Alberto Vazquez-Figueroa

Xaraguá. Cienfuegos VI


Скачать книгу

      El fasto con que la princesa Flor de Oro recibió al gobernador no desmereció en absoluto del que este desplegaba, pues una veintena de preciosas muchachas apenas cubiertas con faldas de hojas transportaban a hombros un inmenso trono en el que se reclinaba la aún hermosísima reina de Xaraguá, cuyos agresivos pezones parecían desafiar las leyes de la gravedad apuntando hacia la única nube que cruzaba el cielo.

      Las flautas indígenas entraron pronto a rivalizar con los tambores españoles, y desde su privilegiado observatorio el isleño tuvo la sensación de que en lugar de dos pueblos que se reunían en son de paz se trataba de dos altivos pavos reales que exhibían su colorido plumaje en un inútil intento de deslumbrar a su adversario.

      El encuentro entre Ovando y Anacaona fue tenso, pues se diría que ambos mandatarios estaban aguardando a que fuera el otro el que hiciera el primer gesto de acatamiento y pleitesía, pero como ni el primero descendió de su montura, ni la segunda de su trono, acabó por plantearse una embarazosa situación que podría haber llegado a hacerse eterna de no ser por el hecho de que de improviso el caballo del gobernador comenzó a caracolear nerviosamente por culpa del fiero ocelote que descansaba a los pies de Flor de Oro a modo de gran gato amaestrado.

      Al poco la mayoría de los notables de ambos bandos desaparecieron en el interior de la mayor de las cabañas, y la vista de Cienfuegos fue a recaer en la escuálida figura de Fray Bernardino de Sigüenza, al que todos parecían haber olvidado y que se limitó a alejarse por la orilla de la playa, para ir a tomar asiento sobre un tronco caído y comenzar a musitar por lo bajo mientras pasaba las cuentas de su rosario observando cómo el sol se iba inclinando mansamente sobre un mar que semejaba una balsa de aceite.

      Fue entonces cuando al gomero se le ocurrió la gran idea.

      La fue madurando mientras el cielo se cubría de las rojizas tonalidades de los fastuosos ocasos de Xaraguá, y había trazado ya un sencillo plan en todos sus detalles cuando con las primeras sombras de la noche el maloliente franciscano regresó lentamente al poblado e inquirió cuál habría de ser su alojamiento.

      Cerrada ya la noche, el cabrero acudió en busca de Bonifacio Cabrera para exponerle su idea.

      –¡Muy propia de ti! –se apresuró a señalar el renco sin poder evitar una divertida sonrisa–. ¿Es que nunca dejarás de darle vueltas a esa maldita cabeza?

      –Supongo que no. ¿Me ayudarás?

      –Naturalmente.

      Fue así como al alba del día siguiente, Bonifacio Cabrera penetró en la choza que le habían asignado al frailuco, y, despertándolo con suavidad, le espetó en cuanto abrió los ojos:

      –Os ruego que me acompañéis, padre. Un cristiano en peligro de muerte precisa que le administréis los sacramentos.

      Como era de esperar, el hombrecillo no se hizo de rogar, apresurándose a seguir al cojo por un escondido sendero de la floresta, hasta que al cabo de poco más de media hora de camino fue a toparse con su viejo conocido, el canario Cienfuegos.

      –¡Dios me asista! –exclamó horrorizado–. ¿Vos de nuevo?

      –Así es, padre –admitió el gomero sonriente–. Y me alegra veros.

      –¡Pues a mí, no! –masculló el otro, furioso–. Sois la última persona de este mundo con quien quisiera tener tratos.

      –Jamás imaginé que alguien como vos pudiera ser rencoroso –fue la divertida respuesta–. Al fin y al cabo no hice nada censurable.

      –¿Os parece poco censurable burlaros del sacramento de la confesión? –se indignó el fraile–. Lo utilizasteis en vuestro provecho y no fue para eso para lo que fue instituido.

      –Lo imagino, y os pido perdón por ello. –Resultaba evidente que Cienfuegos se esforzaba por congraciarse con un personaje que le resultaba extremadamente simpático, pese a que el hedor que despedía obligaba a mantenerse a prudente distancia de sus sobacos–. Os ruego que lo olvidéis porque en verdad necesito vuestra ayuda.

