adelantados, conquistadores y cronistas de Indias fueron catalanes?
¿Cuántas ciudades de América llevan nombres catalanes? El otro día me acordé de pronto de una, Barcelona, capital del Estado de Anzoátegui, en Venezuela, ciudad en la que he estado un par de veces. Pues bien, fue fundada en 1638, en efecto, por un catalán, Joan Orpí del Pou, del que dice sumariamente la Wikipedia que pasó a las Indias con el nombre de Gregorio Izquierdo. ¿Por qué lo hizo con ese nombre? Muy sencillo: lo había intentado anteriormente con el suyo propio y en Sevilla le habían prohibido el embarque por ser catalán. Los judíos y moriscos cambiaban de nombre cuando se convertían al cristianismo. ¿Cuántos catalanes, valencianos, aragoneses en general, hicieron lo mismo para poder sumarse a la empresa colonial española? Júzguese como se quiera ese impulso; aquí lo que cuenta es que les estaba vedado por la Corona castellana.
(Se dirá que en Venezuela también existe la ciudad de Valencia, pero esa Valencia, fundada en 1555, no toma su nombre de su homónima levantina, entonces parte del reino de Aragón, sino del pueblo donde nació el adelantado Alonso Díaz Moreno, Valencia de Don Juan, en León.)
En todo caso «Estado español» es una «idea»; bastante precisa, sí, pero una «idea» política que deja fuera a todos aquellos españoles que no pueden ser otra cosa y que no se quieren definir de otra manera —o que se quieren definir también de esa manera—. No se puede hacer verdadera política con una idea política. Los catalanes no hablan de su propia nación, en equivalencia negativa, como del «No-Estado catalán» ni los vascos se autodenominan «No-Estado vasco»: saben que la política, buena o mala, solo puede hacerse involucrando a los ciudadanos. Cada vez que un «izquierdista» madrileño habla del «Estado español» se está impidiendo hacer política en España; está entregando España al nacionalismo español y alejando, de esa manera, cualquier solución política para Catalunya y el País Vasco y, en general, para el «problema español» —que es el que tenemos en común, de diferente manera, en todos los territorios—. Ese problema no se resolverá a través de una negociación elitista entre el Estado español y el No-Estado catalán; el Estado español tendrá que negociar con los catalanes y el No-Estado catalán tendrá que negociar con los españoles.
Probemos a decir «España» en lugar de «Estado español». Veremos árboles: las hayas doradas de Ordesa e Irati, los castaños milenarios de Sanabria, los infinitos pinos albares de Navafría; veremos montañas; veremos pueblos colgados sobre cerros a punto de caer. Para «ver» España —con sus robles y sus ciudades y sus mujeres y sus hombres—, para transformarla, para odiarla, incluso para librarse de ella, conviene darle el nombre que le dan la mayor parte de sus víctimas, las cuales se dan a sí mismas, por su parte, el nombre de «españoles». ¡Pobres «alienados» que no saben que España no existe! La cuestión es que una no-existencia común es una cosa muy seria, tanto como cualquier otra cosa común. Por lo demás, ningún conjunto de «alienados» ha tomado jamás conciencia de la «verdad» porque un hechicero fanático, aislado en una cabaña, le cambie el nombre sin que sus miembros se enteren.
En 2016, el novelista y ensayista Sergio del Molino escribió La España vacía, un libro más que notable, donde se afirma, ya al final, que «desde 1975 los españoles se han desentendido de España», para añadir enseguida: «han preferido escribir de cualquier otra cosa antes que de España y los españoles». Desde 2016 han pasado mil años. Desde entonces los españoles han vuelto a ocuparse de España y los escritores —no solo historiadores— a escribir abundantemente al respecto. Así como, entre 1975 y 1985, nos sucedió a muchos que nos pusimos a leer a Kafka y Proust al mismo tiempo sin saberlo; y al mismo tiempo todos juntos desdeñamos a Cervantes y Galdós; ahora nos está sucediendo a muchos al mismo tiempo que descubrimos a Cervantes y Galdós, que nos alejamos del «hombre abstracto» y sus legañas y hasta amamos —o al menos vemos— los paisajes españoles. A todos los humanos se nos ocurre la misma idea cuando queremos huir de nuestra familia; fundar una nueva; y nos sentimos originalísimos al hacerlo, como si a nadie se le hubiese pasado antes por la cabeza. Cuando Sergio del Molino —que por edad o por talento o por una mezcla de ambas cosas se libró de la imbecilidad de mi generación— escribió sobre España, casi nadie lo había hecho todavía, pero lo hizo, en realidad, llevado ya de un impulso común muy elocuente, como despunte y avanzadilla de una nueva atmósfera general. Todos los que lo hemos hecho después lo hemos hecho de la misma manera, creyéndonos muy originales, como padres primerizos, y revelando con ese gesto, en realidad, una transformación colectiva y un cambio de época.
