Alberto Vazquez-Figueroa

Brazofuerte. Cienfuegos V


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un interrogatorio, que comenzaba a hacerse obsesivo–. ¿Tenéis alguna explicación que dar a lo acontecido en el lago?

      –Tan solo que en este Nuevo Mundo ocurren cosas a las que no estamos acostumbrados, y tal vez por ello se nos antojan sobrenaturales –replicó la alemana esforzándose por mostrar un recogimiento que estaba muy lejos de sentir–. ¿Acaso se os ha pasado por la mente ir allí y asistir a semejante fenómeno?

      –¿Insinuáis que debo participar en un acto de brujería para creer en él?

      –Unicamente insinúo que deberíais presenciarlo para determinar si se trata o no de brujería.

      –No necesito viajar para entender que si las aguas arden cuando el Creador dispuso que apagaran el fuego es porque una mano muy poderosa ha tenido que intervenir en ello.

      –¿Más poderosa aún que la del Creador, ya que es capaz de transformar sus leyes?

      –Peligroso camino es ese –le hizo notar Fray Bernardino sin conseguir evitar una mirada de soslayo a las anotaciones del escribano.

      La advertencia dio sus frutos, pues obligó a recapacitar a la alemana sobre la necesidad de medir sus palabras y no aceptar un combate dialéctico en el que su oponente llevaba siempre las de ganar, pues estaba claro que si se sentía vencido acabaría por enviarla al potro de la tortura.

      Buscó por tanto desesperadamente en su memoria las confusas explicaciones que en su día le diera el gomero Cienfuegos de los motivos por los que aquel líquido negruzco y repelente que afloraba al lago tenía la curiosa propiedad de arder con mucha más rapidez e intensidad que el más reseco de los matojos, pero visto desde el interior de una tétrica y lejana mazmorra todo ello se le antojaba pueril e inconsistente, llegando a la conclusión de que de no haber sido testigo de tan terrible escena, ni siquiera ella misma se sentiría en disposición de aceptar que había ocurrido.

      –¡Perdonad! –musitó al fin bajando el rostro para contemplarse las uñas que se había clavado en el dorso de la mano–. La tensión me obliga a decir cosas que están muy lejos de mi ánimo, pero puedo jurar que nada tuve que ver con aquel desgraciado incidente, y que fui la primera en asombrarme por cuanto sucedió en el lago.

      –¿Quién efectuó en ese caso el exorcismo?

      –¿Exorcismo? –se asombró–. No hubo tal exorcismo.

      –Veo que os resistís a colaborar –se lamentó el otro abriendo las manos en un ademán que pretendía hacerle notar que en tales circunstancias poco podría hacer en su favor–. Si Vos no lo hicisteis, alguien tuvo que hacer algo para que ese agua ardiera… ¿Quién fue?

      –Lo ignoro.

      –Sabido es que si el acusado no tiene defensa, ni está en condiciones de acusar a alguien en su lugar, es que es culpable.

      –¿Quién afirma semejante monstruosidad?

      –Corvado de Marburgo.

      –No me sorprende. Corvado de Marburgo fue un carnicero sediento de sangre, a quien el propio papa tuvo que llamar la atención por su desatado fanatismo. –La alemana hizo una corta pausa–. Y dudo mucho que dijera tal cosa, puesto que no dejó documentos escritos, ni manual alguno de sus métodos, sistemas, o actuaciones.

      –Mucho sabéis sobre él.

      –De niña mi padre me llevó al palacio de Maguncia, donde se celebró el concilio que le denostó, y al lugar en que fue asesinado cerca de Marburgo. Los peregrinos aún escupen cuando pasan bajo aquel olmo.

      –¿Ya de niña os preocupaban los asuntos relacionados con el Santo Oficio?

      –Jamás tuvieron por qué preocuparme hasta hace tres días –replicó doña Mariana en tono tranquilo–. Mi conciencia siempre estuvo limpia, mi fe en Dios intacta, y mi devoción por la Virgen cada día más fuerte. Ella me librará de todo mal.

      –Me alegra oír eso –admitió el inquisidor en tono sincero–. La Virgen es siempre la mejor abogada en estos casos, aunque por desgracia, hasta el mejor abogado necesita pruebas con que defender a un acusado. Dadme un nombre, ¡solo uno!, y comenzaré a creer en vuestro arrepentimiento y vuestros deseos de colaborar con la justicia.

