Alberto Vazquez-Figueroa

Xaraguá. Cienfuegos VI


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que estáis en un error. Lo vuestro es cuestión de ajo y pies sudados.

      –¡Ofendéis mi dignidad!

      –Y vos mi olfato. Y lo de la dignidad no sé cómo solucionarlo, pero lo de mi olfato se arregla con jabón, así que manos a la obra.

      –¡Ni hablar!

      –Os comunico que saldréis de aquí más limpio que una patena aunque nos lleve todo el día, así que no me obliguéis a desnudaros.

      –¡No os creo capaz!

      –¿Ah, no? –se sorprendió el cabrero–. ¡Caray, padre, creí que me conocíais! ¡Vamos pues!

      Lo alzó como si se tratara de un fardo, se lo colocó bajo el brazo y se introdujo en el agua con la pastilla de jabón en la otra mano dispuesto a quitarle de encima una costra de mugre de un par de milímetros de espesor.

      –¡Soltadme! –gritaba histéricamente su víctima, presa de un ataque de ira que parecía a punto de degenerar en apoplejía–. ¡Soltadme he dicho!

      Pero Cienfuegos hizo oídos sordos hasta que llegaron al centro del río, lo colocó de pie de modo que el agua le llegaba al pecho, y con un rápido gesto rasgó la putrefacta sotana que le arrancó a pedazos permitiendo que la corriente se la llevara.

      –¡San Juan Bautista! –casi sollozó el franciscano–. ¿Qué voy a ponerme ahora?

      –Tendréis ropa limpia cuando estéis limpio –le prometió su verdugo–. Pero si lo preferís, podéis regresar en pelotas.

      Podría decirse que la sensación de saberse desnudo vencía toda resistencia por parte de Fray Bernardino de Sigüenza, pues sin decir una palabra más tomó la pastilla de jabón y comenzó a restregarse furiosamente.

      Fue todo un espectáculo observar cómo su cuerpo iba cambiando de color mientras las transparentes aguas se enturbiaban, y resultó evidente que puesto a hacer las cosas el frailuco decidió hacerlas bien, tal vez abrigando la intención de que aquel se convirtiera en su último baño de la década, ya que probablemente se trataba del primero que tomaba en lo que iba de siglo.

      Salió del río cubriéndose las vergüenzas con las manos, escuálido, arrugado, blanco y tiritando, y en verdad que provocaba risa y pena al propio tiempo, pues resultaría muy difícil encontrar un ser humano de apariencia más desvalida por mucho que se buscara.

      Satisfecho, Cienfuegos abrió de nuevo su mochila y le tendió una impoluta túnica blanca que el otro contempló horrorizado.

      –¿Blanco? –exclamó como si acabara de ver al mismísimo demonio–. ¿Acaso pretendéis que me vista de blanco?

      –¿Qué tiene de malo el blanco?

      –Que pareceré un dominico.

      –¡Oh, vamos, padre! Más vale dominico limpio que franciscano mugriento. No creo que Dios se fije en los hábitos, sino en las conciencias, y me consta que la vuestra está tan limpia como vuestro cuerpo.

      Una hora después llegaban a la cabaña y a doña Mariana le costó un gran esfuerzo reconocer en el reluciente hombrecillo que bailaba en el interior de una túnica demasiado holgada al temible inquisidor que con tanta insistencia la interrogara en las mazmorras de la fortaleza de Santo Domingo.

      –¿En verdad sois Vos? –inquirió sin querer dar crédito a sus ojos–. ¿El mismo Fray Bernardino de Sigüenza…?

      –Lo que queda de él y lo poco que durará –se lamentó el otro–. Esta bestia me ha hecho coger un resfriado del que no creo que salga con bien en semejante tierra de paganos.

      Como para corroborar sus palabras soltó un sonoro estornudo que le obligó a moquear más que de costumbre, y tras pasarse repetidamente el dedo por la nariz, añadió cambiando el tono de voz:

      –Si queréis que os diga la verdad, me alegra estar aquí aun a pesar del baño. Es una gran cosa veros libre y rodeada de los vuestros.

