Alberto Vazquez-Figueroa

Xaraguá. Cienfuegos VI


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como te conozco, no lo creo, pero la única esperanza de la princesa se centra en la posibilidad de que yo interceda ante el gobernador para que no la ejecute, limitándose a enviarla a España.

      –Para Anacaona el cautiverio sería aún peor que la muerte,–musitó apenas doña Mariana.

      –Siempre hay una posibilidad de regresar del cautiverio, hija, mientras que, ya se sabe, la muerte resulta irremediable. Ruega a Dios para que encuentre argumentos con los que salvarla de la horca.

      –Si Dios no ha sido capaz de echarle una mano a tantos cristianos como he visto en apuros, menos lo hará por una pagana –masculló el cabrero–. Su intención es de agradecer, padre, pero temo que si no se la arrancamos por la fuerza, Ovando no le permitirá seguir viviendo.

      –¿Y cómo piensas hacerlo? –inquirió el religioso en un tono levemente despectivo–. ¿Enfrentándote solo a los soldados del gobernador, o poniéndote al frente de los guerreros de Xaraguá en contra de tus compatriotas?

      –Ya le he dicho que quienes traicionan mujeres no son mis compatriotas.

      –Tu gente es tu gente, comoquiera que te pongas, hijo –sentenció el franciscano–. No niego que en momentos como este incluso a mí me dan ganas de renegar de mi sangre, pero aquí está, bajo mi piel corriendo por mis venas, y a ver cómo lo evito. –Abrió los brazos en un gesto de resignación e impotencia que mostraba a las claras su negro estado de ánimo–. Lo que tienes que hacer, como bien has dicho, es poner a salvo a tu familia y hacer que alguien me lleve junto a Ovando. Le rodean demasiados exaltados y necesita que alguien le frene.

      –Yo le acompañaré –se ofreció el canario–. Bonifacio Cabrera sabe a dónde tiene que llevar a mi familia y dónde tienen que esperarme. –Se volvió luego a doña Mariana tomándola por la barbilla y obligando a que le mirara a los ojos–. Haré cuanto esté en mi mano por la princesa –prometió–. Confía en mí.

      A la mañana siguiente, con la primera claridad del alba, el grueso de la familia embarcó en dos grandes piraguas rumbo a la punta este de la isla de Gonave, mientras el canario y Fray Bernardino emprendían el regreso al poblado, para comenzar a cruzarse de inmediato con docenas de ancianos, mujeres y niños que huían de los soldados españoles.

      Cienfuegos, que dominaba su lengua, iba traduciendo a su acompañante cuanto los fugitivos le contaban, y el buen fraile no daba crédito a sus oídos cuando dos muchachitas, a las que casi no podían considerarse todavía mujeres, relataron con todo lujo de detalles cómo entre cinco soldados las habían encerrado en una cabaña abusando de ellas hasta cansarse.

      –¡No es cierto! –exclamó indignado–. ¡Están mintiendo! Tienen que estar mintiendo.

      El canario se limitó a mostrarle las marcas que unos dientes habían dejado en la entrepierna de una de ellas y los moretones y arañazos que ambas mostraban por todo el cuerpo.

      –¿Y qué cree que es esto, padre? –quiso saber–. ¿Bendiciones apostólicas? Esto es lo que su amigo Fray Nicolás consiente que hagan con las nativas. Si se tratara de muchachas españolas mandaría ahorcar a los culpables, pero como tienen la piel oscura y andan medio desnudas permite que las violen e incluso que las maten.

      –¡Dios sea loado!

      –No empecemos, que ahora sí que no estoy para jaculatorias –fue la agria respuesta–. Si en verdad seguís pensando que quienes hacen este tipo de cosas van a tener la más mínima piedad con la princesa es que estáis loco.

      –Ovando no debe estar enterado de esto –casi sollozó el otro–. ¡Seguro!

      –Cuando un gobernante no se entera de que sus hombres hacen este tipo de cosas, es porque no desea enterarse –le hizo notar el cabrero–. Vuestro amigo Ovando no se diferencia de los Colón o Bobadilla más que en el hecho de que estudió en Salamanca. –Señaló a las muchachas y a una mujeruca que se alejaba en esos momentos tirando de un niño–. Observad a esta gente y el terror que se refleja en sus rostros –pidió–. Os juro que cuando llegamos aquí jamás vi esas caras. Era un pueblo pacífico y feliz que se desvivía por hacernos la estancia agradable. –Se encogió de hombros con gesto de impotencia–. Nos tomaron por dioses, y han descubierto que en realidad somos demonios. ¡Cielos! –concluyó compungido–. ¡Cuánto daño hemos hecho! ¡Cuánto daño!