Este impulso común es bueno y esperanzador. Parece uno de los pocos logros reales del régimen del 78, y se hizo presente, por una extraña paradoja, en su descomposición, con la crisis del 2008, el 15M y el primer Podemos, cuya aparición dejó sin vida una de las dos mitades siamesas, y amenazó a la otra, al descartar el «izquierdismo» como forma rutinaria y estéril de afrontar «España». De pronto uno podía ser y decirse español sin querer bombardear Barcelona, defendiendo la renta básica y apostando por los movimientos sociales, la democracia y el decrecimiento económico. Aún más (y por mucho que personalmente me asombre): uno podía ser del Real Madrid sin querer bombardear Barcelona, defendiendo la renta básica y apostando por los movimientos sociales, la democracia y el decrecimiento económico. Creo que es en esta descomposición ideológica del régimen, con la recomposición concomitante de los «emparejamientos» políticos, donde hay que inscribir la «revelación» personal de la que hablaba más arriba. Y la existencia de este libro.
Ahora bien, si este impulso común es bueno y esperanzador, ¿no da también un poco de miedo? ¿No anticipa o convoca el regreso de un pasado de hierro, sumergido en los escollos, que no deberíamos izar a la superficie? Pensándolo bien, pensándolo mucho, quizás no era tan malo, me digo, que «desde 1975 los españoles se hubieran desentendido de España». Porque cada vez que los españoles se han ocupado de España, han descubierto lo mismo: su débil existencia como nación. Y este descubrimiento los ha llevado no a intentar construirla mejor sino a destruirse los unos a los otros. Así que, cuando uno se pone a leer historia —y a pensar en España como en un objeto de estudio— España se convierte enseguida en un objeto de irreprimible ansiedad. Ya se empiece en el siglo xvi o en el xx, con los moriscos o con Franco, con Flandes o con la Segunda República, se llega inevitablemente a dos conclusiones. La primera es que España no tiene arreglo. La segunda es que no hace falta. Porque uno de los factores que más ha agravado los problemas colectivos —«España como problema» y no como país— ha sido el deseo y la tentativa de solucionarlos. Aún más: tengo la impresión de que todo el problema de España procede del hecho de haber pensado tanto en ella: lo que Juan Herrero Senés llama «el agujero negro» del ensayismo español, refiriéndose a la Edad de Plata de nuestra literatura entre 1898 y 1939: ese bucle melancólico, fatalista, vicioso, en el que, como una mosca en la miel, queda atrapada sin remedio toda voluntad «regeneracionista». En las últimas décadas, la combinación de olvido y «hedonismo de masas» había conseguido debilitar hasta tal punto la idea de España que nadie pensaba en ella, salvo como en un equipo de fútbol o en una playa grande. ¿La solución no sería precisamente dejarla existir como un problema menor, pequeño, llevadero, reprimido, remoto?
Buena parte de los españoles están seguros de ser españoles pero no basan su seguridad en serlo. ¿Puede uno hablar de España y decirse español sin conocer la historia de España? Obviamente sí. Sería terrible que nuestras conversaciones de bar fueran exámenes de memoria: discurrieran sobre Recaredo, la falsa batalla de Clavijo o las leyes de Alfonso X el Sabio. Ningún pueblo construye su vida material inmediata (su «vividura», que diría Américo Castro, o, si se prefiere, su identidad nacional) a partir de recuerdos históricos. ¿Pero puede uno hablar de la historia de España sin conocer la historia de España? La cuestión se vuelve inquietante y hasta vira hacia la tragedia cuando los pueblos, en lugar de vivir su identidad al margen de la historia, comienzan a «recordarla». Entonces ocurre una cosa muy rara: que lo que quieren los españoles no es ser españoles (que ya lo son) sino ser lo que nunca fueron: iberos o cartagineses o romanos o visigodos o carolingios. Por razones ideológicas muy «españolas», en ese trance nunca se equivocarán, desde luego, queriendo ser musulmanes o bereberes. El que quiere ser español a conciencia y en la historia, acaba fuera de la una y de la otra, en la «sangre» o en la ideología: pensemos, por ejemplo,