Y si os fijáis advertiréis que toda cruz no es más que una espada que oculta su parte más afilada y agresiva. Utilicemos pues, la espada el tiempo que resulte imprescindible, para enterrarla luego y que pase a convertirse en un eterno símbolo de paz.
El mugriento franciscano se negaba a aceptar que la paz fuera un árbol que diese buenos frutos cuando hundía sus raíces en un charco de sangre, por lo que aún insistió en su intento de convencer a su antiguo condiscípulo de que olvidase a la princesa Anacaona y a su diminuto e inofensivo reino de Xaraguá.
–Tened en cuenta –concluyó– que en muy determinadas circunstancias, un enemigo puede llegar a ser mucho más peligroso muerto que vivo.
Doña Mariana Montenegro tuvo un parto extremadamente difícil.
Primeriza pese a haber superado los treinta y cuatro años, su reciente enfermedad y las infinitas penalidades sufridas durante un embarazo, cuya primera parte había transcurrido en las insanas y terroríficas mazmorras de la Santa Inquisición complicaron aún más las cosas, y, por si fuera poco, a ello se unió el hecho de verse perseguida más tarde a través de las montañas y las selvas de una isla húmeda y caliente.
Tan solo la medicina del viejo hechicero Yauco y el infinito amor con que la cuidaron Cienfuegos, Araya y la princesa Anacaona, que no la dejaron sola ni un instante, consiguieron que muy a duras penas saliera con bien de un durísimo trance que la dejó, no obstante, tan maltrecha y debilitada que cuando al fin tuvo fuerzas para ponerse en pie apenas era una sombra de la altiva y decidida mujer que siempre fuera.
Se sumió luego en una profunda atonía que Anacaona quiso atribuir a causas propias del parto, pero cuando la depresión se prolongó más allá de toda lógica, Cienfuegos comenzó a preocuparse seriamente.
Observar a aquella espléndida mujer, a la que recordaba llena de vida y entusiasmo, convertida en una criatura ausente, encorvada y macilenta, que apenas respondía con monosílabos a sus preguntas le producía una angustia tal que superaba en mucho sus días más amargos y los terribles sufrimientos que había padecido a todo lo largo de su muy agitada y azarosa existencia.
Era como si el destino continuara queriendo negarse a permitirle disfrutar de una felicidad a la que creía tener derecho, y cansado de tenderle trampas de las que siempre había logrado escapar, le enfrentaba a una última prueba a la que jamás sabría hacer frente.
Nada existe en el mundo más complejo que los vericuetos de una mente humana, por lo que no es de extrañar que el astuto cabrero, tan sobrado por lo general de recursos, se sintiera absolutamente desarmado a la hora de intentar ahondar en los pensamientos de la mujer que amaba.
Por fortuna, el recién nacido crecía fuerte y saludable, vivo retrato de su padre pese a que hubiera sacado los inmensos ojos celestes de su madre, aunque quizás el hecho de que se supiese incapaz de amamantarlo, teniendo que recurrir a los servicios de una nodriza indígena, contribuyó en gran manera a que la hermosa alemana se considerase súbitamente envejecida y acabada. De nada sirvió que Flor de Oro le señalase que tampoco ella se había sentido con fuerzas para criar al menor de sus hijos, puesto que observando a la atractiva princesa de carnes prietas y tersa piel, nadie hubiese podido imaginar que ya era abuela, y que en algún momento de su vida había pasado por una situación semejante. Y es que el caso de Anacaona era el opuesto al de doña Mariana.
Considerablemente mayor que Ingrid seguía teniendo, no obstante, un aspecto tan llamativo que cualquier hombre normal hubiera perdido la cabeza por ella, y consciente de tal fascinación lo utilizaba como arma para conservar un trono que hacía ya tiempo que amenazaba con aplastarla bajo su peso.
La princesa era valiente, inteligente y agresiva, y quizá también era el único miembro de su raza que había sabido captar la auténtica personalidad de los altivos blancos que habían invadido su isla, y el único que se había empeñado en aprender su idioma y sus costumbres con el exclusivo fin de combatirlos.
