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Doce Pasos y Doce Tradiciones, pág. 102
NECESIDAD INFINITA
En la práctica, siempre me ha resultado difícil dejar que la voluntad superior y perfecta de Alá prevalezca en mi vida y gobierne mi voluntad. No obstante, cuando hago esfuerzos humildes para aceptar serenamente Su voluntad para conmigo en algún momento determinado de mi vida, me siento completamente liberado de la carga que había llevado en mis hombros. Ya no se me pierde la mente y cada vez que respiro, el corazón se me llena de felicidad.
Lo más maravilloso que he descubierto es que la oración da resultados. He empezado a considerar a Alá como el más cariñoso Creador que tiene un interés especial en mí — si no, no me habría conducido a A.A. ni me habría ofrecido tantas oportunidades de salvarme de mis recaídas. Es paciente y misericordioso.
Aunque un inventario moral y un inventario diario nos revelan multitud de defectos de nuestro carácter, nosotros, como seres humanos, no podemos desentrañar todos los fallos de nuestra personalidad. Así que, por la noche, cuando doy gracias a Dios por la sobriedad de este día, agrego una oración: Le pido que me perdone las faltas que he cometido ese día, que me ayude a mejorarme, y que me conceda la sabiduría para descubrir los defectos que tengo y que, por mí mismo, no puedo ver.
En pocas palabras, la necesidad de orar es infinita.
Karachi, Pakistán
MÁS QUE UN SÍMBOLO
En los días no muy lejanos de mi pasado de borracha, cuando apenas si podía moverme y estaba a punto de perder el conocimiento, siempre me las arreglaba para poner por lo menos una rodilla en el suelo antes de caer en la cama. Este gesto iba acompañado de algunas palabras balbucientes: “Aquí estoy. Estoy borracha”. Esto lo menciono no para que me den alabanzas por haber conservado los vestigios externos de la fe que conocí de niña, sino porque quiero enseñarles cómo sobrevive un símbolo aun después de haber sido despojado de todo su significado.
Cuando mi vida se vio gratamente transformada y decidí probar fortuna con A.A. —porque si no lo hiciera, moriría— la antigua oración fue sustituida por una nueva. Monótonamente, casi en cada momento que me encontraba sola, repetía: “Dios mío, devuélveme la cordura”.
Y por fin me empezó a llegar la solución. Yo, estando cuerda, era una asombrosa revelación. Poder contemplar con perfecta sinceridad la época de “como yo era”, de mi vida, me hacía sentirme clarividente. Estaba contemplando la vida de alguien que realmente nunca había conocido, aunque sabía todo lo que había ocurrido en su vida. No tengo la suficiente agudeza para entender el cómo o el porqué, pero ahora por lo menos puedo ver la pauta que seguía.
Desde que sucedió este tranquilo milagro, cuando felizmente me di cuenta de que no tenía necesidad ni deseo de beber, he seguido rezando. Ahora rezo oraciones personales y divertidas, como por ejemplo, una que es parte de una canción en la que se pide que haya paz en la tierra y que empiece conmigo. La mayoría de mis oraciones son cortas expresiones de agradecimiento por algún favor o por hacer que me pare a pensar antes de actuar o reaccionar. Mi relación con Dios ha madurado tal como normalmente lo hace la relación de un niño con su padre terrenal — aprecio más Su bondad y Su sabiduría
Nashville, Tennessee
“¿CÓMO REZAS?”
En mis días de bebedor, muchas veces pedía a Dios que me ayudara — y acababa echándole todas las blasfemias que se me ocurrían y diciéndole, “Si eres todopoderoso, ¿por qué dejas que otra vez acabe borracho y con todos estos problemas?"
Un día, estaba sentado al borde de la cama, sintiéndome completamente solo, con un cartucho en la mano a punto de cargar la escopeta. “Si hay un Dios”, grité, “que me dé valor para apretar el gatillo”.
Una voz, suave y muy clara, dijo: “Tira ese cartucho”. Tiré el cartucho por la puerta.
En un momento de calma, me puse de rodillas y de nuevo oí la voz: “Llama a Alcohólicos Anónimos”.
