de enfrentarte a curas y a soldados? –Ante el mudo gesto de asentimiento, Bonifacio Cabrera añadió–: ¿Cómo?
–Aún no lo sé, pero lo averiguaré.
–Me gustaría tener la fe que tienes en ti mismo.
–Sin esa fe no hubiese conseguido sobrevivir en un continente desconocido, y más ahora que sé que perder a Ingrid sería aún peor que perder la vida.
–Me alegra comprobar que tantos años de búsqueda valieron la pena –señaló el otro al tiempo que extendía una mano que Cienfuegos estrechó con fuerza–. No sé cómo diablos lo haremos, pero la sacaremos de esa fortaleza o nos dejaremos la piel en el intento. Dos gomeros decididos a todo son mucho gomero.
–¿Andando entonces?
–Andando… –afirmó al tiempo que señalaba humorísticamente su pata renca–. ¡Dentro de lo que cabe!
A la caída de la tarde divisaron desde las colinas del oeste las primeras edificaciones de la capital, que se desparramaban junto a la desembocadura del río y entre las que destacaba la oscura silueta de la alta fortaleza que dominaba el puerto no lejos del punto en que el almirante Colón había ordenado levantar su negro alcázar.
Espesos bosques y altivos palmerales se alzaban hasta el borde mismo del mar, y pasarían muchos años antes de que la lujuriante vegetación que cubría casi por completo el agreste País de las Montañas dejara paso a inmensas plantaciones de café o caña de azúcar, por lo que tenía razón Cienfuegos al asegurar que en Santo Domingo se sentía casi tan seguro como en la misma selva, dado que existían edificios cuya fachada se abría a una amplia plaza pese a que por sus espaldas treparan las lianas.
La capital de La Española, en la que muy pronto se alzarían la primera catedral y la primera universidad del Nuevo Mundo, no era, a mediados de marzo de 1502, más que una especie de minúscula gota de agua en un océano de vegetación, y al igual que había ocurrido con la olvidada Isabela, tragada ya por la maleza, bastarían unos años de abandono para que de sus altivos edificios no quedase ni un mísero recuerdo.
Se detuvieron, por tanto, junto al ancho tronco de una ceiba que parecía marcar la frontera entre el pasado y el futuro de la isla, y hasta el que llegaban las voces de los borrachos que alborotaban en las tabernas del puerto, e incluso los ronquidos de un durmiente en la más próxima de las cabañas, puesto que la mayoría de las edificaciones de la flamante capital no eran más que simples tinglados de adobe y paja, aunque una docena de casitas de piedra y dos iglesias de anchos muros y rojas tejas evocaban en cierto modo a los villorrios del sur de España.
–No deberías pasar de aquí –señaló Cienfuegos aferrando a su amigo por el brazo–. Todo el mundo te relaciona con Ingrid.
–De poca ayuda te serviría si me escondo.
–De menos si te atrapan.
–¿Pero qué puedes hacer solo?
–Lo que he hecho siempre –puntualizó el cabrero–. Observar, escuchar y actuar en el momento oportuno. Si confías en Sixto Vizcaíno quédate en su casa y cuida de los chicos. Yo me ocuparé del resto.
Se abrazaron con afecto, pero cuando estaban ya a punto de separarse, el renco señaló:
–Recuerda que si te tropiezas con el capitán De Luna eres hombre muerto. Con esa melena roja te reconocerá pese al tiempo que ha pasado desde que te vio por última vez.
–Lo tendré en cuenta. ¡Adiós y suerte!
Minutos más tarde el gomero se había perdido de vista entre las solitarias callejuelas de la ciudad dormida, puesto que salvo los sempiternos trasnochadores que frecuentaban tabernas y lenocinios, la mayoría de sus habitantes preferían retirarse pronto, levantarse al alba y hacer los trabajos más duros antes de que hiciese su aparición el insoportable bochorno del mediodía. El clima de La Española, húmedo, caliente y pegajoso, agobiaba a unos castellanos más habituados al intenso frío de la alta meseta peninsular, o los secos veranos asfixiantes, y debido a ello se habían visto obligados a abandonar gradualmente la amada costumbre de mantener largas tertulias hasta altas horas de la noche, por lo que no se distinguían ya más luces que las de dos tímidas farolas en la Plaza de Armas y un par de abiertas ventanas en el mayor de los prostíbulos, ni se advertía más movimiento que el de una pareja de perros vagabundos que olisqueaban altas pilas de basura.