Sabía que nada podía esperar de unos recién llegados cuya ambición no conocía límites, y aun odiándolos como los odiaba por el mal que causaban a su pueblo, en el fondo los admiraba y hasta cierto punto trataba de imitarlos.
Aún amaba al valeroso y altivo Alonso de Ojeda casi tanto como aborrecía al gobernador Ovando, pero al igual que despreciaba a cuantos se escandalizaban por sus senos desnudos, apreciaba a aquella comprensiva doña Mariana que, desde el primer día, se había mostrado fiel amiga y consejera.
Por ello no dudaba en dejar ahora de lado la difícil tarea de gobernar un diminuto reino que se iba empequeñeciendo día tras día asfixiado por la presión de los agresores llegados del otro lado del mar para intentar ayudar a quien se hundía de un modo harto evidente en un insondable abismo interior.
–¿Por qué? –inquiría Cienfuegos desasosegado–. ¿Por qué se comporta así cuando ya estamos a salvo?
–Quizá porque tuvo que ser demasiado fuerte durante demasiado tiempo –le señalaba la princesa–. Y es precisamente ahora cuando esa entereza se ha venido abajo.
Pero la verdadera respuesta tal vez no la conocía ni aun la propia Ingrid, ya que durante los largos y solitarios paseos que solía dar por la playa se preguntaba a menudo la razón por la que aquella invencible abulia había caído sobre su ánimo impidiéndole ser feliz en compañía de quienes tanto amaba.
Lo más terrible de la depresión que asalta sin motivo aparente a ciertas personas se centra en el hecho de que quien la sufre se siente absolutamente impotente para combatirla aun a sabiendas de que únicamente está en su mano hacerlo, pues llega a convertirse en una densa niebla que se espesa hasta el punto de distorsionar cualquier tipo de razonamiento válido.
El hermoso sueño tan largamente acariciado por la alemana, tener un hijo de Cienfuegos, se había cumplido, pero podía creerse que al dar a luz se había vaciado por completo de ilusiones, como si el terrible esfuerzo que significó concebirlo y traerlo al mundo la hubiese desangrado.
Vivía en un lugar paradisíaco, a unas tres leguas al norte del poblado indígena, en una amplia cabaña alzada junto a la desembocadura de un diminuto río de aguas cristalinas, rodeada de flores y palmeras; en una tierra que parecía bendita de los dioses y que invitaba a disfrutar en paz de lo mejor que el Supremo había sido capaz de imaginar en el momento de la Creación.
Y vivía con el hombre al que adoraba, el hijo que tanto había ansiado y dos criaturas, Araya y Haitiké, que permanecían siempre atentas a sus deseos, acompañada además por su fiel amigo Bonifacio Cabrera, que se iba reponiendo poco a poco de su amarga aventura en la selva.
¿Qué más podía desear?
Se repetía día y noche tal pregunta sin hallar nunca respuesta, y esa misma incapacidad de encontrar explicación razonable a su abatimiento agudizaba aún más el problema, transformándolo en una espiral que amenazaba con no alcanzar nunca su vértice.
Luchaba contra fantasmas que ni siquiera habían nacido en su memoria, que es donde con más frecuencia suelen nacer los fantasmas, sino que más bien parecían surgidos de la nada absoluta; del vacío interior que se apodera en ocasiones del ser humano cuando se siente injustamente culpable.
La terrible muerte del capitán León de Luna había significado sin duda un contrapeso muy negativo en un momento clave de su existencia, pues pese a lo mucho que su ex esposo le hubiera hecho padecer en los últimos años, nadie podía negar el hecho evidente de que era ella quien en realidad le había abandonado y quien le había abocado al cúmulo de desgracias que acabaron desembocando en un final tan trágico.
Y quedaba por último una cuestión en apariencia intrascendente, pero que para una mujer tan sensible como doña Mariana Montenegro llegaba a tener capital importancia: mientras resultaba evidente que la mazmorra, el embarazo y el parto la habían envejecido de forma harto cruel, su pareja, el cabrero Cienfuegos, al que llevaba más de ocho años de edad, amenazaba con convertirse en una especie de semidiós cuya sola presencia hacía que las más bellas muchachas perdieran la