Santiago Alba Rico

España


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que ver con la invasión de Irak sino que eran la consecuencia de que «España rechazara ser un trozo más del mundo islámico cuando fue conquistada por los moros, rehusara perder su identidad». Por eso es mucho menos peligroso hablar de España como de una «cosa hecha» a nuestras espaldas o bajo nuestros pies, u ocuparse solo de sus fenómenos cotidianos materiales, que pretender fundarla en un conocimiento histórico necesitado de permanente actualización. No puede ni debe haber una «nación de historiadores» porque la identidad se forma al margen del conocimiento y porque la obsesión por el conocimiento expresa ya una inseguridad: lo que a veces llamamos precisamente «identidad» para nombrar una reivindicación enfática y más bien teatral: soy español español español. Cuando un pueblo recurre al conocimiento para mantener su seguridad «nacional» es que está perdiendo (o está viendo amenazada) su seguridad general y necesita defenderla a través de esos pseudoconocimientos colectivos, fundados en otra parte, que llamamos mitos (centauros de información y de deseo). El citado ejemplo de Aznar es más que elocuente. Nadie vive de ser español (o francés o italiano), salvo que se esté muriendo de hambre o de incertidumbre. Los mejores años de España han sido aquellos en los que —sin hambre ni incertidumbre— hemos olvidado nuestra historia, en que no hemos necesitado conocerla ni «recordarla», en que no hemos basado nuestra seguridad en nuestra «nacionalidad», período coincidente, por cierto, con el de la desvirilización de los hombres, que han dejado de buscar su seguridad en sus genitales. Este período, que ahora se revela frágil y breve, ha alumbrado el amago de una españolidad no nacionalista y no masculina; y por lo tanto este libro —como tantos que se han escrito recientemente— es el resultado, sí, de una naturalización saludable, de un descenso del «hombre abstracto» a la pradera común, pero enseguida también un indicio más de un nuevo fracaso: hablar de España es constituirla como problema o como arma.

      No se puede escapar: siempre hay alguien «recordando» España: un chalado de derechas, un chalado de izquierdas, un juez, un nacionalista catalán o vasco, un policía. Y basta que se agrave la misma crisis que pareció franquear la posibilidad de una transformación para recaer de nuevo en el agujero negro del ensayismo español y sus angustias imperativas. No pensamos en España porque vuelva a la existencia; es que vuelve a la existencia porque pensamos en ella; y vuelve entonces, inexistente y gritona, arrastrando del rabo, como el perro embromado, todo su ruidoso pasado de cadenas y latas.

      En 1688 el médico suizo Johannes Hoffer puso nombre a una nueva enfermedad que mataba como a chinches a los soldados europeos desplazados para luchar lejos de sus hogares: «nostalgia», neologismo formado a partir del griego y que podríamos traducir como «el doloroso deseo de regresar». En el siglo xix, siglo de los nacionalismos y de los progresos científicos, se descubrió que muchos de ellos habían muerto, en realidad, de tuberculosis. Los síntomas eran los mismos: pesadumbre, adelgazamiento, pulso débil o irregular, consunción, marasmo y muerte. La «nostalgia» abandonó entonces el campo de la clínica para pasar a definir la dolencia de las almas prisioneras que se sienten atadas a un cuerpo desplazado de su lugar natural, un cuerpo que ha ido a parar a donde no debe. Ahora bien, en el siglo xvii, todos esos soldados enfermos —a los que incluso se impedía cantar porque la música agravaba su mal— sentían, sí, el «doloroso deseo de regresar», pero de regresar, ¿a dónde? A su aldea, a su madre, a su novia, al amigo de infancia, al pan de la tierra, a veces a su lengua ancestral, bienes tangibles cuya reunión, en el siglo xix, comenzó a llamarse con un nombre abstracto: España o Catalunya o País Vasco o Italia o Francia. Se decía «España» o «Catalunya» o «País Vasco» y uno se ahorraba hacer la lista de las piedras, árboles y cuerpos concretos sin los cuales resultaba vano o difícil vivir. Desde siempre la humanidad se ha movido de un lado para otro y la diferencia entre sus miembros no reside en que unos se muevan y otros no, sino en que unos pueden volver y otros no. Los que pueden volver suelen ser ricos; los que no pueden volver suelen ser pobres. La nostalgia —que es lo contrario del spleen— es cosa de pobres. Durante siglos los españoles han salido de sus casas para no volver: los que se iban a hacer las Indias en travesías infinitas sin certezas; los que en el siglo xix y xx eran mandados a luchar y morir a África o a Cuba o a Filipinas; los que, tras la guerra de 1936, se exiliaron en México o Argentina; los que, a partir de 1958, emigraron a Francia, Suiza o Alemania soñando con «atar los perros con longanizas». Los pobres llamaban «España» a la lista de cosas que no iban a volver a ver; los ricos, yendo y volviendo de vacaciones con ligereza cosmopolita, la llamaban poco y pensaban aún menos en ella, porque España no era un inventario de ausencias minuciosas sino una tranquilizadora sensación sin materia: de seguridad, de poder, de libertad.