El gomero descubrió, sin embargo, que un centinela dormitaba apoyado en el quicio de la puerta de la casa de Ingrid, por lo que se vio obligado a dar un amplio rodeo para saltar ágilmente la tapia del jardín posterior y permanecer largo rato inmóvil junto al frondoso flamboyán bajo el que ella solía leer a la caída de la tarde.
Rozó apenas el brazo del alto sillón de mimbre, murmuró su nombre como si en verdad confiara en obtener respuesta, y alejó de su mente la idea de que pudieran haberle causado daño alguno, prefiriendo suponer que se encontraba a salvo, esperando que fuera a rescatarla, pues tenía plena conciencia de que el simple hecho de imaginar que alguien la había tocado le nublaba la mente y necesitaba más que nunca tener muy claras las ideas.
Penetró en la casa por la ventana del cuarto de Haitiké, y recorrió como una sombra más de las tinieblas los familiares salones y pasillos, con la misma calma y economía de gestos con que solía moverse cuando acechaba a una bestia en la jungla o trataba de hacerse invisible a los ojos de sus perseguidores.
Cienfuegos sabía ser silencio en el silencio, y el silencio era el único dueño de la casa a aquellas horas, por lo que ni siquiera crujió una tabla bajo su pie, chirrió una puerta, o se percibió el más leve rumor a su paso, llegando de ese modo al amplio dormitorio sobre cuya ancha cama tantas veces amó a la más perfecta mujer que nunca había existido, y donde una cálida noche ella le confesó que esperaban un hijo.
Se embriagó del perfume de las sábanas y tanteó el punto en que ella apoyaba la cabeza, para tenderse luego cara al cielo y soñar por un instante que aún soñaba a su lado.
Los largos años de separación y el convencimiento de que jamás volvería a verla habían conseguido hibernar su amor como semilla enterrada bajo metros de nieve, pero el simple calor de su presencia había permitido que esa semilla germinara con más fuerza que antaño, hasta el punto de que en aquellos momentos se le antojaba inconcebible la vida en solitario.
Tumbado en la oscuridad meditó durante toda la noche, rechazando una tras otra las mil disparatadas ideas que acudieron a su mente, puesto que la lógica desesperación le impulsaba a aferrarse a ilusiones que carecían por completo del más mínimo fundamento, y no cabía confiar en que ningún cerril misacantano de cerebro de mosquito se aviniera a aceptar el hecho de que en un mundo desconocido de allende el océano existiese un líquido negro y maloliente que tenía la virtud de flotar sobre las aguas y que en determinadas circunstancias era capaz de arder convirtiendo el universo en un infierno.
Semejante fenómeno no constaba desde luego en las Sagradas Escrituras, ni mucho menos en las Reales Ordenanzas, mientras que por el contrario Fray Tomás de Torquemada se había apresurado a advertir muy seriamente en sus temidas Instrucciones a los Inquisidores del peligro que corrían quienes se esforzaban por achacar a la inocente Naturaleza actos que había que atribuir sin duda alguna a la maligna intervención del astuto Ángel Negro.
Había que descartar toda opción al diálogo y al convencimiento racional de que el incendio del navío y el consecuente fallecimiento de algunos de sus tripulantes habían sido fruto de la astucia y no de inconfesables pactos demoníacos, sin que quedara más opción que el uso de la fuerza para salvar de la hoguera a una mujer que no había cometido otro delito que amar desesperadamente a un hombre.
¿Pero cómo conseguiría sacar a Ingrid del interior de una prisión guardada por medio centenar de centinelas? Se esforzó por recordar punto por punto el emplazamiento y distribución de la temida fortaleza en la que tantos hombres habían sido ejecutados en los últimos tiempos, pero llegó a la conclusión de que necesitaba encontrar la forma de penetrar en ella y conocerla a fondo, por lo que el alba le sorprendió en el coqueto gabinete de Ingrid, dedicado a la