historia. Tardé décadas —¡décadas!— en desmontar esta imagen y descubrir un Cervantes torpe, malhadado, con una biografía trabajosa y virada, a veces hilarante: cristiano nuevo, pobre, sin estudios, obligado a enrolarse en el ejército tras matar en un duelo a un albañil, herido sin batalla ni gloria en Lepanto, capturado por los piratas berberiscos cuando ya tenía ante la vista la costa española, poeta fracasado, autor teatral sin público, malcasado y malquerido, exiliado en La Mancha, recaudador a caballo en los pueblos de Andalucía, tahúr y presidiario en Sevilla, autor por casualidad —y por despecho— de la gran obra que nunca llegaría a ver triunfar.
Pertenezco a una generación ambigua muy politizada y muy lectora que nunca militó y que no leyó a Cervantes. Nacimos demasiado tarde para luchar contra el franquismo y demasiado pronto para el pasotismo. Crecimos «enfermos de literatura», pero con un regüeldo antiespañol, muy decimonónico, que nos impedía leer sin náusea la literatura castellana. A los 18 años, disfrutábamos con Rabelais pero no con La Celestina; con Molière o Racine, pero no con Lope o Tirso de Molina; con Villon, pero no con Quevedo; con Shakespeare, pero no con Cervantes.
Acercarse a la obra de Cervantes entrañaba una doble dificultad. La primera, aún vigente, tenía que ver con lo que Sánchez Ferlosio llamaba «el efecto Eiffel»: la acumulación de imágenes previas que hacen invisible, inalcanzable, la obra original. Ya nos sabíamos el Quijote, de manera que no hacía falta leerlo. Conocíamos los episodios más famosos y rutinarios —los molinos, los odres, la broma de los duques, Sancho en la ínsula Barataria—; yacían sepultados, además, bajo tantas imágenes y comentarios exaltados, repetidos una y otra vez por nuestros profesores, que ni siquiera creíamos en la existencia del original. El Quijote era, sin duda, como la Torre Eiffel: sabíamos ya tanto de uno y de la otra que ni siquiera necesitaban existir para seguir existiendo.
La segunda dificultad, esta sí propia de mi generación, atañía a ese Cervantes reglamentario, construido por la escuela franquista, al que no se podía atribuir ninguna debilidad ni vacilación ni frivolidad; ese solemne Cervantes con gorguera que representaba a nuestros ojos la «españolidad» y al que, cuando nos volvimos lectores rebeldes en la adolescencia, ya muerto Franco, dimos la espalda con desprecio. Por odio a la escuela, al franquismo y a España, no leímos a Cervantes; es decir, entregamos a Cervantes a los que nos habían robado tantas otras cosas, incluida la propia España; no disputamos Cervantes a los que lo leían y lo enseñaban mal; ni a los que lo utilizaban, de alguna manera, contra nosotros.
Lo mismo nos ocurrió con Galdós. Leíamos autores menores franceses, italianos e ingleses —Michaux, d’Aurevilly, Huysmans, Verga, Silone, Lewi—, pero no leíamos a Galdós, cuya producción podía compararse a la de Balzac y cuya calidad rivalizaba con la de Dickens; y que, como la obra de uno y de otro, permitía conocer la historia viva, pública y privada, política y social, del propio país. Una vez más la escuela franquista, con sus lecturas obligatorias y su sarcófago nacional-católico, nos alejó de él. Contribuyó también la opinión de la generación del 98, que nuestros profesores, quizás creyéndose por ello modernos, nos transmitieron: la escritura «garbancera», popular, ya envejecida, de un costumbrista muy ceñido a su época, a lo Mesonero Romanos; y cuyos Episodios nacionales enhebraban una sucesión de «estampas imperiales», plúmbeas y de ambición patriótica, en alabanza de un país que, a partir de los dieciséis años, considerábamos una losa y una maldición. «Español», decía Cánovas, «es el que no puede ser otra cosa»; y serlo a nuestro pesar y sin remedio nos impedía acceder a la mayor parte de los placeres intelectuales y mundanos a los que aspirábamos. Así que leíamos a Hölderlin, a Char, a Kafka, a Pavese, a Mann, a Proust, a Broch, a Musil, a Joyce, a Chejov, a Dostoievski, a Walser, a Döblin; lo que, por cierto, implicaba leer un castellano de traducción y aspirar a escribir directamente —así lo anoté en uno de mis diarios— una traducción: una pieza que sonara secundaria, traducida, evocadora de un original superior. Como Unamuno, nos jactábamos de no leer a autores españoles (salvo quizás a Martín-Santos y Miguel Espinosa); y como Américo Castro, nos lamentábamos de que, si algún día llegábamos a escribir, nunca encontraríamos lectores en nuestro país. Estoy de acuerdo con el filósofo e historiador José Luis Villacañas en que el siglo xix acaba políticamente hacia 1958; pero culturalmente, a mi juicio, se extiende unos veinticinco años más, hasta esa generación, nacida un poco antes y un poco después de 1960, que hereda el fatalismo lúgubre de Larra, del regeneracionismo y de la generación del 98: «escribir en España es morir». Leer, matarse. Así que, salvo excepciones (pienso en Rafael Chirbes y Almudena Grandes), durante sesenta años la izquierda letrada ha leído muy poco a Galdós.