      Me pregunto entonces: ¿«patria» es aquello de lo que se siente nostalgia —deseo doloroso, quizás imposible, de regresar— o aquello que nos está esperando, cierto e inevitable, desde el momento en que salimos de casa? ¿Es la lista de las cosas queridas o la sensación de seguridad? En España las cosas han cambiado mucho en los últimos cuarenta años. Por un lado, víctimas privilegiadas del «fin del neolítico» y el selfismo tecnológico (ver capítulo IV), hemos ido perdiendo casi todo vínculo con la aldea, que ya no existe; con la madre, a la que cuidan extraños en una residencia; con la novia, porque somos poliamorosos; con el amigo de la infancia, porque tenemos 15.000 amigos en Twitter, Facebook e Instagram; con el pan de la tierra, porque comemos atún de Somalia y tomates chinos; también con la lengua ancestral, porque nos vamos quedando sin cosas propias que nombrar. Al mismo tiempo, el crecimiento económico y la integración en la UE en 1986 han transformado a los españoles, de emigrantes que eran, en livianos cosmopolitas sin fronteras o, lo que es lo mismo, en turistas seriados que vuelven a casa sin haber salido jamás de ella. La nostalgia ha desaparecido de nuestras vidas: es que hemos perdido al mismo tiempo el miedo y la lista de las piedras y de los cuerpos. Una pérdida es buena; la otra no tanto. Frente a los nativos españoles, hoy son los migrantes subsaharianos los molestos, incómodos, irritantes custodios de todas las nostalgias. Muchos de ellos, paradójicamente, arrojan al mar sus pasaportes nacionales para que Europa no los pueda devolver a sus países de origen. Muy pronto, sin dejar de ser pobres, habrán perdido también ellos su inventario de intensas poquedades.

      El nombre de España ya no reúne un puñado de objetos perdidos ni un fajo de falsos recuerdos manufacturados sino algunos derechos elementales depositados en un pasaporte, ayer despreciado, hoy privilegiado. Si perdemos el pasaporte, ahora que ya no nos quedan «intensas poquedades» a las que regresar, nos aferraremos con desesperación a la memoria y al «conocimiento». Por eso, da miedo ponerse a pensar en España en un momento en que se acumulan de nuevo en su futuro dificultades y sombras.

      «España» es un nombre bastante estable que, cabalgando la Hispania romana, existe desde hace muchos siglos. Lo mismo pasa con países como Grecia, Italia o Egipto, cuya antigüedad toponímica ha generado la ilusión de una continuidad histórica, contradictoria con el hecho de una existencia nacional muy reciente, a la que se ha llegado tras decenas de cruces étnicos, sacudidas culturales y variaciones territoriales. El nombre de Francia, por ejemplo, es mucho más joven, pero su existencia nacional bastante más antigua. Como los humanos vivimos a través de los nombres, a los que asociamos intensas poquedades y abstractas muchedumbres, el nombre de España —en el que han cabido tantos pueblos y tantos reinos— nos sugiere fortaleza y no debilidad, regularidad y no zozobra, identidad esencial y no intermitencia nacional. La disparidad entre la estabilidad del nombre y la efervescencia conflictiva del contenido explica en parte el malestar que se apodera de uno cuando se pasa de la «vividura» al pensamiento. España es más vivible que pensable. Por eso los nacionalismos periféricos y el «izquierdismo» madrileño quieren quitarle el nombre; y por eso el nacionalismo español y el destropulismo reaccionario lo pronuncian de manera redundante y enfática, como una jaculatoria contra la historia y una declaración de propiedad contra la vividura común.

      Entre los siglos viii y xvi, en todo caso, el nombre «España» no ciñe ni un Reino ni una Nación sino un cajón territorial, un mero contenedor geográfico vacío. Cervantes, por ejemplo, utiliza 59 veces el término en el Quijote, treinta en la primera parte y 29 en la segunda, siempre para referirse al territorio físico o para subrogar el poder dominante de Castilla. En cuanto al gentilicio «español», es un extranjerismo de origen provenzal que no se usó en ningún caso antes del siglo xiii: era el modo en que los foráneos se referían a los habitantes de la península, con independencia de