e históricas. También señalan que esta operación inevitablemente pone en juego presuposiciones generales y específicas propias de la época del historiador. Esto, sugieren con razón, pone en duda cualquier creencia ingenua en la pureza de los hechos históricos. Pero las “impurezas” presupuestas no los transforman en filósofos, precisamente por ser suposiciones puestas al margen de la discusión. Hasta aquí, pues, no se ha discutido con (no contra) Platón. Para hacerlo puede pretenderse la ilusa aventura de intentar hablar, experimentar y pensar como un contemporáneo del griego. Pocos hoy dirían que pretenden eso. Lo que resulta más común es asumir la inescapable ajenidad cultural y plantearse las propias contemporáneas y personales preguntas, tesis y argumentos (incluso las presuposiciones interpretativas usadas en la etapa anterior) que parezcan vincularse con lo que se ha entendido de lo dicho por Platón. Considerando así un conjunto de ideas que busquen iluminarse mutuamente mediante una crítica racional donde los dialogantes se comprometan con el intento de “refrendarlas o rechazarlas”. El ejercicio puede tener un efecto en la Historia al sugerir un regreso a la interpretación histórica, al intento de contextualizar en su época al antiguo, esta vez con cambios en los presupuestos con que se la vaya a efectuar. Hasta cierto punto, cualquier historiador de la filosofía toma en cuenta los enfoques, problemas y respuestas filosóficas que le son contemporáneas cuando trata de establecer lo que un autor lejano decía a sus contemporáneos. Pero en tanto lo haga porque ese ambiente filosófico suyo es presupuesto por su indagación como consecuencia de ser parte de la cultura de su época, actúa como historiador. En cambio, en la medida en que su tarea se centre en la discusión parcial de su propio contexto filosófico, esto es, si su intento de comprensión del autor ilustre es parte de su intento principal por adquirir una opinión fundada sobre algún asunto que lo ocupa personalmente y es calificado como filosófico por sus propios contemporáneos, actúa como filósofo. Es de rigor, en estos casos, agregar que no se pretende establecer una distinción tajante sino gradual. Eso permite evitar opinar sobre si quien produjo cierto texto particular es un historiador o un filósofo. Pero no exime del juicio sobre si el texto producido debe evaluarse total o principalmente como una contribución a la Historia o a la filosofía.18
La Historia de la filosofía es resultado del ejercicio de la profesión de historiador, con todas las deudas que se hayan contraído con ciencias auxiliares y con alguna filosofía. Pero, la profesión de historiador, debido a su indisputabilidad social, habilita empleos más seguros que los permitidos por la filosofía y entonces se expone, como ha señalado Paul Ricoeur, a propiciar escondrijos para quienes quieren o necesitan pasar por filósofos pero no pueden tolerar la angustia que genera “la responsabilidad de haber afirmado algo”.19 Que la filosofía universitaria se atribuya una prosapia milenaria ayuda a que estas personas se sientan respetables, sobre todo cuando la filosofía universitaria empieza a ser vista con desinterés y pesada desconfianza por la comunidad. Pero no es el único motivo. Cualquier reconstrucción del Canon debería explicitar una fuente más raigal para reclamar tanta herencia, pues no debe olvidarse que el Canon se formó en un tiempo que, a diferencia del nuestro, era culturalmente muy propicio para decirse filósofo profesional. Junto con el deseo de encontrar verdades inconmovibles, heredado de otras actividades del pensar, en Jonia ocurrió la primera manifestación del precepto cero.20 Enseguida se recomendó: examinen racionalmente sus vidas, es decir, sus creencias, propósitos, acciones, inquietudes, comunidades, mundos, políticas. La filosofía universitaria acudió implícitamente a esta idea cuando creyó que algo permite pensar unidas a tantas personas diferentes desgranadas durante tanto tiempo en ámbitos tan diversos: manifiestan esfuerzos intelectuales, reflexivos, que responden al consejo y ayudan a examinar la vida. Discutir la historicidad esencial de la filosofía también hace sentir la típica dificultad derivada del precepto: supone alguna determinada concepción del tiempo, el pensar, la intersubjetividad, la historia, y toda suposición debe ser filosóficamente cuestionable.
