tres acontecimientos claves para la historia de España: la conquista de Granada, el descubrimiento del Nuevo Mundo y la expulsión de los judíos, y si bien trescientos mil de estos últimos abandonarían el país sin llevar más que lo puesto, otros cincuenta mil decidirían quedarse renunciando –la mayoría de las veces falsamente– a sus ancestrales costumbres y creencias.
Eran demasiados hechos, demasiado importantes y demasiado complejos como para que un recién nacido Estado tuviese capacidad para controlarlos, y por ello el inapreciable refuerzo de una institución supranacional que nadie se atreviera a poner en tela de juicio fue hasta cierto punto el único medio que encontraron los Reyes Católicos de evitar una auténtica debacle.
Crear un Estado centralista y autoritario en una península en la que convivían tantas lenguas, tantas ideologías y tantas creencias religiosas hubiera resultado harto difícil para quienes carecían de la más mínima infraestructura política, por lo que se decidió recurrir a la única organización cuyos tentáculos se extendían hasta el último punto de la geografía nacional, dotándola de una capacidad ejecutiva y un poder del que hasta aquel momento había carecido.
El enemigo a destruir no eran ya los herejes cátaros que sostenían la existencia de un Dios del bien y un Dios del Mal, o los valdenses, que proclamaban que las ingentes riquezas y los desaforados lujos de la Iglesia de Roma ofendían a Cristo y que sus sacerdotes debían ser ante todo humildes y ascéticos, sino que a partir del nacimiento del nuevo siglo, el enemigo a combatir era ante todo el enemigo de la Corona, cualquiera que fuese su credo, raza o condición.
En cierto modo, podría asegurarse que Isabel y Fernando no se constituyeron en Reyes Católicos por el hecho de que pusieran sus ejércitos al servicio de Dios, sino más bien por la indiscutible realidad de que habían sabido poner los ejércitos de Dios a su propio servicio. Fray Bernardino de Sigüenza, a quien la mugre, el moquillo y los piojos no bastaban para oscurecer el entendimiento y poseía una amplia cultura y una mente extremadamente lúcida, era consciente de ello, y mientras se encaminaba con su rápido paso de enano nervioso hacia su cercano convento, le iba dando vueltas y más vueltas a cuanto acababa de ver y escuchar. Aún no había conseguido descubrir la mano del Maligno en toda aquella confusa historia del lago en llamas, ni había olfateado hedor a azufre en la proximidad de una pobre mujer aterrorizada, por lo que se sentía en cierto modo desconcertado, aunque más decidido que nunca a llegar al fondo de una cuestión en la que se sentía hasta cierto punto personalmente involucrado. Debido a ello, lo primero que hizo, tras dar rápida cuenta de su frugal almuerzo, fue mandar llamar a Baltasar Garrote, al que recibió a la caída de la tarde en el rincón más fresco del amplio claustro conventual. El Turco se presentó en esta ocasión sin alfanje, gumía, ni turbante, temeroso quizá de que tales signos externos de su afición por la cultura mahometana le restasen credibilidad a los ojos del celoso franciscano, esforzándose al propio tiempo por demostrar una fe y una humildad que se encontraban muy lejos de su talante natural, consciente como estaba de que para la Santa Inquisición tan merecedor de castigo resultaban el brujo y el hereje como el que acusaba en falso sabiendo que lo hacía.
En un principio le tranquilizó descubrir que el improvisado inquisidor no era más que un desecho humano , incapaz de imponer respeto a un perro de lanas, pero a los diez minutos de responder a sus preguntas descubrió que tras aquella espesa capa de mugre, hediondez y piojos se escondía un astuto hijo de puta de retorcida mente que podía llegar a resultar más peligroso que un alacrán en las letrinas.
–¿Os reafirmáis en vuestra aseveración de que no existe ánimo de lucro, ni deseo de venganza personal en el hecho de acusar a doña Mariana Montenegro…? –repitió por tercera vez aquel nauseabundo saco de mierda con una vocecilla aparentemente sin vida, pero que escondía un sutilísimo matiz de amenaza o advertencia.
–Me reafirmo.
