzas de ello, República Argentina. No pones tus banderas a media asta. Ello pone al descubierto el pedernal de tu corazón. Allá mi almuerzo cotidiano consistía en recorrer las vidrieras de los restaurantes y leerme las listas y establecer estadísticas de precios y archivos de platos, aquí engordo mi humanidad con bananas, porotos y arroz, aquí ceno todos los días que manda Dios. Aquí lloro de admiración frente al Pan de Azúcar; me persigno al mirar el Corcovado y tartamudeo al referirme a la bahía, y me va muy bien, sí señor. Hasta pienso echar un discurso en la academia de literatos… yo que allí ni en la mesa del café podía disertar. Te aborrezco, Buenos Aires, mi odio se hace cada día que pasa, más venenoso y enconado a medida que mi piel se pone lustrosa y engordo chupando calcetines.

      Así se expresan estos tres tipos de viajeros.

      Estimado amigo Ricardo.

      Recibí su libro y no se imagina con qué alegría, pues había visto Don Segundo en las vidrieras y creía que Ud. se había ya olvidado de Arlt.

      De su libro pueden decirse ya tantas cosas hermosas, que lo más fácil y espontáneo es agradecerle a Ud. que haya tenido la bondad y el talento de darnos tanta belleza cristalina, sencilla y noble. Un libro como el suyo es un don, aquel que lo lea se sentirá inclinado a amarle y a retribuirle a Ud. de una forma u otra, con palabras o con hechos, el placer cristalino, diáfano y sencillo.

      ¡Cuánto hablamos de su libro! Y ahora qué difícil es hacerlo, pues las palabras no tienen medidas discretas para enaltecer la virtud de lo realizado. Suerte que Ud. mejor que nadie sabe todo lo que ha hecho... nosotros ya no podemos elogiarle, su libro es un favor y una virtud. Es todo hermoso. No tiene altos ni bajos, mas si de la llanura una uniformidad serena, con olor de yuyos y en el cielo que lo cubre una claridad tan tersa que todo se vuelve transparente allí.

      Pero todas estas son palabras para la gran luz de amor que hay en su libro. Yo me miro y me causo a mí mismo el ridículo efecto de un tío que se acercara a un héroe para enseñarle la psicología del coraje. Y después hablaremos mucho más de Ud. o Ud. hablará de su libro, y eso será lo agradable.

      De todas formas Ud. bien se merecía esta alegría.

      Respecto a mí, pocas noticias tengo que darle. En este internado he aprendido el oficio de periodista y el de apuntador de descarga en el puerto. Con los dos oficios juntos puedo aspirar a morirme de cualquier cosa. Por otra parte, y para mayor gloria de Dios, las cosas me van peor que nunca.

      1° Mi hermana tiene que volver al sanatorio de tuberculosos.

      2° La casa donde trabajaba mi padre ha quebrado.

      3° Posiblemente en estos días vengan a vivir a mi casa.

      4° Mi señora también está tuberculosa, si las cosas no mejoran tiene el proyecto de ponerse a trabajar de sirvienta o mucama. Ella sabe como se hace eso porque en su casa tenían cocinera, sirvienta y mucama.

      5° Y yo... yo no sé hasta donde me voy a hundir.

      A momentos tengo la sensación de que estoy descendiendo por un pozo. El disco de luz del brocal se hace cada vez más pequeño y las tinieblas más espesas. Y yo bajo y bajo… y estoy tranquilo... veo a mi mujer cada día más triste y más sufrida y estoy tranquilo. Eso sí de vez en cuando se me sube a la boca una putiada, pero como eso es de mal gusto... bajo, bajo y estoy tranquilo. Un buen día se me morirá mi mujer y yo estaré tranquilo... y sabré sin embargo que he sido yo el que la mató a privaciones.

      ¡Ah! Santo Dios... quisiera putiar no sé a quién tanta basura que tengo atravesada en la garganta. Pero la vida es así... hay que sufrir... sufrir hasta que el corazón a uno le estalle como una bomba.

      Le he escrito un telegrama de 130 palabras al doctor Sagarna. Veremos si ese me contesta. Me han dado una recomendación para el coronel Mosconi, director de los yacimientos petrolíferos de Santa Cruz. Yo me voy a cualquier parte. Estoy harto... tan harto que hasta siento en mi cuerpo la hinchazón del alma. Nunca me sentí tan desdichado como ahora, tan pobre hombre. Solo me sostiene el interés de saber hasta dónde voy a bajar. Y estoy tranquilo. Preveo todo lo que me va a suceder con una lucidez increíble. Mi hermana al sanatorio de Santa María, mi mujer sirvienta o al sanatorio, pero eso después que se haya despulmonado, ¿y yo? Querido Ricardo, yo no le visitaré a usted. Si usted quisiera verme, vaya a mi casa, no podría irlo a ver a su casa. Cuando uno es tan infeliz adquiere el derecho de no visitar a nadie.

      Saludos a su esposa.

      Un abrazo,

      Roberto.

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