Anonimo

Llegamos a Creer


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      ÉL HABÍA ESTADO ESCUCHANDO

      En mi juventud, me vi enfrentado a una disyuntiva: lo que parecía ser una vida moral aburrida o lo que parecía ser una vida apasionante y aventurera — después de unos tragos de alcohol. Se me había inculcado el concepto tradicional de un Dios despiadado y vengativo, que vigilaba cada paso que yo daba. Me resultaba bastante difícil tenerle mucho cariño a un Dios de ese tipo, y a causa de eso, me sentía culpable. Pero después de tomarme un par de tragos, desaparecía mi culpabilidad. Esto es vida, me dije.

      Empezó siendo bastante placentera, fomentando sueños de resplandeciente fama y fortuna. Pero poco a poco esta vida se fue transformando en una constante pesadilla de miedo y remordimiento por mi condición, e ira y resentimiento por la forma de vida común y corriente que se desenvolvía a mi alrededor, y en la que aparentemente yo no podía participar. La verdad era que mi forma de beber me había apartado de la sociedad, y llegué poco a poco a vivir en un estado mental que me aislaba de todo contacto social o moral. Pero en aquel entonces no podía ver que la causa era mi forma excesiva de beber. Estaba convencido de que Dios y la sociedad me tenían excluido, y me habían privado de las buenas oportunidades de la vida. La vida no tenía para mí ningún sentido. Me faltaba el valor para suicidarme, pero creo que la desesperación habría roto esta barrera de cobardía si no hubiera sido por una experiencia que cambió totalmente mi concepto de la vida.

      Tuve esta experiencia como consecuencia de la muerte de mi padre en Escocia. Él había vivido una buena vida en su comunidad, y cuando falleció, todos los que le habían conocido fueron a rendirle homenaje. Yo había recibido los periódicos en que aparecían las crónicas de su funeral. Esa tarde, yo estaba sentado en una mesa de una taberna llena de gente, borracho y dándole vueltas a lo que había leído. No sentía ninguna tristeza por la muerte de mi padre. El odio y la envidia saturaban mi mente, y me lamentaba diciendo, “¿Por qué él y otros tienen toda la suerte en la vida, mientras que los buenos hombres como yo no tenemos ninguna oportunidad? ¡Qué mala suerte tengo! La gente me tendría cariño y respeto a mí también si hubiera tenido las mismas oportunidades que él”.

      En la taberna, el ruido de las conversaciones era ensordecedor. Pero de pronto oí una voz en mi mente decir con toda claridad: “¿Qué cuentas le vas a rendir a Dios de tu vida?” Miré a mi alrededor, asombrado, porque era la voz de mi abuela. Ella se había muerto hacía más de 20 años y desde entonces yo no había vuelto a pensar en ella. Este era su dicho favorito. Yo se lo había oído decir muy a menudo en mi juventud y ahora lo volví a escuchar aquí en la taberna.

      En cuanto oí esa voz mi mente se aclaró, y supe, fuera de toda duda, que el estado en que me encontraba no lo había causado nadie ni ninguna circunstancia. Yo era el único responsable.

      Tuvo un efecto arrollador. Primero, había oído aquella voz y luego, la excusa por mi fracaso en la vida —la de que nunca había tenido buena suerte— se borró para siempre de mi mente. Se me ocurrió que si me suicidara, como quería hacer, había la posibilidad de que me encontrara ante Dios obligado a rendirle cuentas de mi vida, sin tener a nadie a quien culpar. No tenía el menor deseo de hacerlo y en ese mismo momento abandoné la idea de suicidarme. Pero seguía sintiéndome inquieto ante la posibilidad de poder morirme en cualquier momento.

      Todo esto era una locura, me dije. No obstante, por mucho que intentara convencerme de que estaba alucinando, no podía descartar las implicaciones de esa experiencia. Podía imaginarme ante una deidad de aspecto severo que me miraba fríamente por encima del hombro con desprecio total y me decía desdeñosamente “¡Habla!” Este era el extremo al que me llevaba mi imaginación, y, a partir de ahí, me emborrachaba con el fin de borrar de mi mente la experiencia. Pero a la mañana siguiente, al recobrar el sentido, la experiencia seguía estando conmigo, más fuerte que nunca.

      Más me valdría dejar de beber un rato e intentar enderezar mi vida, me dije. Esta resolución me produjo un choque tremendo. Hasta este momento, nunca había asociado mis problemas con el alcohol. Ya sabía que bebía demasiado, pero siempre creía que tenía buenos motivos para beber. Ahora, para mi asombro y horror, me di cuenta de que no podía dejar de beber. La bebida había llegado a ser una parte tan importante de mi vida que ya no podía funcionar sin ella.