–¿Tenéis bien presente a lo que os arriesgáis en caso de que se descubriera que habéis mentido?
–Lo tengo.
–Esa mujer puede pasar años en prisión o acabar en la hoguera y eso es muy serio.
–Lo sé.
–¿Y estáis convencido de que merece tal castigo?
–El castigo no es negocio que me ataña –replicó El Turco en su tono más humilde–. Será una decisión del tribunal. Lo único que me atañe es el hecho de que por culpa de las malas artes de esa bruja, el Infierno subió a la Tierra, Lucifer mostró todo su maléfico poder, y muchos de mis compañeros de armas tuvieron la muerte más espantosa que imaginarse pueda. –Pareció conmoverse–. Aún resuenan en mis oídos sus alaridos cuando los envolvió aquella inmensa ola de fuego.
–¿De dónde surgió?
–Del barco.
–¿Cuánta gente había en el barco?
–Lo ignoro. Treinta hombres; tal vez cuarenta.
–¿Cómo podéis estar tan seguro entonces de que fue doña Mariana la autora del conjuro?
–Porque era la única mujer a bordo –replicó Baltasar Garrote absolutamente impasible pese a lo delicado del momento–. Y porque la pude ver erguida en proa, lanzando sobre el lago palabras mágicas mientras la tripulación permanecía como alucinada.
–¿Estáis absolutamente seguro de lo que decís?
–Lo vi con mis propios ojos.
–¿A qué distancia se encontraba el barco?
–A tiro de piedra.
–¿Y pudisteis distinguirlo con claridad pese a que por lo que tengo entendido el incendio tuvo lugar al anochecer?
–No fue al anochecer, sino a la caída de la tarde, y por eso mismo pude ver a doña Mariana recortándose contra el disco del sol, erguida con su negro y largo vestido de hechicera. –El lugarteniente del capitán León de Luna hizo una dramática pausa buscando sin duda impresionar a su interlocutor, y extendiendo el brazo en ademán melodramático, añadió–: De su mano nació el fuego.
Fray Bernardino de Sigüenza permaneció muy quieto, olvidando incluso de rascarse, tal vez impresionado por el complejo relato, o tal vez tratando de discernir hasta qué punto cabía dar crédito a tan fantástica historia.
Sin poder evitarlo experimentaba un instintivo malestar en presencia de Baltasar Garrote, al igual que se sentía gratamente atraído por la personalidad de la acusada, pero conocedor como era de las sutiles intrigas del Maligno, se preguntaba hasta qué punto podía estar este influyendo sobre su mente.
Si doña Mariana Montenegro era, como pretendían, una sierva del Ángel Negro, no resultaba extraño que su amo tratara de salvarla haciéndola parecer inocente ante sus ojos, pues sabido era que el demonio era por propia naturaleza el ente más capacitado que existía para confundir al ser humano haciendo que el bien se le antojara mal y viceversa.
Un auténtico inquisidor ducho en su oficio tenía que saber aceptar que no siempre su razonamiento era el correcto, y a menudo se veía en la obligación de enfrentarse al hecho indiscutible de que la verdad era mentira, mientras que lo que sus ojos tomaban por mentira era verdad.
Pero –y eso lo había discutido a menudo con sus colegas dominicos– podía darse el caso de que Lucifer fuera más allá aún en sus maquinaciones, haciendo que la verdad fuera auténtica verdad, intentando así obligar a creer que, no obstante, era mentira.
De ese modo, dictar veredicto cuando se trataba de juzgar a un auténtico siervo del Maligno podía llegar a convertirse en un simple juego de azar en el que no existían más que dos opciones: acertar o no acertar a la hora de mandar a alguien a la hoguera, independientemente de las pruebas a favor o en contra que pudiesen acumular sobre la mesa, puesto que, como ya señalara en su día el Gran Inquisidor Bernardo Guí, nadie que muere en la hoguera es del todo inocente, puesto que en los últimos instantes de su vida blasfema de tal forma que tan solo por semejante ofensa a Dios merece ser quemado.
Aunque según tan demencial teoría, muy propia de un fanático discípulo de Corvado