Carlos Alberto Cardona

La pirámide visual: evolución de un instrumento conceptual


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y, por otro, de los estudios de la percepción anteriores al siglo XIX. Tales aspectos pueden considerarse, en todo su derecho, como ciencia legítima y no como mera propedéutica a la investigación, a la espera de la epifanía de un paradigma esclarecedor. Kuhn no advierte que epicureístas, platónicos y aristotélicos ofrecieron sus curiosas narraciones acerca de la luz con miras a explicar el fenómeno más acuciante relacionado con la percepción visual. En otras palabras: no es la luz en sí misma lo que despertaba su curiosidad; es, más bien, el hecho de saberse afectados por ella, lo que les interesaba.

      Si el término “óptica” refiere al estudio de la percepción visual, asumir que no hay una unidad de investigación científica anterior a Newton es una evaluación injusta que anima un acercamiento peyorativo. Kuhn, con un aire de conmiseración y como un gesto de cortesía, llama “científicos” a dichos investigadores (1962/2004, p. 42). Nosotros mostramos que sí hay un sentido profundo en el que podemos denominar “ciencia” a dicha investigación. Por su parte, Turner desconoce el papel unificador que, por un lado, desempeñó la pirámide visual como instrumento conceptual, papel que nosotros pretendemos sacar a la luz en este texto; y el que, por otro, llegó a desempeñar la óptica de Kepler entre los investigadores modernos o la óptica de Ptolomeo y Alhacén entre los clásicos.

      Pretendemos mostrar que el uso de la pirámide visual como instrumento conceptual introdujo un criterio de unidad investigativa, criterio que incluso podemos llamar “paradigmático”. Este instrumento permitió avanzar en la investigación, con independencia de los diversos compromisos ontológicos que los investigadores asumieron en relación con la naturaleza de la luz. Mostramos en este libro que, gracias a esa decisión metodológica, pudo ponerse en marcha un programa de investigación que puede exhibir claras fases de progreso en el sentido de Imre Lakatos.

      Si no tenemos ninguna reserva en reconocer la actividad adelantada en el marco de tal programa de investigación como ciencia normal, en oposición a Kuhn, podremos entonces aceptar que la unidad que ata a los investigadores no tiene que ser necesariamente una unidad en torno a los compromisos ontológicos. En otras palabras, no es cierto, como pretende Kuhn, que los compromisos que rigen la ciencia normal especifican de manera necesaria los tipos de entidades que contiene el universo y también los tipos que no puede contener (Kuhn, 1962/2004, p. 33). Mostramos que puede haber unidad paradigmática en una práctica científica, sin que haya unidad en relación con los compromisos ontológicos.

      Exploramos primero, en el capítulo, los compromisos de las escuelas extramisionistas. Seguimos la propuesta de Platón (ca. 427 a. C. - 347 a. C.), recogida en el Timeo como su mejor expresión. A continuación estudiamos la propuesta intramisionista de Aristóteles y mencionamos de paso la teoría intramisionista defendida por Demócrito (ca. 460 a. C. - ca. 370 a. C.).

      Sostenemos que en el debate clásico intramisionismo-extramisionismo no hay instrumentos de control que pudiésemos calificar como “neutrales” y a partir de los cuales hubiese sido razonable inclinar la balanza en una dirección más bien que en la otra. Las críticas de Aristóteles a Platón, por ejemplo, incurren en fallas de inconmensurabilidad. Antes de haber logrado la unidad paradigmática que se consiguió con la invención de la pirámide visual, las pugnas entre una escuela y otra pueden evaluarse con el calificativo kuhniano de “precientíficas”. Mostramos que una vez adoptada la pirámide, contrario a la expectativa de Kuhn, se mantuvieron los debates más encarnizados en relación con los compromisos ontológicos y, aun así, el programa progresó gracias a la unidad que ofreció el instrumento.

      Es cierto que Kuhn reformuló después la manera de concebir el concepto de paradigma. En sus etapas posteriores, el filósofo quiso ver un paradigma, o bien como una matriz disciplinar, o bien como un repertorio de ejemplares (o de analogías) que una comunidad incorporaba con el objeto de guiar sus investigaciones (Kuhn, 1977/1982). Pues bien, la pirámide visual se puede exhibir como una analogía exitosa en la tarea de guiar a los investigadores de una comunidad.