      –No estoy aquí para ayudaros, sino para administrar la extremaunción a un moribundo –masculló el franciscano–. Así que llevadme junto a él.

      –¡Perdón! –le interrumpió Bonifacio Cabrera alzando el dedo en un ademán ciertamente cómico–. Yo no os hablé de un moribundo, sino de alguien que se encuentra en peligro de muerte.

      –¿Acaso no es lo mismo? –se amoscó Fray Bernardino.

      –¡En absoluto! –le hizo ver Cienfuegos–. Estoy en peligro de muerte, puesto que si vuestro amigo Ovando me encuentra me ahorca, pero no soy en absoluto un moribundo.

      –¡De modo que se trata de otra de vuestras malditas tretas! –El frailuco parecía a punto de echar espumarajos de rabia por la boca y se sorbía los mocos con tanta fruición que se diría que estaban a punto de ahogarle–. ¿A qué viene entonces eso de administraros los sacramentos? ¿A qué clase de sacramentos os referís?

      –A todos –fue la sencilla respuesta.

      –¿A todos? –se asombró el otro.

      –Exactamente. Quiero que me bauticéis, me confeséis, me administréis la primera comunión y la confirmación, y, por último, me caséis con vuestra ex prisionera doña Mariana Montenegro. Y ya puestos, y como habéis venido a eso, os autorizo a que me deis también la extremaunción por si me agarran y me ahorcan.

      –¡San Judas bendito!

      –¡No empecéis con las jaculatorias o no acabaremos nunca!

      –Sois un maldito descarado. ¿Así que no estáis bautizado?

      –Una vez me bauticé yo mismo, pero no creo que pueda considerarse válido. ¿O sí?

      –No sabría qué deciros. Supongo que depende de las circunstancias. –El religioso parecía haber recuperado en parte el dominio de sí mismo ante la posibilidad de atraer a aquel estrambótico gigante pelirrojo, al que en el fondo admiraba, al rebaño del Señor–. Lo que ahora importa es que el día en que acudisteis a mí pidiendo confesión aún no erais cristiano y no me lo advertisteis.

      –¿Acaso resulta imprescindible? –quiso saber el canario–. ¿Os negaríais a confesar a un pagano si viniese a pedíroslo?

      –Primero tendría que bautizarlo. Si no pertenece a la fe de Cristo no puede lógicamente beneficiarse de cuanto esta ofrece.

      –Es posible –aceptó el otro–. Pero aquello es agua pasada y poco importa ahora que no tengáis que acogeros al secreto de confesión. Ovando me ahorcaría por el simple hecho de desobedecerle. –Le miró a los ojos–. ¿Haréis lo que os pido? –quiso saber.

      –Tengo que pensármelo.

      –Os advierto que si aceptáis, no solo me bautizaréis a mí, sino también a mis hijos. Y por si fuera poco, salvaríais a doña Mariana Montenegro, que vive en pecado y aspira a santificar nuestra unión. ¿Os arriesgaríais a perder cuatro almas por rencor hacia mí?

      –¡Continuáis siendo un maldito enredador! –masculló furibundo el de Sigüenza–. Y a fe que jamás me topé con mente tan endemoniada y retorcida. ¿Dónde están vuestros hijos?

      –A una hora de camino, más o menos.

      –Llevadme ante ellos. Pero os juro que como me hagáis otra faena, apenas os bautice os excomulgo.

      Emprendieron la marcha, el cabrero y su amigo Bonifacio Cabrera sonriendo abiertamente y el religioso aún mascullando entre dientes su indignación, pero esta alcanzó su máxima cota cuando, al cabo de un rato, Cienfuegos se detuvo al borde de un riachuelo, y sacando de sus alforjas una gruesa pastilla de áspero jabón, le espetó sin el más mínimo respeto:

      –Y ahora bañaos.

      –¿Cómo decís? –se indignó el de Sigüenza, temiendo haber oído mal.

      –Que si queréis continuar con vuestra