Me asustó. Miré a mi alrededor, preguntándome de dónde vendría la voz y dije en voz alta: “¡Dios mío!” Me puse de pie de un salto y corrí al teléfono. Al cogerlo, se me cayó al suelo. Me senté en el suelo y con mano temblorosa, marqué el número de la operadora y le grité que llamara a A.A.
“Le pongo con información”, dijo ella.
“Me tiemblan las manos demasiado para marcar cualquier número. ¡Vete al diablo!”
No puedo explicarme por qué no colgué. Me quedé sentado en el suelo con el teléfono pegado al oído. Las siguientes palabras que oí, fueron: “Buenas tardes. Alcohólicos Anónimos. ¿En qué podemos servirle?”
Cuando llevaba cuatro meses sobrio en A.A., mi esposa y yo nos reconciliamos. Yo había dicho siempre que era culpa suya que yo bebiera tanto — oír a los niños llorar y a ella quejarse serían motivos suficientes para hacer que una persona bebiera. Pero, después de vivir juntos tres meses, me di cuenta de lo maravillosa que era como esposa y como madre. Por primera vez supe lo que significaba tenerle amor a ella, en vez de utilizarla.
Yo siempre había tenido miedo de amar. Para mí, amar significaba perder. Creía que ese era el castigo que Dios me daba por los pecados que había cometido. Mi esposa se puso muy enferma y hubo que llevarla urgentemente al hospital. Tenía cáncer, me dijo finalmente el médico. Puede que no sobreviva la operación, me dijo él; y aun si lo hiciera, en pocas horas moriría.
Me di la vuelta y corrí por el pasillo. Lo único que podía pensar era conseguirme una botella. Sabía que si salía por la puerta, eso era lo que iba a hacer. Pero un Poder superior a mí mismo hizo que me parara y gritara, “¡Por Dios, enfermera, llame a A.A.!”
Me metí corriendo en los lavabos y me quedé allí llorando y suplicando a Dios que me llevara a mí en vez de a ella. De nuevo, el temor se apoderó de mí, y con lástima de mí mismo, dije: “¿Es esto lo que se me da por tratar de practicar esos malditos Pasos?”
Levanté la mirada y vi el cuarto lleno de hombres que me estaban mirando. Me pareció que todos al mismo tiempo me estrechaban la mano y me dijeron su nombre. “Somos de A.A.”
“Llora hasta que se te agoten las lágrimas”, dijo uno de ellos. “Te sentirás mejor. Y nosotros lo entendemos”.
Les pregunté, “¿Por qué Dios me está haciendo esto? Me he esforzado tanto, y esa pobre mujer…”
Uno de ellos me interrumpió y me dijo, “¿Cómo rezas?” Le dije que había pedido a Dios que no se la llevara a ella sino que me llevara a mí. Entonces él me dijo: “¿Por qué no le pides a Dios que te dé la fortaleza y el valor para aceptar Su voluntad? Di, ‘Hágase Tu voluntad, no la mía’”.
Sí, esa fue la primera vez en mi vida que recé a Dios para que se hiciera Su voluntad. Al pensarlo, veo que siempre había pedido a Dios que hiciera las cosas a mi manera.
Estaba sentado en el vestíbulo con los hombres de A.A. cuando se me acercaron dos cirujanos. Uno de ellos me preguntó, “¿Podemos hablar contigo en privado?”
Me oí a mí mismo responder: “Cualquier cosa que tengan que decir, pueden decirla en presencia de ellos. Son de los míos”.
Entonces dijo el médico, “Hemos hecho por ella todo lo que hemos podido. Aun está viva, y no podemos decir más”.
Uno de los A.A. me puso el brazo en el hombro y me dijo: “¿Por qué no la pones al cuidado del mejor Cirujano de todos? Pídele que te dé el valor para aceptar”. Todos nos cogimos de la mano y rezamos juntos la Oración de la Serenidad.
No sé cuánto tiempo pasó. Lo siguiente que oí fue a una enfermera decir mi nombre. Me dijo en tono suave, “Ahora puede pasar a ver a su esposa, pero sólo un par de minutos”.
Al subir corriendo a la habitación, di gracias a Dios