Alberto Vazquez-Figueroa

Brazofuerte. Cienfuegos V


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absoluto –fue la tranquila respuesta–. Loco estaría si arriesgara mi brazo, que es hoy por hoy mi única fuente de ingresos, por menos de ese precio.

      –¡Dejadme verlo!

      Se subió la manga y lo mostró a la curiosidad de los militares.

      –No es más que un brazo… –señaló uno de ellos–. No le veo nada de extraordinario.

      –Traed el dinero entonces…

      Cienfuegos lo dijo en tono displicente, convencido como estaba de que el monto de la cifra impresionaba a unos hombres tan escasos siempre de recursos y que a la hora de arriesgarlos preferirían hacerlo apostando por la dureza del cráneo de una mula.

      –Se me antoja que no sois más que un fanfarrón de tres al cuarto.

      El gomero lanzó una larga mirada de soslayo al esmirriado y barbilampiño muchachito que había lanzado tan alegremente semejante acusación, y sin perder en absoluto una calma que constituía en esos momentos su única arma, replicó sonriente:

      –Con alguien como Vos podría arriesgarme a una pequeña demostración, ya que me bastaría la mano izquierda para romperos la cabeza, y si recuperáis el conocimiento antes de cinco horas, invito a cenar a toda la guarnición.

      La tez del lechuguino tomó un tinte cerúleo e hizo ademán de echar mano a su espada, pero pareció pensárselo mejor puesto que a primera vista aquella especie de impasible gigante de ojos gélidos parecía en condiciones de cumplir su promesa.

      –¿Nadie os ha advertido que esa forma de hablar os puede acarrear graves problemas? –inquirió al fin, esforzándose por evitar que la voz le temblara.

      –A diario.

      –¿Y…?

      –Jamás he tenido problemas. –El gomero sonrió como un niño–. Ni los busco –añadió–. Me limito ha ofrecer un trato a quien quiera aceptarlo. Si reúne la cantidad convenida, seguimos adelante. En caso contrario… ¡Tan amigos!

      –Reuniremos ese dinero.

      –Me alegra oírlo. El mío se impacienta.

      –En verdad que estás loco –fue el lógico comentario del renco Bonifacio cuando esa misma noche Cienfuegos acudió a verle a casa de Sixto Vizcaíno para contarle sus progresos–. ¿Cómo se te ocurre provocar a toda una guarnición? –Lanzó un sonoro bufido–. ¡Nunca lograré entenderte! –añadió–. En lugar de buscar su colaboración para salvar a Ingrid, te enfrentas a ellos… ¿Qué diablos persigues con semejante actitud?

      –Intrigarlos –fue la sincera respuesta.

      –¿Intrigarlos? –se asombró el otro–. ¿Con qué fin?

      –Con el de conseguir que me franqueen las puertas de La Fortaleza. Si intentara ganar su amistad, lo más probable es que me las cerrarían a cal y canto, pero no lo harán si solo creen que trato de estafarlos. –Hizo una corta pausa–. Y ten por seguro que ninguno de ellos me ayudará a salvar a Ingrid. Eso tengo que hacerlo a mi manera. Y mi manera es esta.

      –La más estúpida.

      –Quizá no –puntualizó–. Quienes están tan acostumbrados a sospechar de todos no suelen sospechar de quien llama demasiado su atención. Ahora su mayor preocupación estriba en despojarme de esos mil maravedíes.

      –¿Y qué harás cuando te los ganen, aparte del ridículo…?

      –Pagar, si es que pierdo.

      –¿Lo dudas? –se asombró el renco–. ¿Es que acaso alguna vez has intentado matar una mula de un puñetazo?

      –No –fue la burlona respuesta del cabrero–. Y por eso mis posibilidades siguen intactas; puedo conseguirlo, o no conseguirlo. –Rio divertido–. ¡Las apuestas están a la par!

      –¡No me hace gracia! –masculló el otro malhumorado–. Lo que está en juego es la vida de Ingrid, y se diría que no te lo tomas en serio.

