Carlos Alberto Cardona

La pirámide visual: evolución de un instrumento conceptual


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Platón se equivoca; ha mostrado, simplemente, que cuenta con otras categorías que encajan en una cosmología diferente, para lograr ofrecer lo que, en principio, parece una explicación.

      La teoría de las emanaciones, bien sea las que se originan en el ojo, o las que llegan a él, subrayan el papel dinámico de algún tipo de contacto. Ver un objeto sería algo análogo a tocarlo, ora con efluvios enviados desde el ojo, ora con proyectiles emanados del objeto (atomistas). Aristóteles, en oposición a sus antecesores, se resiste a explicar la sensación como el contacto que surge de emanaciones; prefiere hablar de ella como el resultado del movimiento del medio por la acción del sensible sobre este. La preferencia por la acción del medio se puede justificar así:

      Una prueba evidente de ello es que si colocamos cualquier cosa que tenga color directamente sobre el órgano mismo de la vista, no se ve. El funcionamiento adecuado, por el contrario, consiste en que el color ponga en movimiento lo transparente —por ejemplo el aire— y el órgano sensorial sea, a su vez, movido por éste [sic] último con que está en contacto. No se expresa acertadamente Demócrito en este punto cuando opina que si se produjera el vacío entre el órgano y el objeto, se vería hasta el más mínimo detalle, hasta una hormiga que estuviera en el cielo. Esto es, desde luego, imposible. En efecto, la visión se produce cuando el órgano sensorial padece una cierta afección; ahora bien, es imposible que padezca influjo alguno bajo la acción del color percibido, luego ha de ser bajo la acción de un agente intermedio […] por tanto, hecho el vacío, no sólo no se verá hasta el más mínimo detalle, sino que no se verá en absoluto (Aristóteles, De anima, 419a12-22).

      La sensibilidad es, para Aristóteles, una afección que padece el alma. Los cuerpos naturales se dividen entre aquellos que tienen vida, es decir, se alimentan, crecen y envejecen; y aquellos que no la poseen. Los seres vivos, en tanto entes, son un compuesto de materia y forma; la primera no determinada por sí, mientras que la segunda es aquello en virtud de lo cual la primera se halla determinada. El alma es, según Aristóteles, la forma (entelequia) del cuerpo que en potencia tiene vida; es decir, del cuerpo que posee en sí mismo el principio del movimiento.11

      El principio de movimiento, unido a la disposición de conseguir alimento para crecer, constituye la expresión más primitiva de vida —facultad nutritiva— y está presente, de hecho, en todos los seres vivos. Esta forma de ser vivo es, también, la única manifestación de vida presente en las plantas. Los animales, por el contrario, poseen, además de la facultad nutritiva, una facultad sensitiva, cuya expresión más primitiva es el tacto. Olfato, audición y visión se dan solo en los animales capaces de moverse, pues de otra manera no podrían buscar alimento o huir del peligro. Los seres humanos, además de la nutrición y la sensación, poseen las facultades deliberativa y discursiva. Así las cosas, Aristóteles nos ofrece un paisaje estratificado de facultades del alma: nutrición, sensación, intelección.

      ¿Qué les falta a las plantas para llegar a tener sensación? La sensación es la capacidad de recibir las formas de los objetos sin su materia. Las plantas, en efecto, pueden ser afectadas por el contacto físico con otros objetos que llegan a tocarlas. No obstante, estos efectos no merecen el nombre de “sensaciones”, porque no constituyen de suyo una recepción de formas sin materia. Para que esta recepción sea de alguna manera posible, el ser vivo necesita de órganos que posibiliten la mediación. Las plantas carecen de dichos órganos.

      La recepción sensible exige que el individuo sea alterado (sensación) y esté en condiciones de padecer dicha afección (percepción). La sensación, como lo reseña Guthrie, es una excitación del alma a través del cuerpo (1993, vol. 6, p. 304). La facultad sensitiva consiste en ser, en potencia, cualquiera de las formas sensibles, a la espera de ser afectada por una de ellas; cuando esto ocurre, se da una suerte de coincidencia entre el objeto percibido y el fantasma que llamamos “visión”: “[La facultad sensitiva] padece ciertamente en tanto no es semejante, pero una vez afectada, se asimila al objeto y es tal cual él” (Aristóteles, De anima, 418a5). Así, un sentido particular no puede equivocarse cuando discierne acerca del sensible que le es propio.