      –Quizás haya sido culpa de la guerra –insinuó sin la menor convicción el de Sigüenza–. Ya se sabe que…

      –¿Guerra? ¿Qué guerra, padre? –le interrumpió el gomero–. Recuerde que yo fui de los primeros en pisar esta isla, y no recuerdo que nadie nos recibiese en son de guerra, del mismo modo que Anacaona tan solo pretende que les dejen un rincón donde vivir en paz.

      Reanudaron la marcha en silencio, sin volver a detenerse hasta que avistaron las primeras cabañas del villorrio, y en el momento de tener que separarse, el franciscano no pudo evitar abrazar con fuerza a Cienfuegos, sobre cuya frente trazó la señal de la cruz.

      –Que el Señor te proteja, hijo –musitó–. Y reza por mí. Reza para que ese maldito hipócrita no me encierre cuando oiga lo que voy a decirle.

      No exageraba un ápice el buen fraile, pues en cuanto se echó a la cara a Su Excelencia el gobernador Ovando, le espetó de entrada que era un desgraciado hijo de puta, y de ahí en adelante se explayó aún más a gusto y sin medida.

      De dónde sacó el recatado franciscano tal cantidad de epítetos, y de dónde sacó sobre todo el valor necesario como para endilgárselos a un superior de tan alto rango, es algo que aún permanece en el misterio, pues no lo aclaran las crónicas, pero lo que sí se sabe a ciencia cierta es que la tormentosa entrevista escandalizó incluso a los más broncos capitanes de la guardia, que se preguntaban cómo era posible que todo un gobernador lo aceptase sin exigir que encerraran a semejante energúmeno.

      Tal vez se debió a una simple cuestión de amistad; tal vez a que en el fondo de su alma Ovando sabía que estaba obrando erróneamente, o tal vez a que la sorpresa de descubrir que soldados a su mando se dedicaban a violar muchachitas le había dejado mudo, pero lo que resulta de todo punto indiscutible es el hecho de que por primera vez en la historia un mandatario español en las Indias Occidentales tuvo que aceptar las recriminaciones que un religioso le hacía en público por el injusto trato que estaban recibiendo los indígenas.

      Con el tiempo tal enfrentamiento se convertiría en algo cotidiano y en el eje sobre el que habría de girar la política imperial en el Nuevo Mundo, pero cuanto se dijese más tarde no sería más que una repetición falta de originalidad de cuanto el franciscano Fray Bernardino de Sigüenza le planteara en Xaraguá al gobernador Fray Nicolás de Ovando al día siguiente de la captura de la princesa Anacaona.

      Según él, los nativos no estaban siendo considerados como seres humanos, sino como bestias; no se respetaban sus derechos, y no se tenía en cuenta que eran tan hijos de Dios como pudiera serlo un andaluz, un catalán o un castellano.

      En dos palabras: estaban recibiendo un trato propio de herejes o de infieles, y no de simples paganos.

      Y ese era un concepto que había que tener muy presente en la España de los Reyes Católicos, y que a menudo olvidaban cuantos cruzaban el océano.

      Herejes e infieles se constituían, casi por antonomasia, en los enemigos declarados de Isabel y Fernando, pero los paganos no, puesto que los paganos estaban considerados como pobres seres ignorantes que no habían dispuesto de la oportunidad de conocer al único y verdadero Dios, por lo que los españoles tenían la obligación de llevarlos a la fe de Cristo a base de paciencia y comprensión.

      Había que odiar a moros, judíos o cátaros casi con idéntica fuerza con que había que amar a negros de África o cobrizos de las Indias, pues tanto mérito tenía a los ojos de los monarcas cortarle el cuello a unos como salvar el alma de los otros.

      Pero esas eran normas que no se estaban cumpliendo, y Fray Bernardino de Sigüenza no parecía dispuesto a consentirlo. La princesa Anacaona aún no había sido bautizada, y, por lo tanto, no había tenido ocasión de renegar