que a nada. Ha arriesgado su vida por ti infinidad de veces, y estoy convencido de que no imagina el futuro sin estar a tu lado. ¡Olvida todos esos prejuicios impropios de una mujer como tú y cásate con él!
–¿Y qué pasará cuando yo sea una anciana y él siga tan atractivo como ahora?
–Que serás una anciana, lo cual siempre será mucho mejor que ser un cadáver. –El franciscano se sorbió los mocos, pues esa era una costumbre que el baño no le había hecho perder, y añadió–: Aún no entiendo por qué extraña razón a las mujeres os preocupa mucho más lo que ocurrirá en el futuro que lo que ocurre en el presente. Creo que en eso estriba vuestra incapacidad de hacer algo constructivo. Si tuvierais que levantar una catedral estaríais pensando más en lo que ocurrirá el día en que se caiga que en los siglos que va a mantenerse en pie. –Le apretó de nuevo la mano–. Respóndeme a una pregunta con toda sinceridad –suplicó–: ¿Amas o no amas a este hombre?
–¡Naturalmente!
–¿Y tú amas o no amas a esta mujer? –inquirió volviéndose al gomero.
–Más que a mi vida.
–En ese caso, yo os declaro marido y mujer –sentenció el fraile trazando sobre ellos la señal de la cruz–. Ya está hecho, y no hay más que hablar.
–¡Pero cómo…! –se asombró doña Mariana–. ¿Pretendéis hacerme creer que nos habéis casado?
El de Sigüenza asintió con un convencido gesto de cabeza:
–Hasta que la muerte os separe.
–¡No es posible! –protestó ella–. ¿Así sin más?
–Si quieres te rezo un Padrenuestro, pero no es imprescindible. En caso de peligro de muerte se puede abreviar mucho la ceremonia.
–¿Y quién está en peligro de muerte?
–Vosotros. Si Ovando os atrapa, os ahorca.
–A mí todo esto se me antoja muy irregular –insistió doña Mariana, que no parecía conformarse con el modo en que se había llevado a cabo la pintoresca ceremonia–. ¿Estáis seguro de que esta boda es válida?
–Para mí, sí. Y para tu marido, también. Y como somos dos de tres, la cosa no tiene vuelta de hoja.
–Os estáis burlando de mí.
–En absoluto, hija, en absoluto –fue la serena respuesta–. Si un obispo puede anular un matrimonio con cinco hijos, un simple fraile puede legalizar otro sin grandes aspavientos. De hecho, en ocasiones casamos una docena de parejas a la vez y sin preguntar sus nombres.
Ingrid Grass no quedó del todo satisfecha por semejante explicación, pero resultaba evidente que tampoco deseaba que la convencieran, pues pese a cuanto alegara en contra de semejante boda lo que más íntimamente ansiaba en realidad era unirse al hombre al que había dedicado la mayor parte de su vida.
Las parejas muy enamoradas desean envejecer juntas, pero con frecuencia odian la idea de advertir cómo su pareja va envejeciendo, pues suele resultar mucho más fácil aceptar el propio deterioro físico que el de aquel a quien se ama.
A menudo, esas personas odian su propio envejecimiento únicamente por el hecho de que son conscientes de que eso causa dolor al otro, ya que comprenden que este experimenta los mismos sentimientos que a él le hieren. Y es que la vejez es un estado de ánimo que puede resultar soportable o insoportable, según los casos, pero lo que sí resulta en verdad difícil de sobrellevar es el largo tránsito que desemboca en la senectud.
Doña Mariana Montenegro estaba a punto de cumplir los treinta y cinco años en una época en la que la esperanza de vida de una mujer apenas superaba el medio siglo, y había sufrido tantas calamidades que inconscientemente se consideraba ya en la recta final de su vida pese a que acabara de dar a luz un hijo.
O quizás había sido la propia llegada de ese hijo tan largamente esperado lo que contribuía a hacerle suponer que su ciclo vital había concluido.