      Aristóteles, quien es experto en taxonomías, distingue entre sensibles por sí y sensibles por accidente. Si digo “percibo a María, quien viste de rojo”, es el rojo el que percibo en sí, en tanto que el hecho de percibir a María, quien precisamente viste de rojo, se percibe por accidente. Los sensibles por accidente no son tales en sentido estricto; ellos son el producto de la interpretación o la inferencia por asociación. Por otra parte, los sensibles en sí se distinguen entre propios y comunes: el primero es aquel que no puede ser percibido por ningún otro medio u órgano; en este caso, el color es propio de la visión, el sonido de la audición y el sabor del gusto. El segundo es aquel sensible que se puede captar por diversos órganos: movimiento, número, figura y tamaño.12

      Ahora bien, ¿qué es, pues, el color? “Todo color es un agente capaz de poner en movimiento a lo transparente en acto y en esto consiste su naturaleza” (Aristóteles, De anima, 418b).13 El color no se presenta como una cualidad de la luz;14 es el resultado de la facultad de su portador para actualizar cierta afectación en aquel medio que tiene la facultad de recepción que denominamos “transparencia”.

      La luz no es, entonces, un algo que lleva información de un lugar a otro —cualquiera que sea el significado que le demos a “información”—; la luz (iluminación mejor) es la actualización en un medio (lo transparente) de una potencia que se despierta gracias a la presencia del agente coloreado.15 La luz no es un algo con existencia independiente, sino un estado de otra cosa (de lo transparente). No vemos los objetos gracias a que rayos de luz (como si fueran efluvios de proyectiles o similares) estimulen cierto tipo de actividad receptiva en nuestros órganos de periferia; lo hacemos porque todo el medio circundante (lo transparente) actualiza las cualidades sensibles (el color) y las replica de manera instantánea hasta las vecindades de los órganos de periferia. Lo transparente, entonces, recibe las formas visuales de los objetos, sin apropiarse de su materia.

      Finalmente, el alma —que también es receptora de formas sensibles, sin identificarse con lo transparente— actualiza el color correspondiente. Es este acto final el que de suyo merece el nombre de “sensación”. Es allí donde se realiza plenamente el sensible del objeto.

      Aristóteles propone como definición de “transparencia” la siguiente: “llamo ‘transparente’ a aquello que es visible si bien —por decirlo en una palabra— no es visible por sí, sino en virtud de un color ajeno a él” (De anima, 418b5). Ejemplos de transparencia se encuentran en el aire y el agua, pero no lo son en virtud de su cualidad común asociada —humedad—, sino por el hecho de compartir una cierta naturaleza con el material presente en la región celeste.16

      Estas definiciones llevan inexorablemente a concebir la luz como el acto de lo transparente en tanto transparente y nos alejan de intentar hacerla inteligible a la manera de un cuerpo o un efluvio: “La luz es, pues, como el color de lo transparente cuando lo transparente está en entelequia bajo la acción del fuego o de un agente similar al cuerpo situado en la región superior del firmamento” (Aristóteles, De anima, 418b12-14).17

      Los objetos que están rodeados de un medio transparente pueden actualizar, en este, su propio color, siempre que lo transparente se haya actualizado gracias a la presencia de alguna forma de fuego (iluminación); esta actualización es disparada en capas del medio circundante hasta activar, en forma similar, la facultad receptiva de nuestra alma. ¿Toma algún intervalo de tiempo tal multiplicación de actualizaciones? ¿Podemos, entonces, asociarle una velocidad a la luz, como supone Empédocles, aunque este reconozca que tal velocidad nos pasa inadvertida? Aristóteles halla absurda esta suposición:

      Tal afirmación [la de Empédocles], desde luego, no concuerda ni con la verdad del razonamiento ni con la evidencia de los hechos: y es que cabría que su desplazamiento nos pasara inadvertido tratándose de una distancia pequeña; pero que de oriente a occidente nos pase inadvertido constituye, en verdad, una suposición colosal (De anima, 418b24-28).

      La actualización ha de ser, entonces, instantánea y simultánea en todas las regiones circundantes