Juan Carlos Chaparro Rodríguez

El mundo moderno y la comprensión de la historia


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Mirandola (1463-1494), cuando expresó que el hombre, por voluntad divina, estaba destinado a actuar libremente en procura de buscar y consumar su propia realización.

      Entonces el Supremo Hacedor decretó que, al hombre, a quien no podía conceder nada singular, le pertenecería en común, todo lo que había sido dado por Él a sus otras criaturas. […] La naturaleza conferida a todas las demás criaturas, dentro de leyes establecidas por mí mismo, las restringe y coarta. Pero tú, sin hallarte atado por ninguna estrecha ligadura, con arreglo a tu propia y libre voluntad, a cuyo poder he querido confiarte, definirás tu naturaleza por ti mismo. Te he colocado en el centro del mundo, para que desde allí puedas abarcar con la mirada cuanto en él suceda. No te he hecho ni celestial ni terrenal, ni mortal ni inmortal, con el fin de que tú mismo, pudiendo como puedes, hacerte y moldearte a tu albedrío, hagas de ti lo que mejor te parezca.17

      En tal sentido, y no obstante el férreo control social y cultural que la Iglesia católica continuaba ejerciendo y del tutelaje que las iglesias protestantes vinieron a imponer en la vida de los hombres y en la producción del pensamiento,18 los pensadores de la época fueron desbrozando el camino que lentamente habría de conducirlos hacia la exploración, vindicación y explotación de otras formas de realización humana correspondientes con lo que Romero llamó la mentalidad burguesa, es decir, esa forma de pensamiento que se orientó hacia el constante e incesante cambio del orden existente, hacia la proyección de la vida en todos sus aspectos y hacia la realización efectiva de los terrenales intereses y propósitos materiales, sociales y políticos de los hombres; y, a partir de allí, hacia la constitución de una nueva concepción de la historia en la que el hombre sería vindicado como su principal y fundamental agente.19

      Asimismo, y en virtud de esas renovadas concepciones humanistas que fueron produciéndose sobre el hombre y de esas históricas transformaciones sociales y culturales que fueron experimentando las sociedades europeas, las nociones sobre la historia también empezaron a ser resignificadas. Aunque ya san Agustín había conceptuado sobre ella asumiéndola como linealidad, universalidad y orden, fue en este nuevo contexto —y tratando de responder a las nuevas realidades, inquietudes y necesidades de la sociedad moderna— cuando se fraguó su secularización y su caracterización como progreso. En este nuevo contexto, y gracias a la secularización de todos los órdenes sociales y culturales, es decir, de la política, la filosofía, el arte y la misma naturaleza, la concepción sobre la historia, enuncia José María Sevilla, experimenta un gradual y sustancial cambio que transita “de la idea radical de Providencia a la no menos radical [idea] de Progreso como leyes históricas”.20

      Atendiendo a la necesidad de responder a las preguntas existenciales que fueron generándose a propósito de los cambios culturales e intelectuales que habían estado forjándose en el viejo continente, y en contraste con las nociones dominantes que los teólogos medievales habían creado sobre el hombre y sobre la historia, y especialmente con las que el obispo Agustín de Hipona había fijado, indicando que la historia no era otra cosa que la marcha continua que el mundo tenía que experimentar, por voluntad divina, desde su creación hasta el Juicio Final, y que ese trasegar se desenvolvía en el marco del devenir de los dos reinos —el divino y el terrenal—, algunos pensadores modernos comenzaron a concebir un conjunto de ideas a partir de las cuales afirmaron que la historia era obra y resultado de la acción y la voluntad humana, y que los hombres, en tanto que protagonistas de ella, habrían de actuar con el fin de consumar su propia realización. Aunque no fue una idea originalmente creada por esos pensadores, pues desde antiquísimos tiempos bíblicos los saduceos ya habían afirmado que “los hechos humanos […] dependen de nosotros mismos, de modo que nosotros somos causa no sólo de lo bueno que nos pasa, sino también de nuestras peores desgracias, por culpa de nuestros desatinos”,21 esa noción empezó a erigirse como uno de los más sólidos paradigmas de la nueva época histórica que estaba configurándose y así, como luego veremos, lo hicieron notar los pensadores que se encargaron de reflexionar sistemáticamente sobre el asunto hasta conformar ese particular campo de estudio que vino a llamarse “filosofía de la historia”.22

