intentó desterrar— de la vida de los hombres para imponer, en su lugar, la idea y la imagen del pecado, del castigo, del sufrimiento, de la muerte terrible y de la condenación eterna por desobedecer sus preceptos y disposiciones.
La prohibición de todo aquello que pudiera significar el goce y el disfrute de la vida terrenal y pasional se convirtió en ‘norma sagrada’, y el consecuente castigo que debía recaer tanto en el cuerpo como en el alma de los desobedientes se convirtió en ley de incuestionable cumplimiento. Así, mientras que la ‘Santa Inquisición’ (creada hacia mediados del período medieval) se dedicaba a juzgar y a perpetrar el castigo sobre los cuerpos de los herejes, los sacerdotes se encargaban de difundir todo tipo de creencias e imaginerías relacionadas con el tormento que los demonios descargarían sobre esas almas perdidas que irían a parar al purgatorio y luego al infierno, a menos que los familiares pagaran para que ella intercediera por aquellas. Al efecto, y de acuerdo con la descripción que realizó el poeta Dante Alighieri en su Divina comedia, clásica obra escrita en los albores del siglo XIV, el discurso y el espectáculo que la Iglesia creó con el fin de que todas las personas comprendieran y asimilaran sus mandatos fueron tan imaginativos como escalofriantes y perturbadores.2
Con sus dictámenes hizo saber que, tratándose de expiar y castigar el pecado, para ella y sus tribunales no había distinción de personas. Cualquiera que atentara contra los dogmas impuestos por ella debía ser sometido al santo tribunal, y castigado de manera ejemplar por la comisión de los delitos que se le imputaran. Mediante la horca, la quema o la aplicación de cualquier otra forma de ‘expiación’, la Iglesia hizo todo lo que estuvo a su alcance para ‘curar’ las culpas y los pecados de here-jía, brujería y apostasía ‘cometidos’ por esos miles de hombres y mujeres a quienes acusó de tales delitos y a quienes llevó ante los tribunales de su ‘Santa’ Inquisición.
Asimismo, y en tanto que siempre procuró mantener el monopolio y el control sobre todos los aspectos de la vida individual y colectiva de las personas, la Iglesia no escatimó esfuerzos ni recursos al momento de decapitar todo lo que pudiera significarle competencia y obstáculo para sus fines. Ya fuera que echara mano de esos pobres y desvalidos a quienes solía sindicar como herejes y hechiceros para luego quemarlos o colgarlos públicamente de modo que ese brutal espectáculo sirviera de didáctico y ejemplificante escarmiento para toda la sociedad, o bien que atenazara a esos humanistas, científicos y hasta teólogos que se atrevieron a pensar por sí mismos y a expresar sus ideas yendo a contracorriente de la doctrina oficial impuesta por ella, la Iglesia siempre se mostró dispuesta y complacida al momento de exhibir y de hacer sentir su poder sin mayores miramientos.
Al efecto, no solo apartó de su camino a ‘brujos y hechiceros’, sino que hizo todo cuanto le fue posible para apartar a los hombres ‘del árbol del saber’, de modo que ninguno de estos pudiera tomar y probar los ‘perjudiciales y nocivos’ frutos que ese árbol podía proveer. Por tal razón, y aunque ella misma se encargó de acopiar y resguardar algunos de los iluminadores tratados de filosofía, poesía, literatura y ciencia que los pensadores de la antigüedad grecorromana elaboraron, lo mismo que muchos otros que fueron traídos de Bizancio y del mundo árabe luego de que se realizaran las cruzadas que el papa Urbano II alentó y que sus sucesores continuaron fomentando durante los siglos XII a XIV con el fin de conquistar y tomar la ciudad sagrada de Jerusalén, ella también se encargó de que esos tratados no fueran conocidos, en muchas ocasiones, ni siquiera por sus propios integrantes.
De esto, lo mismo que de la producción, reproducción, uso y censura de los maravillosos textos que sus monjes y copistas elaboraron durante esa época, la Iglesia se valió para afirmar su portentoso poder. Resguardados con manifiesto celo por sus guardianes y centinelas, esos extraordinarios textos permanecieron encerrados durante siglos en los monasterios y en las abadías, mientras que afuera, privados de tan especiales y fantásticas creaciones, el resto de los hombres permanecían en perpetuo estado de ignorancia y control. De esta manera, y al tiempo que erigía sus más pomposas, deslumbrantes y hermosas catedrales de estilo gótico, como las de Saint-Denis, Colonia y Canterbury, con el fin de ‘acercar a los hombres al cielo’, la Iglesia continuó fortaleciendo y expandiendo su poder mediante la obra que sus obispos y sacerdotes realizaron haciendo un uso estratégico y monopolizado de la Biblia e infundiendo el temor entre los fieles a través de las atávicas imágenes y discursos que crearon y difundieron sobre la muerte, el purgatorio, el infierno y la condenación del alma.
