Carlos Alberto Cardona

La pirámide visual: evolución de un instrumento conceptual


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de los objetos. Y ello se hace al modo como la cera recibe la imagen de los objetos que estampan allí su huella.19 El alma sensible se encuentra en potencia de recibir las formas sensibles de los objetos; estas formas se actualizan siempre que ellas afecten al medio interpuesto entre el objeto visto y el ojo que lo acoge.

      Una vez percibimos el objeto que se deja ver, el alma transforma su potencia en acto y adquiere la forma del objeto que percibe. Se trata, además, de una percepción de conjunto: la forma del objeto se apodera de nosotros. No se trata de una articulación que logramos a partir de los elementos que vamos capturando. Se trata, más bien, de un asalto fulminante, mediante el cual el alma resulta capturada.

      Aunque el ojo es primordialmente agua y la huella del objeto, a través del medio, se haya transferido al ojo, no es el ojo quien ve, sino el alma; de otra manera, no podríamos entender por qué negamos que los objetos en los que se refleja una imagen, los metales brillantes o el agua de un lago, tienen percepciones. El agua en el ojo es la presencia de lo transparente en nuestro interior, toda vez que la parte sensitiva del alma no reside en la superficie del ojo, sino en su interior (De sensu, 438b10).

      Pese a la clara postura intromisionista de Aristóteles, hay fragmentos que pueden inducir dudas en el lector. Esto ocurre, por ejemplo, con el análisis que adelanta el filósofo acerca de la naturaleza del arco iris:

      Es patente que la vista se refleja en todas las [superficies] lisas, y el aire y el agua están entre ellas. Se produce [la reflexión] en el aire cuando coincide que está condensado; pero, debido a la debilidad de la vista, muchas veces produce la reflexión aun sin condensación, como le ocurría a cierto [individuo] que veía débilmente y sin agudeza: en efecto, creía que, al caminar, le precedía siempre una imagen que le miraba de frente; esto le ocurría porque su visión rebotaba hacia él: pues era tan débil y absolutamente tenue, por su [estado de] agotamiento, que se convertía en espejo [para él] incluso el aire más inmediato y no podía apartarlo, como el más lejano y denso […]. Es evidente, pues, que el “arco” iris es un rebote de la vista (trad. en 1996, III 373b1-35).20

      Percibir un objeto, tanto para Platón como para Aristóteles, es, pues, permitir que el alma se ocupe de un fantasma que resulta afín al objeto; bien sea porque un efluvio nuestro salga a su encuentro, o bien porque el cuerpo imponga su huella en el medio transparente que, a su turno, nos comunica inmediatamente esa modificación.

      Puede resultar interesante tratar de entender por qué, como veremos, una comunidad entera de filósofos pudo llegar a sentirse conforme con ese tipo de explicación. Allí no sentimos que el problema resumido en La condición humana I de Magritte, del que nos ocupamos en la “Introducción”, haya encontrado un sendero adecuado para su completa solución. Quizá el problema no pueda plantearse de manera inteligible sin incurrir en inconmensurabilidades.

      “Percibir”, tanto para Platón como para Aristóteles, es aprehender de manera inmediata la forma de los objetos que detienen nuestra atención. Sin embargo, hay en estos autores una insistencia interesante: “ver” es un asunto del alma, “ver” es un verbo que conjuga el alma. No vemos con los ojos, aunque ellos sean el instrumento. Quizá esa orientación metodológica les permitió, tanto a Platón como a Aristóteles, hacer por completo caso omiso de la fisiología detallada del ojo.

      Por otra parte, ninguno de ellos se ocupa juiciosamente de la naturaleza independiente de la luz —no tenían herramientas para hacerlo—, bien sea porque la reducían a un fuego tenue cuya fuente anida en nuestro interior, o bien porque no existe como fenómeno independiente, toda vez que resulta simplemente de la actualización del ser-transparente. Aun así, cada propuesta imaginaba contar con una descripción completa de la luz o de las mediaciones que la hacían posible. Cada uno de los modelos de explicación procuraba encajar el caso de la visión en una cosmología amplia.