Yo empecé a leerlo hace ahora cinco o seis años y las razones de que lo hiciera —me parece— dicen algo acerca de España y no solo acerca de mí. Aventuraré alguna conjetura enseguida. Lo cierto es que fue un descubrimiento tan fabuloso que reclamaba —y merecía— una nueva adolescencia, que es la edad en la que estos placeres letrados, vividos con el cuerpo, tienen tiempo por delante para incubar miradas, gestos y frases. A los 18 años se lee con el sexo; todo se descubre con el sexo o contra él. A los 55 ya no. Me produce un poco de dolor —lo confieso— no haber leído a Galdós mucho antes. Me pregunto qué habría sido de mi vida y de mi obra si lo hubiese descubierto al mismo tiempo que a Kafka, Proust o Dostoievski; si hubiese disfrutado a los veinte años de los Episodios nacionales tanto como de Guerra y paz o de La montaña mágica. Me temo, sin embargo, que en la España de 1975, de 1980, de 1985, esta opción no existía. Me temo que había que escoger entre una cosa o la otra; y me temo, aún más, que si hubiese querido ser un hombre raro y completo y me hubiese obligado a mí mismo a leerlos (los Episodios), no los habría disfrutado —y probablemente por ese motivo no los habría leído después, ya quincuagenario—. La libertad es eso que creemos que hacemos contra nuestra familia, nuestra época, nuestra generación y nuestro cerebro; y que hacemos desde nuestra familia, en nuestra época, junto a toda nuestra generación y con nuestro cerebro. Libremente elegí a Kafka y Proust frente a Galdós, como si fueran incompatibles, pero mi libre descubrimiento hoy de Galdós solo ha sido posible porque elegí libremente mal hace cuarenta años. El caso es que estaba libremente condenado a no poder disfrutar de Galdós sino tarde y tras muchas torpezas; y por razones que conjugan el azar, la decisión y —de nuevo— la época.
El hombre Cervantes no era como me habían dicho en el colegio; cuando lo conocí me pareció de pronto muy contemporáneo; y creo que si hubiese leído la biografía de Jean Canavaggio con 17 años me habría caído infinitamente mejor que Byron o Durruti. Mienten los que dicen que Cervantes era contemporáneo de Felipe II y del duque de Lerma. Cervantes es realmente contemporáneo de cualquier chico de 17 años. Otro de los efectos de leer con el sexo es que necesitas que tus autores favoritos te caigan bien. Algo de juventud me ha devuelto, pues, la lectura de Galdós, porque resulta que, ahora que leo con la próstata, ahora que quiero a mucha gente que no me cae bien, el autor de los Episodios me parece tan cercano, tan amigo, tan buen chico, como Stevenson cuando leí La isla del tesoro. Me cae irremediablemente bien: un genio discreto y sin ínfulas; un republicano capaz de entenderse con un tradicionalista como Pereda y de amar a una carlista apasionada como Emilia Pardo Bazán; un tipo con un increíble sentido del humor; el escritor menos sectario e ideológico del mundo y el más comprometido con el destino democrático de su país. Muchísimo más sensato y solar —y contemporáneo nuestro— que los Unamunos y Barojas y Valleinclanes que lo siguieron.
Así que entregamos a Cervantes sin resistencia; y entregamos a Galdós sin rechistar. Y entregamos, desde luego, la bandera rojigualda, que no es fácil disputar sin taparse la nariz. Pero es que entregamos incluso ¡los paisajes!
No me refiero al campo, que ya no existe (ver capítulo IV), sino a sus representaciones. Me refiero a ese conjunto de árboles, a esa cadena de montañas, a esa dulce rugosidad que llamamos valle, a esa repetición azul que llamamos mar, a ese rebañito de casas que llamamos pueblo. Antiespañoles «enfermos de literatura», nuestros paisajes nos parecían muertos en comparación con la Selva Negra, la tundra rusa, los Mares del sur o los marjales de Inglaterra. España, el país más montañoso de la UE, en nuestra imaginación era seco y plano. La Meseta era un solar abandonado y cubierto de tojos; nuestros ríos un mal silogismo hegeliano; nuestros pueblos suburbios empalados por la carretera nacional, crucificados bajo el sol. Algunos