      No sabía a quién recurrir. Ya que yo creía que la gente tenía la misma opinión de mí que yo de ellos, estaba seguro de que no podía acudir a ellos para pedir ayuda. Lo único que me quedaba era recurrir a Dios, y si Él opinaba de mí como yo de Él, yo tenía muy pocas esperanzas. Así pasé los tres meses más negros de mi vida. Durante ese tiempo parecía que bebía más que nunca, y rezaba a “nada” para que me ayudara a alejarme del alcohol.

      Una mañana me desperté tumbado en el suelo de mi cuarto, terrible-mente enfermo, convencido de que Dios no iba a escucharme. Casi por mero instinto me las arreglé para ir al trabajo esa mañana e intenté hacer la nómina, aunque me resultaba difícil calmar el temblor de mis manos lo suficiente como para poner las cifras en las columnas apropiadas. Con muchos sudores, por fin terminé el trabajo. Con un suspiro de alivio me asomé por la ventana y vi a un hombre acercándose a la cabaña donde yo estaba trabajando. En cuanto lo reconocí me sentí inundado de odio. Hacía siete meses, este hombre había tenido la temeridad de preguntarme enfrente de otros si yo tenía problemas con la bebida, y yo me sentí profundamente ofendido por esta pregunta. Aunque no nos habíamos visto desde hacía meses, cuando pasó por la cabaña el odio que yo le tenía estaba vigorosamente vivo.

      Entonces, ocurrió algo que nunca ha cesado de asombrarme. Según él desapareció de mi vista, mi mente se hundió en el vacío. El siguiente recuerdo que tengo es el de encontrarme frente a él fuera de la cabaña y oírme a mí mismo pedirle que me ayudara a dejar de beber. Si yo hubiera decidido conscientemente pedir a alguien que me ayudara, él habría sido la última persona a quien me hubiera dirigido. Se sonrió y dijo que trataría de ayudarme, y me llevó al programa de recuperación de A.A.

      Al reflexionar sobre todo esto, por fin me resultó obvio que Dios, que yo creía me había juzgado y me había condenado, no había hecho nada de eso. Él había estado escuchando; y cuando le pareció que era el momento apropiado, me vino Su respuesta. Su respuesta tenía tres aspectos: la oportunidad de vivir una vida de sobriedad; Doce Pasos para practicar, con el fin de lograr y mantener esa vida de sobriedad; compañerismo dentro del programa, siempre dispuesto a sostenerme y ayudarme las 24 horas de cada día.

      No abrigo la ilusión de que yo traje a mi vida el programa de recuperación de A.A. Debo siempre considerarlo como una oportunidad que se me ha regalado. Me incumbe a mí la responsabilidad de valerme de esta oportunidad.

      St. John’s, Terranova

      UNA PRESENClA

      Soy oficial radiotelegrafista de un buque petrolero, y la revelación final de mi condición y de su remedio me vino cuando estaba sentado solo en mi camarote con mi botella favorita. Pedí la ayuda de Dios en voz alta aunque sólo mis oídos podían escuchar. De repente, hubo en la sala una Presencia, acompañada de un extraño calor, un tono de luz distinto, más suave y una inmensa sensación de alivio. Aunque estaba bastante sobrio, me dije a mí mismo, “estás borracho otra vez”, y me acosté.

      Por la mañana —a plena luz del día— la Presencia seguía estando allí. Y yo no tenía resaca. Me di cuenta de que había pedido y había recibido. Desde ese momento, no he vuelto a tomar alcohol. Cuando me vienen las ganas, pienso en lo que me pasó, y así me mantengo sobrio..

      Internacionalista de A.A.

      NIEVE RECIÉN CAÍDA

      Durante mis primeros seis años de contacto con la Comunidad de A.A., tuve tres recaídas, episodios sombríos y brutales que sirvieron para aumentar mi autodegradación y desesperación. Nuevamente sobrio e instalado en un trabajo de poca responsabilidad, llegué a darme cuenta de que se podía encontrar la satisfacción en la realización de las tareas más rutinarias, y que la humildad —o sea, la disposición a aprender y a buscar la verdad— podría ser un poder superior disfrazado.

      Entonces, inesperadamente, se me ofreció un puesto ejecutivo, con muchas responsabilidades. No tuve más remedio que responder,