      Nos ocupamos, después, en este capítulo, de la instauración de la pirámide visual como instrumento conceptual en la obra de Euclides. Queremos mostrar que dicho instrumento introdujo unidad en el programa de investigación, al establecer lo que hemos de considerar el núcleo firme del programa. Mostramos que a pesar de que Euclides presenta la pirámide con un lenguaje extramisionista, dicho compromiso ontológico es completamente prescindible, de suerte que hubiese sido perfectamente razonable que el instrumento se presentara con neutralidad frente al debate entre extramisionistas e intramisionistas. El instrumento permite plantear y resolver dificultades importantes sin exigir compromisos ontológicos.

      No obstante, esta neutralidad no tiene por qué conducir a un desprecio, sin más, de los compromisos metafísicos. Más bien, el instrumento genera una dinámica, en la que los componentes ontológicos tratan de cobrar sentido. Estos compromisos, aunque prescindibles, alientan la investigación, ofreciendo un aire de generalidad y necesidad.

      Al final del capítulo nos ocupamos de la primera anomalía seria que tuvo que enfrentar el programa, a saber, el hecho de que nosotros contamos con visión binocular. También presentamos el principio clásico para anticipar la formación de imágenes en espejos.

      La pirámide visual, más que una herramienta para resolver problemas, como pudieron pensar los extramisionistas que la propusieron, es una herramienta que nos permite pensar en ellos, que nos facilita el ocuparnos de ellos, el formular adecuadamente unas preguntas para las que el mismo instrumento ofrece normas de control.

      Fue Platón quien expuso la versión más clara e influyente del extramisionismo antes de que la pirámide se erigiera en paradigma instrumental. Esta versión se encuentra en el Timeo, la obra que presenta una semblanza del origen o la creación del mundo por parte del demiurgo.

      Una vez fueron creados los dioses que marchan de manera visible, el demiurgo platónico, evocado en el Timeo, les comunicó que dado que ellos (los dioses) son indestructibles en virtud de un acto de la voluntad del creador, a pesar de no ser inmortales en sentido estricto,2 tendrían que asumir la tarea de dar origen al género de los mortales, para procurar así el equilibrio que precisa un universo perfecto. El universo en su conjunto, sostiene Platón en el Timeo, hace parte de lo que es generado; ello se prueba por el hecho de que el universo es visible y tangible (Tim, 28b8). Para la creación del universo, el demiurgo tomó como modelo lo que es inmutable y permanente, pues de otra manera su obra no habría sido bella ni buena. Quiso el demiurgo que su obra se asemejara a él y para ello tuvo que dotar al universo de alma, y a esta, de razón.

      Como lo generado se reconoce por su condición de ser visible y tangible, y nada puede ser visible sin fuego o tangible sin tierra, es de esperar que estos elementos constituyan la base misma de todo lo generado. La determinación de la semejanza con la forma perfecta llevó al demiurgo a crear un universo esférico. La unidad, la esfericidad y la singularidad del universo3 obligan a que este tenga límites absolutamente lisos y sin ventanas al exterior: “Pues no necesitaba ojos, ya que no había dejado nada visible en el exterior, ni oídos, porque nada había que se pudiera oír […]. Nada salía ni entraba en él por ningún lado” (Tim, 33c1-7). Los ojos son, pues, ventanas para establecer comercio con el exterior. El universo tampoco necesitaba de manos, porque no habría nada del exterior que tuviese necesidad de acercar o alejar. Las manos se justifican como apéndices para traer hacia sí lo que interesa y alejar lo que perjudica. El demiurgo creó el tiempo como una copia grosera de su eternidad y luego creó los dioses con la condición de ser inmortales para que se asemejen a él, pero no eternos para que no resulten idénticos.

      Estos dioses inmortales asumieron la tarea de crear los seres mortales. Esta tarea no podía asumirla directamente el demiurgo, pues en ese caso su obra tendría que asemejarse estrechamente a él y con ello no se diferenciaría de los dioses que marchan de manera visible y que son inmortales. El demiurgo se limitó a plantar la simiente, para que los dioses se encargaran del resto, entretejiendo lo mortal y lo inmortal. Las almas así creadas fueron montadas en un carruaje para que pudieran contemplar, sin distinción alguna y de primera