Fuera como fuese, resultaba muy difícil conseguir que se desprendiera de semejante lastre, y aunque hubiera momentos en los que un ligero soplo de ilusión le devolviese a los tiempos felices, en lo más profundo de su ser anidaban ya una resignación y una amargura que habrían de acompañarle hasta la tumba.
Cienfuegos lo entendía, pero por su parte nada podía hacer por dejar de ser un Hércules a punto ya de alcanzar su total plenitud como ser humano fuera de serie. Por tanto, aquella era una boda descompensada e irregular, pero que, en contra de lo que pudiera parecer, satisfacía más al hombre que a la mujer, pues pese a lo que cualquier observador imparcial imaginase, el amor que el cabrero sentía por la alemana seguía siendo tan sincero que superaba cualquier barrera que los años pretendiera alzar entre ellos.
Se sintió profundamente feliz al ser bautizado, y hubiera continuado igualmente feliz a no ser por el hecho de que de improviso un muchachito indígena trajo la infausta noticia de que Ovando y sus hombres se habían apoderado de la princesa Anacaona.
–¿Cómo ha sido? –quiso saber de inmediato el gomero.
–Hubo una gran fiesta; Flor de Oro compuso sus más bellos poemas y cantó hasta muy entrada la noche. Los españoles parecían muy tranquilos y contentos, pero a un gesto de Ovando prendieron fuego a la gran cabaña y sacando unos puñales que llevaban ocultos comenzaron a matar a la mayoría de los desarmados guerreros al tiempo que ocho o diez se lanzaban sobre la princesa y la cargaban de cadenas.
–¡Se lo dije! –se lamentó Cienfuegos mordiendo con rabia las palabras–. ¡Se lo advertí mil veces! Nunca debió fiarse de esos malditos españoles.
–Tú también eres español –le recordó Fray Bernardino, que parecía tan impresionado o más que él mismo.
–Ya no me siento español –masculló el cabrero con rencor–. Canario, gomero o guanche, ¡cualquier cosa!, menos parte de un pueblo capaz de traicionar a una mujer que los recibe como amigos.
–Tenemos que ayudarla –intervino Ingrid–. Tenemos que hacer cuanto esté en nuestra mano por convencer a Ovando de que está cometiendo un error. Ella tan solo quiere la paz.
–¡Olvídalo! –puntualizó el fraile con amargura–. Ya intenté disuadirle pero resultó inútil. Mucho más lo será ahora que ha hecho el viaje y ha conseguido apresarla. La ahorcará.
–¡No será capaz!
–Ovando es capaz de todo –sentenció el franciscano, apesadumbrado–. Para él no cuenta más que lo que beneficia a la Corona, y ahora imagina que la Corona quiere a Anacaona muerta.
–¡Pero eso es absurdo! –protestó la alemana–. ¿Qué daño puede hacer con sus escasas fuerzas?
–Ninguno que yo sepa –admitió el fraile–. Pero los gobernantes no piensan como el resto de los mortales. A la mayoría de los seres humanos les gusta compartir la vida con otros seres humanos, pero los gobernantes odian compartir el poder. Siempre ven una amenaza en todo.
–Lo dice como si un gobernante no fuera un ser humano.
–Es que con demasiada frecuencia dejan de serlo. La autoridad les incita a considerarse superiores, sin caer en la cuenta de que ese simple error les vuelve inferiores, puesto que distorsionan la visión de las cosas.
–Pero ahorcan a sus enemigos –medió Cienfuegos cortando su disertación–. Me importa poco lo que piense o deje de pensar Ovando –añadió–. Lo que ahora importa es que al apoderarse de Flor de Oro se ha adueñado de Xaraguá, y aquí corremos peligro.
–¿No pensarás huir? –se sorprendió Ingrid.
–No, desde luego. Pero mi principal preocupación es ponerte a salvo. Después iré a ver qué puedo hacer por la princesa.
–No podrás hacer nada, hijo –le advirtió de nuevo el de Sigüenza–. El gobernador ha cometido un error al apresarla, pero no puede permitirse