Alberto Hernández

El nervio poético


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      15.- La próxima vez no se me escapará tan

      [fácilmente.

      Y en diciendo esto, José Lira Sosa recibió de alguien, de un fantasma ebrio, una cerveza helada. Y así se sentó al lado de una mujer que cada diez minutos se levantaba y bailaba una danza extraña, fantasmal. Alguien parecido a André Breton le extendió una mano.

      Con la barba rizada por un viento frío, entra Ludovico. Viene con Beatriz, acorralado por duendes y fantasmas de variados colores. Con el vino en las ojeras y el trasnocho en la lengua, se sienta y calumnia el clima que trae de la calle. Enciende un cigarrillo y se mira las manos de uñas largas. Guiña un ojo y le traen una copa. Abre la boca, expulsa el humo y con el humo sale el poema:

      Yo supe en otro tiempo lo que es la poesía. Conocí

      la máscara más profunda de todas.

      Y la viví hasta su fondo absoluto de rostro debajo

      del rostro.

      Supe lo que ella es en todo su veneno, su hipócrita

      manera de decir bien lo que está mal,

      sus costumbres nefastas de hablar con elegancia

      [cuando

      se tienen los huesos del corazón podridos y

      temblando.

      Y enjoyarse locamente a solas y en tinieblas, como

      una puta borracha,

      pero aun así es mala, tenebrosa costumbre. Así

      [es ella,

      según la he conocido.

      Y para algo me ha servido la poesía: para

      [disimularme.

      Cuando era un inocente imbécil

      [ilusionado, cuando creía

      en los dioses y en mi destino

      ella me servía para aparecer como un gigante

      [atormentado

      y luego cuando me llené de desgracia y terror

      [verdaderos,

      cuando sepulté el rostro en el fango

      mi único recurso fue escribir de mí mismo que era

      un ángel sin mancha y sin recuerdos.

      Después, la poesía se despidió de mí. Luego de

      [haberme

      zarandeado un tiempo.

      El águila consideró en las alturas que era hora de

      soltarme como gallina o trapo

      y voló hacia otros continentes, como un gran dólar

      por los cielos.

      Cerró los ojos y vació la copa completamente en su boca. Las lágrimas salieron producto del ardor en la garganta. Colocó una mano en una de las rodillas de Beatriz y calló para siempre durante toda la noche.

      Desde la distancia que ofrece la ficción, Pepe y Eugenio se incorporaron. El primero afirmó sin ninguna duda:

      —Eugenio, Todos han muerto, bebamos y cantemos porque también pasaremos por esa experiencia con nuestros poemas a cuesta.

      El aplauso fue general. Entonces amaneció y nadie se dio cuenta de que el fantasma del árbol había desaparecido. Y el árbol también.

      —Carajo, este país si cambia. Todos los días tenemos un paisaje nuevo. Eso quiere decir que nos estamos muriendo, sentenció Orlando Araujo recién dado de alta de uno de sus sobresaltos hepáticos.

      (4)

      LA CONVERSACIÓN SE ALARGÓ casi hasta el amanecer. Eugenio destacó el color que el cielo protagonizaba por el Este del mundo. Comparó los ocasos de Güigüe con las caídas de sol de Galicia. Pepe, ligado a las alturas, era de la opinión de que ese mismo cielo a veces es un personaje acomplejado, ambiguo y gallego.

      Ambos hombres, ahora recostados de una baranda que daba a una calle, leían el destino de sus vidas. Ninguno de los dos advirtió que la muerte estaba a sus espaldas, recostada en el sofá del apartamento.

      —Todo poeta es mirado desde la muerte, la que carga a despecho de la conciencia del Otro, dijo Montejo.

      —Todo poeta mira su propia corriente alterna, su electricidad, su energía en el poema. Pero está destinado a borrarse, a quemarse con el mundo. Un solo poema hace de su historia un extraño, un sujeto de silencio. Un lugar para las cenizas. Un adversario del tiempo, completó Barroeta.

      Frente a los ojos de los personajes apareció el día. Sus sombras se alargaron, quedaron detenidas en el piso.

      Ahora no hay nadie.

      (5)

      EL PENSAMIENTO POÉTICO arrastra mucho polvo viejo. Ya las metáforas existían antes de que el mundo apareciera como tal. Una esfera brillante, el ojo del universo: la mirada de Dios y todos los secretos que guarda aún en estos tiempos de tantísimos libros, unos legibles, otros insoportables, como éste, que no es libro y que es insoportable.

      No deja de ser un ejemplo la pesquisa realizada por Mairena, quien citado por Miguel Casado afirma: «En la gran ruleta de los hechos es difícil acertar, y quien juega suele salir desplumado. En la rueda más pequeñita de las razones, con unas cuantas preguntas se hace saltar la banca de las respuestas. Por eso damos nosotros tanta importancia a las preguntas. En verdad, ésa es la moneda que vuelve siempre a nuestra mano».

      Las palabras ruedan en medio de las tribulaciones de quien las usa. Un poema no es más que un milagro cotidiano, porque éstos ya son normales, tan comunes algunos que no asombran. Todo poeta tiene su horario. No obstante, como escribe Roberto Juarroz: «Tal vez la poesía nos salve todavía del infierno de los habladores profesionales». Y, en efecto, hay mucha poesía habladora, pero además, profesional. Atizada por los remilgos y hasta por la falta de nervio, de la neuralgia propia de quienes deberían sentirla temblor y conmoción.

      De allí que la metáfora, esa efigie que aún mira de frente, siga su trayecto en poéticas anémicas, desvinculadas de la sangre, de los huesos, del semen y el orgasmo de la nocturnidad verbal. Quién puede decir algo en contra de la aforística presencia de Mairena, si, precisamente, ese rostro oculto de Machado no es más que un aforismo: son conciencias reveladas, preparadas para infundir poesía, para mitigar los conceptos elegidos por cierto facilismo.

      Poesía cataléptica, osada, más bien poema, «artefacto», máquina de descontar sueños. Idea en la que Octavio Paz pasa y repasa sus horas.

      —También el silencio es un poema. Contradicción que admite el hecho de que en el silencio también hay palabras, arguye Montejo.

      —El pensamiento poético está por detrás de las palabras. ¿Cómo sabemos de la presencia del pájaro o del asesino en el momento de poner el huevo, el primero, o de clavar la puñalada, el segundo? Habrase visto ave que apuñale o criminal que empolle, bromea Barroeta.

      (6)

      HANNI OSSOTT SE DERRAMA con el poema. Ella se lee en su verso angustiado. Se indaga, se limpia el cuerpo. Hace un poema de un ensayo. Ensaya y se hace huesos de las imágenes que usa, las que invoca para derramarse. Muchas fueron las experiencias que llevó en los textos. La de la mística, la del éxtasis, las del cuerpo aterido, enfermo y sano, distante.

      —¿Quién puede recoger los restos de sus palabras, las que nos quedaron grabadas sin necesidad de oírlas?, se pregunta Montejo.

      —Si la leemos, podríamos volver a Hanni y encontrarla, aun en la Muerte: