por su habitación, vi que le habían quitado las ataduras y los tubos de alimentación intravenosa. Me sentí eufórico. ¡Iba a recuperarse! El médico y la enfermera encargada me quitaron las esperanzas. Él iba empeorándose a toda velocidad.
Después de hacer arreglos para llevar a su esposa a verlo, me acordé de que él era católico, y por ello se debían observar ciertos ritos. Ya que era un hospital católico, salí al pasillo y pronto encontré a una monja (más tarde me enteré de que era la madre superiora). Ella llamó a un sacerdote y, con otra monja, me acompañaron a la habitación.
El sacerdote entró solo a la habitación, y nosotros decidimos esperar en el pasillo sentados en un banco. Sin acuerdo previo, los tres inclinamos la cabeza y empezamos a rezar — la madre superiora, la monja, y yo, un diácono presbiteriano.
No puedo decir cuánto tiempo pasamos allí. Sé que el sacerdote ya se había marchado para atender a sus otras tareas. Lo que nos hizo volver otra vez a la realidad fue un sonido que nos llegó desde la habitación. Al mirar adentro, vimos al paciente sentado en la cama.
“Ya está, Dios mío”, dijo, “ya no quiero ser el que dirige la función. Dime lo que Tú quieres que yo haga y lo haré”.
Más tarde, los médicos dijeron que habían considerado físicamente imposible que él se moviera, y mucho menos que se sentara. Y hasta este momento, no había dicho ni una palabra desde que ingresó al hospital. La siguiente cosa que dijo fue, “tengo hambre”.
Pero el verdadero milagro fue lo que le sucedió en los diez años siguientes. Empezó a ayudar a la gente. ¡Y a ayudarla de verdad! Nada le ha resultado demasiado duro, ni demasiado molesto, ni demasiado “desesperado”. Fundó un grupo de A.A. en su pueblo y se siente avergonzado si se lo mencionas a otros o si comentas sobre la gran cantidad de trabajo de A.A. que hace.
No es el mismo hombre que aquel a quien yo intentaba hacer el trabajo de Paso Doce. Todos los esfuerzos que hice por ayudar al hombre que yo conocía, fracasaron. Y entonces, Alguien nos presentó a un hombre nuevo.
Bernardsville, New Jersey
FIGURA DEL MAL
Sucedió alrededor de las tres de la madrugada. Yo llevaba en nuestra Comunidad algo menos de un año. Estaba solo en la casa; mi tercera mujer se había divorciado de mí antes de mi ingreso en A.A. Me desperté con una sensación aterradora de muerte inminente. Estaba temblando y casi paralizado por el miedo. Aunque era el mes de agosto en el sur de California, tenía tanto frío que tuve que echarme por los hombros una manta gruesa. Luego encendí la calefacción en el salón de estar y me puse directamente encima del radiador, intentando calentarme. En vez de calentarme, empecé a sentirme entumecido y volví a sentir la proximidad de la muerte.
Nunca había sido una persona muy religiosa, ni tampoco me había afiliado a ninguna iglesia después de ingresar en A.A. No obstante, me dije de pronto a mí mismo: “Si alguna vez me hubiera visto en la necesidad de rezar, este es el momento”. Volví al dormitorio y me puse de rodillas al lado de la cama. Cerré los ojos, hundí la cara entre las palmas de mis manos y las apoyé en la cama. Se me han olvidado todas la palabras que dije en voz alta, pero recuerdo decir: “Dios mío, por favor, enséñame a rezar”.
Entonces, sin levantar la cabeza ni abrir los ojos, pude “ver” el plano de la casa. Y pude “ver” un hombre gigantesco de pie al otro lado de la cama con los brazos cruzados. Me estaba mirando fijamente con una expresión de intenso odio y malevolencia. Era la viva personificación del mal. Después de unos diez segundos, le “vi” dar la vuelta lentamente, caminar al cuarto de baño y mirar dentro, seguir hacia el segundo dormitorio y mirar dentro, pasar al salón de estar y echar una mirada alrededor y luego salir de la casa por la puerta de la cocina.
Me quedé en la misma postura de oración. Y en el mismo momento en que se marchó, pareció llegarme desde todas las direcciones, una corriente magnética vibrando y pulsando desde los rincones más remotos del espacio. En unos quince segundos este poder tremendo me alcanzó, se quedó conmigo unos cinco segundos, y luego se retiró lentamente hacia su origen. Pero la sensación de alivio que me dio con su presencia supera toda descripción. Como pude, le di gracias a Dios, me metí en la cama y me dormí como un niño.
No he vuelto a tener el deseo de tomarme un trago de cualquier bebida alcohólica desde aquella memorable mañana hace 23 años. En los años que he pasado en nuestra Comunidad, he tenido el privilegio de escuchar a otro miembro describir una experiencia casi exactamente igual a la mía. La salida de la personificación del mal de mi casa, ¿simbolizó, como algunos creen, la salida de mi vida de todos los males que yo había abrazado debido al alcoholismo? Sea lo que sea, el otro aspecto de mi experiencia simboliza para mí el amor omnipotente y purificador de un Poder Superior, a quien desde entonces he llegado felizmente a llamar Dios.
San Diego, California
COMO UN HOMBRE QUE SE AHOGA EN EL MAR
Antes de ser confinado en un centro estatal de alcoholismo, pasé una temporada abstemio en Alcohólicos Anónimos. Aunque ahora me doy cuenta de haber acudido a A.A. para salvar mi matrimonio, mi trabajo y mi hígado, en aquel entonces no había nadie que me hubiera convencido de que los motivos que yo tenía para recurrir a A.A. no eran los apropiados. Pasados siete meses, me recuperé del mal del hígado, y me lancé a una borrachera de seis semanas y acabé confinado en el centro.
En la octava noche que pasé allí, sabía que me estaba muriendo. Estaba tan débil que casi no podía respirar; mi respiración era jadeante y entrecortada. Si me hubieran puesto un trago al alcance de la mano, no habría tenido suficiente fuerza para tomarlo. Por primera vez en mi vida, me vi en una situación de la que no podía escapar ni luchando, ni engañando, ni mintiendo, ni robando ni sobornando a nadie para hacerlo. Estaba atrapado. Por primera vez en mi vida, dije una sincera oración: “Dios, ayúdame”. No intenté imponer condiciones ni le sugerí cómo ni cuándo ayudarme.
De repente, me sentí calmado y relajado. No hubo ni relámpagos ni truenos, ni siquiera una voz suave y tranquila. Tenía miedo. No sabía qué había pasado. Pero me quedé dormido y dormí toda la noche. La mañana siguiente, al despertarme, me sentí renovado, con fuerzas y con hambre. Pero lo más maravilloso fue que, por primera vez en mi vida, había desaparecido esa nube oscura y misteriosa de temor. Lo primero que se me ocurrió fue escribir a mi esposa para contarle esta experiencia, y así lo hice. ¡Imagínate poder escribir una carta después de haberme encontrado en tan malas condiciones la noche anterior!
Estoy seguro de que algunos clasificarían esta experiencia como un caso de “desprenderse y dejarlo en manos de Dios”. ¡No así este personaje obstinado! Me había agarrado a mi voluntad hasta que se rompieron los últimos hilos y luego, al caer, me salvaron los “brazos eternos”. Tuve que encontrarme totalmente indefenso, como el hombre que se está ahogando y lucha con quien le va a salvar.
Volví a A.A., pero durante largo tiempo me sentía reacio a contar mi experiencia. Tenía miedo de que nadie me creyera y que se rieran de mí. Más tarde, me enteré de que otros habían tenido experiencias similares.
Creo que una experiencia espiritual es lo que Dios hace por una persona que esa persona se encuentra imposibilitada de hacer por sí misma. Un despertar espiritual es lo que hace una persona por su disposición de transformar su vida por medio de un programa de desarrollo espiritual probado por la experiencia, y ésta es una misión que no tiene fin.
Raleigh, Carolina del Norte
ORACIÓN
3
En A.A. hemos llegado a reconocer
como indudables los positivos y concretos
resultados de la oración. Lo sabemos por experiencia.
Todo aquel que haya persistido en rezar
ha encontrado una fuerza con la que
normalmente no podía contar.
Ha encontrado una sabiduría más allá
de su acostumbrada capacidad.