      Resultaba a todas luces evidente que Ingrid Grass amaba a tal punto al canario Cienfuegos que ni ante la eventualidad de morir en la hoguera se le pasaría por la mente la idea de acusarlo de haber provocado el incendio del lago Maracaibo, por lo que se limitó a observarse una vez más unas manos que comenzaban a obsesionarla, para replicar en el mismo tono reposado y machacón:

      –Os repito que ignoro quién pudo realizar semejante exorcismo. Y quien me acusa, miente. Se trata de su palabra contra la mía.

      –En efecto, pero a él nadie le acusa de nada y eso le hace más digno de crédito que Vos.

      Semejante frase demostraba que si bien Fray Bernardino de Sigüenza jamás había sido inquisidor, sí estaba, no obstante, perfectamente al corriente de los tortuosos métodos dialécticos que estos solían utilizar, y que se basaban en la indiscutible premisa de que todo ser humano debía ser considerado culpable mientras no estuviese en condiciones de demostrar lo contrario. Y fue precisamente ese perfecto conocimiento de las triquiñuelas del sistema a seguir, lo que le impulsó a no prolongar en exceso el interrogatorio, consciente de que el miedo ganaría en intensidad y hondura a partir del instante en que la víctima se quedara a solas en el interior de una mazmorra.

      Desde que en los albores del 1200 el papa Inocencio III creara el Santo Oficio como instrumento de lucha contra las herejías cátara y valdense, el terror que su solo nombre provocaba tras las bestiales actuaciones de hombres como Roben le Bougre, Pedro de Verona, Juan de Capistrano, Raimundo de Peñafort, Bernardo Guí, y sobre todo el sádico Corvado de Marburgo, bastaba la mayoría de las veces para vencer todas las resistencias y aniquilar todas las voluntades, pues sabido es que desde el momento en que Adán y Eva fueron expulsados del Paraíso, nada destruye con más facilidad a un ser humano que la sensación de saberse indefenso frente a un oscuro poder desconocido.

      Ninguna imaginación ha conseguido crear un instrumento de tortura que supere al que es capaz de imaginar el reo que aguarda dicha tortura, puesto que la mente humana va siempre más allá de lo que conseguirá llegar el hombre por mucho que se lo proponga.

      Aquella primera visita a doña Mariana en su celda había abonado convenientemente la tierra plantando la semilla que habría de provocar el definitivo resquebrajamiento de su ánimo por fuerte que este fuera, pues otra de las normas básicas de actuación de los inquisidores se centraba en el hecho de que la Santa Iglesia nunca tenía prisa, por lo que un acusado podía pasar veinte años rumiando su desdicha en una mazmorra antes de que se le juzgase y condenase definitivamente. Y ni siquiera le cabía la esperanza de que la muerte viniera a liberarlo, puesto que se habían dado casos en los que el cadáver de un reo había sido exhumado décadas más tarde, para verse juzgado y quemado teniendo que soportar que se aventaran sus cenizas para que de ese modo no pudiera alcanzar la paz eterna y todos sus bienes pasaran al clero.

      Esa seguridad de que se luchaba con una impávida institución que carecía de alma, rostro o sentido del tiempo, aumentaba a tal punto la sensación de impotencia y desaliento de sus víctimas que con frecuencia estas preferían admitir de inmediato sus culpas –cualesquiera que fuesen las culpas que quisieran imputarles– antes que soportar años de dudas y angustias sobre su incierto futuro.

      Aunque, por lo general, no solía ser una rápida y total confesión lo que el Santo Oficio pretendía, dado que en ese caso su labor se hubiese limitado a actuaciones aisladas en el tiempo y desconectadas entre sí, lo que a la larga no hubiesen surtido el deseado efecto de ser considerado una especie de invisible poder o capaz de controlar todas las vidas y todos los estamentos de la sociedad de su tiempo.

      La Inquisición, tal como Fray Tomás de Torquemada la reestructurara en otoño de 1483 más como arma política al servicio de la Corona española, que como cumplida prolongación del Santo Oficio, tenía por objetivo aparente resolver el problema religioso que planteaba el hecho de que una parte muy