       [Euclides], aparte de su genio, inventó una de las más grandes metáforas de la humanidad. Es como si, al despertar de un sueño, hubiese expresado: “La geometría es mi metáfora”

      C. M. Turbayne (1962, p. 68)21

      La breve descripción que hemos presentado de las escuelas extramisionistas e intramisionistas parece darle, en principio, toda la razón a Kuhn. Definitivamente, no se logró, en la Grecia antigua, un punto de vista unificado en torno a la naturaleza de la luz. Ninguna de las aproximaciones logró cautivar a la mayoría de investigadores como para que se empezara una elaboración paradigmática. Precisamente por eso, no se contó con criterios aceptados por la mayoría para discriminar entre, por un lado, soluciones bien encaminadas o acertadas a los problemas y, por otro, orientaciones sin autoridad o legitimidad alguna. Cada escuela rival abrazaba su propia metafísica y su propia teoría general del conocimiento, cada una cultivaba y protegía los fenómenos ópticos que esgrimía a su favor. Los diálogos, a lo sumo, se reducían a descalificar una cosmología, aduciendo la superioridad de la propia. ¿Podría esperarse progreso alguno en caso de perpetuarse esa dinámica? No creo que haya dificultad en conceder una respuesta negativa a la pregunta. En contraste con estos desencuentros, la gran invención de Euclides estableció un punto de acuerdo, un punto que hizo posible, como mostramos en la presente investigación, etapas de desarrollo progresivo, en el sentido de Lakatos. Aclaramos, sin embargo, que dichos acuerdos eludían preguntas básicas acerca de la naturaleza de la luz y del sensorio.

      Dado que el punto de acuerdo que pretendemos desenterrar tiene que ver exclusivamente con el uso exitoso de un instrumento, mostramos que los compromisos ontológicos que ataban a los investigadores en el marco del programa a una u otra escuela eran por completo prescindibles. Ninguno de tales investigadores participó en el programa sin asumir compromisos ontológicos; no obstante, al examinar con cuidado sus aportes, es posible poner en evidencia que no se necesitaba de tales compromisos. El instrumento, como lo exponemos en este libro, podía ponerse en funcionamiento con el lenguaje y los compromisos ya sea de un extramisionista o de un intramisionista. Mostramos entonces que las pretendidas fases de progreso no tienen por qué explicarse en función de acuerdos ontológicos que hubiesen llegado a ser paradigmáticos. Más aún, sostenemos que la tensión entre adherentes a una u otra escuela se mantuvo como trasfondo de los debates y ello no constituyó óbice alguno para que el programa de investigación progresara, mientras mantenía firme el compromiso de conservar incólume el instrumento conceptual.

      Entre los griegos se pueden distinguir tres ramas asociadas a los estudios ópticos: la óptica propiamente dicha, la catóptrica y la escenografía.22 La primera se ocupa de los rasgos geométricos asociados con la percepción visual; la segunda estudia tanto la reflexión de la luz en superficies pulidas (espejos planos o esféricos), como la refracción a través de medios diversos, y la tercera estipula técnicas bajo las cuales conviene dibujar las imágenes de los edificios para los instrumentos de utilería teatral.23

      No existe un claro consenso entre los comentaristas a propósito de la autenticidad de las obras de óptica y catóptrica que se atribuyen a Euclides. Hay varios, y de hecho fuertes, indicios de que no se trata del mismo estilo del autor de Elementos. El más fuerte indicio tiene que ver con la comparación del rigor que se exhibe en Óptica (trad. en 2000a) y en Elementos (trad. en 1956), comparación que no favorece al primer escrito. No obstante, hay tan claros parecidos de familia en la forma de tratar los problemas, que podemos pensar que si la obra no es del mismo Euclides, el escrito debe pertenecer a un discípulo cercano. Sin mayores prevenciones, toda vez que no nos interesa hacer arqueología, pondremos en boca de Euclides todo aquello que se suscribe en los tratados referenciados.

      Euclides, a pesar del lenguaje que usa en la presentación, no parece estar interesado en desentrañar las operaciones del alma que le permiten contemplar una imagen o un fantasma afín. Se interesa más por las apariencias que adquiere dicho fantasma. Por ello, en principio no es necesario tomar partido ora por una posición intromisionista, ora por una posición extramisionista. Su contribución puede usarse como esquema en cualquiera de las posiciones que queramos adoptar. Si bien es cierto que Euclides usa un lenguaje