El precepto cero, creo, tiene el efecto benéfico de desmantelar los rasgos del Canon, según la versión CR, que están más ligados a posiciones específicas derivadas del idealismo alemán que lo hizo nacer.21 En particular, desdibuja la impresión, que el idealismo transmitió a las generaciones posteriores, de que una profesión universitaria llamada filosofía era el telos racional hacia donde se dirigía aquella intención reflexiva comenzada por los griegos. Incluso la vieja idea de buscar verdades necesarias tambalea en ese suelo. Porque no se vea la necesidad o porque no se espere verdad alguna. Exactamente por efectos como esos es que su incorporación al Canon impide que la disciplina filosófica propicie alguna normalidad profesional. La máxima socrática propone sostener siempre la disposición a cuestionar todo, ejerciendo el diálogo racional y aceptando vivir conforme a lo que resulte de la reflexión.22 Qué vaya resultando no está fijado. Teorías, silencio, ebanistería, neopensar, acción política, poesía, matemática, delito, (hasta son posibles la historiografía y la docencia).23 La filosofía universitaria se detiene antes, pero el filosofar continúa en sede personal.24 Pero aun así, la filosofía universitaria ya no puede construir un sentido para “filosofía” que ponga a la filosofía en el seguro camino de las profesiones.
Con el Canon así visto podemos mejorar el apoyo a la tesis de Rabossi según la cual la filosofía universitaria no es una profesión (en el sentido hoy usual de “profesión”). Pero no confirmamos su posición de que la filosofía según la filosofía universitaria, es decir, según la filosofía tal “como la concebimos, practicamos y valoramos” tenga que ser filosofía profesional (aunque no pueda). Recordemos la diferencia que el propio Rabossi hace (cfr. p. 20) entre el sentido de “filosofía” que llama “extensional”: el tipo de práctica teórica que transcurre en los departamentos universitarios llamados “de filosofía”, y otro sentido, que corre por cuenta de esos practicantes. Rabossi ve desplegado este segundo sentido en las distintas versiones de CR y entonces no puede verlo incompatible con CR. Pero como CR no es más que la explicitación de la práctica de la filosofía universitaria, el segundo sentido no podría ser más que una especificación del primero. Por tanto, piensa,
la institucionalización y la práctica profesional de la filosofía no son adornos circunstanciales, sino factores constitutivos de la manera como la concebimos, practicamos y valoramos; es decir, no son cosas que le ocurrieron fortuitamente a la filosofía en un determinado momento de su despliegue histórico, sino elementos necesarios del complejo cuadro institucional-doctrinal-comunitario-cultural que compone lo que damos en llamar “filosofía” (p. 195).
Que la institucionalización universitaria con pretensiones de generar una profesión autónoma es constitutiva de la filosofía universitaria es obvio por el modo en que se han elaborado estos conceptos, pero Rabossi quiere aquí oponerse a la tesis de que
existe una práctica teórica transhistórica, la filosofía, que se manifiesta aquí o allá, de distintas maneras, en diferentes momentos o períodos. Dado este supuesto, es natural inferir que el formato que adquiere en cada corporización es contingente respecto de su modo específico de ser […] (p. 195)
Intenta mostrar que la filosofía universitaria no permite pensar que haya otra actividad diferente que pueda llamarse filosofía. Que así como no existe la Historia de la filosofía como una disciplina única y permanente, como una clase natural disciplinal, “la filosofía tampoco existe como una clase natural disciplinal” (p. 197).
Para explicar el carácter general de un predicado o de un concepto, por ejemplo el concepto de filosofía, no es preciso creer que los rasgos que se utilicen para aplicarlo sean abstractos o ahistóricos, ni creer que establecen condiciones necesarias y suficientes para su aplicación. Déjese en suspenso el carácter de esos rasgos y sustitúyase la idea de condiciones necesarias y suficientes por la de parecidos de familia. Basta con eso para encontrar similitudes entre ciertas prácticas alojadas en el Liceo, en las universidades medievales, en salones del siglo dieciocho y en circunstancias parecidas. Semejanzas suficientes para justificar el empleo de “filosofía”, con el mismo significado, para todas ellas. El precepto cero es buena guía. Ayuda también despojarse de la idea, vinculada al Canon, si no perteneciente a él, de que las prácticas anteriores llamadas “filosofía” fueron ensayos fallidos de lo único que