Así pues, y sin desconocer que en muchos lugares hubo personas que crearon y desarrollaron ‘prácticas mundanas’ como el juego, la prostitución o la lujuria, tal y como lo describe Jacques Le Goff en distintas obras, la mayoría de las personas que vivieron durante la época medieval siempre estuvieron bajo la férula del adoctrinamiento religioso y del dominio eclesiástico; entregadas y sometidas al cultivo de la vida espiritual y dominadas por la supersticiosa imaginería que paulatinamente fue creándose a lo largo de esa histórica época durante la cual la Iglesia católica fue convirtiéndose en reina y señora de las instituciones medievales tanto por ser la ‘representante y vocera de Dios en la Tierra’ como por el ingenio que tuvo para crear los medios materiales e intelectuales que requirió para sobreponerse a los demás grupos e instituciones sociales y para alcanzar sus objetivos. Con sus sinuosas prácticas y con sus sofisticadas herramientas de control, la Iglesia fue notoriamente efectiva al momento de imponer y mantener su hegemónico poder.
Ante ese estado de cosas, resultaba imposible o muy difícil pensar que esa sociedad pudiera experimentar algún cambio significativo que reorientara su curso y su destino. Empero, y aunque no ocurrió de manera fortuita, sino que se configuró en el marco de un largo y abigarrado proceso de transformaciones económicas, sociales y culturales, esos cambios poco a poco fueron generándose desde y durante los tiempos de la Baja Edad Media, cambios que, a largo plazo, habrían de determinar el curso y la identidad de las sociedades occidentales.
El asunto, según señalan varios historiadores, empezó a incubarse desde el siglo XI y a desplegarse durante los dos siglos siguientes, tiempo en que el comercio comenzó a reactivarse en muchas zonas de Europa y en que esa actividad, desarrollada por mercaderes, banqueros y otros tantos hombres que se vincularon a ella, aparejó el resurgimiento de algunas viejas ciudades (o remedo de ciudades) y la formación de otras tantas que proliferaron en las costas o en lugares cercanos al Mediterráneo y al mar del Norte, lo mismo que en Provenza, España y en el interior del continente, como en Flandes, Normandía, la Champaña o la vasta zona del Mosa y el Bajo Rin, siendo estas últimas las que formaron y conformaron la llamada Liga Hanseática, en donde empezó a erigirse una floreciente industria manufacturera que, por lo menos durante esa época y no obstante su esplendor, no llegó a alcanzar la calidad de las mercancías que se fabricaban en Bizancio, Bagdad, Damasco o Córdoba.3
Tanto el paulatino y ascendente florecimiento del comercio como la consecuente formación de las ciudades, dice Le Goff, fueron asuntos que se vieron favorecidos por varios factores. En primer lugar, la cesación o disminución de las destructivas invasiones que los pueblos europeos de las zona mediterránea y centro-occidental históricamente habían padecido a manos de los pueblos germanos, escandinavos, euroasiáticos y sarracenos facilitaron los intercambios comerciales que comenzaron a realizarse entre distintas localidades sin que ello significara que los mercaderes y comerciantes dejaran de estar expuestos al bandidaje y al robo del que comúnmente eran víctimas al recorrer los extensos y solitarios caminos y parajes.
Igualmente, y siendo pieza clave del empuje comercial que se vivió desde esa histórica época, la producción y los intercambios de todo tipo de mercancías se vieron favorecidos por el crecimiento poblacional que empezó a observarse en muchos lugares del continente (momentáneamente detenido por la peste bubónica que se suscitó en el siglo XIV), lo cual generó, a su vez, un aumento de la demanda de bienes y productos que los productores estuvieron dispuestos a elaborar y que los mercaderes estuvieron complacidos en ofrecer trayéndolos y llevándolos de uno a otro lugar animados por las significativas ganancias que ello les representaba. Correlativamente, y siendo asunto que se desarrolló consustancialmente con las cruzadas, el comercio se extendió