      –Me lo tomo mucho más en serio de lo que imaginas –le hizo notar el gomero–. Y puedes creerme si te digo que no veo otro camino que el que estoy siguiendo… –Le apretó con afecto el antebrazo–. ¡Confía en mí! –pidió–. De momento he conseguido averiguar que está bien y que no piensan tocarla hasta que nazca el niño. Por lo visto para la Inquisición es mucho más importante la vida de un feto que la de un ser humano.

      –Para ellos cualquier cosa es más importante que la vida de un ser humano, y si te descubren acabarás en la hoguera.

      –Si morir en la hoguera es el precio que tengo que pagar por la vida de Ingrid, estoy dispuesto –replicó su amigo con absoluta naturalidad–. Pero antes de llegar a eso pienso dar mucha guerra. Aún sé cosas que ellos ignoran.

      –¿Como qué?

      –Como que en determinadas circunstancias, incluso un niño puede matar a una mula de un puñetazo. Es solo cuestión de astucia… ¡Y mucha fe!

      Fray Bernardino de Sigüenza, comisionado por el gobernador don Francisco de Bobadilla para llevar a cabo las primeras investigaciones en torno a la grave acusación de brujería que pesaba sobre la alemana Ingrid Grass, a la que en La Española nadie conocía más que como doña Mariana Montenegro, era un rezongante y minúsculo hombrecillo cuyo enclenque esqueleto bailaba dentro de un astroso hábito de franciscano que más bien parecía hacer las veces de tienda de campaña, pues tanta era la mugre que lo cubría, que su rigidez obligaba a pensar que su dueño podía entrar y salir de él dejándolo en pie en mitad de la calle.

      Fray Bernardino de Sigüenza tenía sarna, pulgas y piojos, olía a sudor y ajo a diez metros de distancia y se limpiaba insistentemente el moquillo que le goteaba como un grifo de la enorme nariz con un hediondo trapajo que guardaba en la manga, y cuya sola visión obligaba a volver la vista hacia otra parte o se corría el riesgo de sentir arcadas.

      Para ser aún más concretos a la hora de describirle, bastaría con asegurar que Fray Bernardino de Sigüenza produciría náuseas a los sapos de una ciénaga, pero, como compensación a su repelente aspecto físico, poseía una privilegiada mente analítica y, lo que era aún más importante, un generoso corazón rebosante de fe en Dios y en los seres humanos.

      Fue por ello su odiosa apariencia, más que sus apreciables virtudes, lo que empujó al gobernador Bobadilla a confiarle el desagradable menester de improvisado inquisidor, influido quizá por el hecho innegable de que aún no había en la isla ningún auténtico representante de la Santa inquisición, y el fétido mocoso era a todas luces el fraile de más siniestro aspecto de cuantos habían atravesado hasta el presente el Océano Tenebroso. En un principio Fray Bernardino de Sigüenza se sintió profundamente molesto y casi ofendido por tan injusta y caprichosa designación, pero en cuanto estudió el caso y mantuvo una primera entrevista con la acusada dio gracias a Dios por que se le brindase la oportunidad de llegar al fondo de unos hechos que cualquier otro inquisidor, especialmente si se hubiera tratado de un dominico, habría despachado por el expeditivo procedimiento de enviar sin mayor dilación a su víctima a la hoguera.

      Y es que Fray Bernardino de Sigüenza no tenía necesidad de que le demostraran la existencia de Dios, puesto que veía su mano en cada árbol, cada río o cada criatura de este mundo, pero sí buscaba ansiosamente pruebas de la existencia del demonio, puesto que su tan aireada maldad tan solo era visible en el execrable comportamiento de algunos seres humanos.

      Si era cierto que el temido Ángel Negro tenía el poder de hacer arder las aguas de un lago y apoderarse de la voluntad de una hermosa dama de dulce apariencia convirtiéndola en bruja y asesina, el buen fraile se sentía en la obligación de descubrir qué tortuosos métodos utilizaba «El Maligno» para llevar a cabo tan nefandos prodigios.

      –Si en verdad creéis que lleváis al demonio en vuestro interior, decídmelo y lucharemos juntos por