      –¿Acaso ya no tenéis interés en quemarme por bruja? –inquirió con intención la alemana.

      –Nunca la tuve y lo sabéis. Aquel fue el peor de los encargos que he recibido nunca, y mi auténtica personalidad es la de ahora, pese a este hábito de dominico. –Sonrió levemente–. No nací para inquisidor, tenerlo por seguro.

      –Lo sé, pero lo que no entiendo es qué diablos hacéis en el séquito del gobernador.

      –Soy uno de sus consejeros.

      –¿Vos? –intervino el gomero sorprendido–. No tenía ni la menor idea. ¿Y qué clase de consejos le dais?

      –Aquellos que me dicta mi buen entender y mi conciencia –replicó el otro, amoscado–. Pero no creo que sea ese negocio el que os ataña. Lo que importa es solucionar cuanto antes lo que he venido a hacer aquí. Empecemos por los bautizos y dejemos la boda para lo último.

      –¿Boda? –se sorprendió doña Mariana Montenegro–. ¿A qué boda os referís?

      –A la nuestra, naturalmente –señaló Cienfuegos, un tanto desconcertado por el tono de la pregunta.

      –¿La nuestra…? –repitió ella de igual modo–. Que yo sepa no hemos hablado para nada de boda.

      –Quizá no –admitió el gomero–. Pero tenemos un hijo, nos queremos, tú eres viuda y yo soltero. Lo lógico es que nos casemos. ¿O no?

      –Ya una vez estuve casada –puntualizó Ingrid con acritud–, y no fui una buena esposa. ¿Por qué he de correr el riesgo de cometer el mismo error, si estamos bien como estamos?

      –No estamos bien y lo sabes –protestó nervioso Cienfuegos, que comenzaba a darse cuenta de cuáles eran las intenciones de la alemana–. Vivimos en pecado.

      –¿De qué pecado hablas si tú ni siquiera eres católico? –fue la áspera respuesta–. ¿Y desde cuándo te preocupa semejante problema?

      –Desde ahora. Dentro de un rato me bautizarán, y supongo que a partir de ese momento seré católico y no deseo vivir en pecado. –Hizo una corta pausa, esforzándose por calmarse, e indicando con un ademán a Fray Bernardino, que asistía a la escena un tanto incómodo, añadió–: Toda tu vida has deseado que nos casáramos y ahora tenemos quien puede celebrar la ceremonia sin impedimentos. ¿A qué diablos viene semejante cambio de actitud?

      –A que no me parece una buena idea.

      –¿Y te parece buena idea que nuestro hijo sea bastardo?

      –No, desde luego –admitió Ingrid, visiblemente afectada–. No quiero que mi hijo sea un bastardo, pero no por evitarlo debemos hacer algo que no deseamos hacer.

      –Yo deseo hacerlo –puntualizó él–. Es lo que más deseo en este mundo. Lo que deseé siempre. ¿Por qué tú no?

      –¡Oh, vamos! –casi sollozó doña Mariana–. ¡Lo sabes muy bien!

      –No. No lo sé. –El cabrero se mostraba seco y firme–. ¡Explícamelo tú!

      –Parezco tu madre… –señaló ella por último.

      –¿Y te consideras superior a mí por eso?

      –¡Qué estupidez! Es que más que una boda parecería una adopción.

      –Es la cosa más desagradable que me has dicho nunca –sentenció el isleño–. Medir el amor por la diferencia de edad es tanto como medir la inteligencia por la diferencia de estatura.

      –Estoy de acuerdo –intervino Fray Bernardino–. Y se trata de una idiotez indigna de una mujer inteligente, hija. Allá en La Fortaleza parecías más lista.

      –No se meta en esto, padre –le atajó la alemana–. No sabe de qué va la cosa.

      –Sí que lo sé –fue la sincera respuesta–. Va de años… Y lo que es años tengo más que los dos juntos. –Observó