      Pero, si bien es cierto que este cambio de mentalidades y concepciones se fraguó contra los tradicionales y ataviados dogmas religiosos que hasta el momento habían regido la vida social, espiritual e intelectual de las personas, y que gracias a ello se transitó hacia la paulatina entronización del antropocentrismo, hacia la vindicación de la razón como agente rector del hombre y del mundo, hacia el desarrollo y posicionamiento del pensamiento científico, y hacia el posicionamiento que fue asumiendo la noción de progreso como paradigma de la acción y el destino humanos, ello no fue óbice para que la Iglesia continuara denostando de esas nuevas concepciones y para que tratara de impedir la proyección de esas ideas. Como tradicionalmente lo había hecho, en esta ocasión la Iglesia no solo las objetó, sino que con sus inquisidores tribunales excomulgó, condenó y persiguió a quienes las emitieron, y lo propio hizo con quienes se atrevieron a controvertir sus dictámenes y con quienes exigieron las reformas que ella requería.

      Ese, por ejemplo, fue el amargo castigo al que fue sometido el pensador Jan Hus (1370-1415) cuando fue acusado de herejía y rebeldía, y esa, igualmente, fue la amenaza que recayó contra John Wyclif (¿?-1384), William Tyndale (1494-1536) y Martín Lutero (1483-1546) debido a las traducciones vernáculas y a los usos que estos hicieron de la Biblia, lo mismo que por las opiniones y denuncias que profirieron contra la corrupción que había carcomido a la Iglesia, contra la vulgarización que esta había hecho de los auténticos mandatos de Cristo y contra la venal y disoluta conducta que los clérigos habían asumido en todas las esferas eclesiásticas. Ese también fue el castigo que los inquisidores quisieron imponerle a Galileo Galilei (1564-1642) en razón de las ideas que este planteó sobre el movimiento de los astros luego de haber realizado sus sesudas y reveladoras observaciones, y esa, igualmente, fue la condena que profirieron contra Giordano Bruno (1548-1600), el gran teólogo y humanista napolitano que se atrevió a negar el pecado, y hasta la divinidad de Cristo; a destacar la magnificencia del universo y la naturaleza; y a vindicar la inteligencia y la capacidad que el hombre tenía para aprehender y comprender su funcionamiento.23 Esta idea, condenada radicalmente en aquel tiempo por ir en contra del discurso y del orden establecidos, terminaría imponiéndose hasta constituirse en paradigma y fundamento del mundo y del pensamiento moderno, tal y como lo destacó un tiempo después el filósofo Juan Jacobo Rousseau cuando ante la Academia de Dijon exclamó con toda vehemencia:

      Qué grande y hermoso espectáculo es ver al hombre salir de la nada por sus propios esfuerzos; disipar por medio de las luces de su razón, las tinieblas en las cuales la naturaleza lo tenía envuelto; elevarse por encima de sí mismo; lanzarse con las alas del espíritu hasta las regiones celestes; recorrer a pasos de gigante, cual el sol, la vasta extensión del universo; y, y lo que es aún más grande y difícil, reconcentrarse en sí para estudiar y conocer su naturaleza, sus deberes y su fin.24

      En tal sentido, y aunque su principal objetivo no consistió en socavar la autoridad de la Iglesia ni de sus autoridades, sino en vindicar las reformas que estas requerían, ello no fue impedimento para que unos y otros fueran sindicados de apostasía y presionados para que se retractaran so pena de sufrir la excomunión y la hoguera. A esto se acogió Galileo en su momento, pero no fue esa la conducta que Tyndale, Lutero y Bruno asumieron. Excomulgados y perseguidos por los inquisidores, aquellos tuvieron que huir con tal de salvar sus vidas, pero no renunciaron a sus ideas. Su convencimiento frente a lo que estaban defendiendo fue absoluto, y así lo demostró Bruno cuando con estoico espíritu prefirió la muerte a tener que retractarse de sus ideas científicas y humanistas.

      Por su parte, y no obstante la excomunión y la persecución que recayó sobre ellos, Tyndale y Lutero reafirmaron sus denuncias y radicalizaron su postura frente a las reformas que la Iglesia requería para salir del piélago de corrupción en el que se ahogaban sus integrantes, generando así una serie de hechos y procesos que desembocaron en la agudización de la crisis en la que estaba la Iglesia; en la gestación y proyección del movimiento reformista, al que también se sumaron Ulrico Zuinglio (1484-1531), Juan Calvino (1509-1564) y otros tantos teólogos que se distanciaron del clero tradicional;25 en la incubación del gran cisma que a tal efecto padeció la