escuela donde puedas estudiar. El viaje nos llevará casi veinte días.
“No sé si me daré por satisfecho con cualquier escuela”, reflexionó Alfredo durante unos instantes. Su confianza en la fe adventista había aumentado firmemente durante el último tiempo.
–Me gustaría asistir a ese colegio adventista que hay en la ciudad de San Pablo –sugirió Alfredo.
–Yo no tengo dinero para enviarte tan lejos. Pero encontraremos alguna escuela en el interior del Estado.
Alfredo estaba perplejo. Aunque el tío Juan estaba dispuesto a cumplir con su palabra, Alfredo no estaba dispuesto a ir a cualquier escuela. Durante ese año de permanencia en su hogar había obtenido informaciones adicionales sobre el colegio adventista, y su corazón le decía: “O la escuela adventista o ninguna”. Al día siguiente, el tío Juan arreaba solo su hato de vacas a través de los campos.
Pocos días más tarde, algunos forasteros, que trataban de encontrar a una familia que vivía por esos lugares, se detuvieron en la casa de los Barbosa. El señor Ernesto Matías estaba guiando a los ministros adventistas Max Rhodes y Godofredo Ruf hasta el sitio donde vivía una familia adventista aislada: los Asunción.
–Nosotros también somos adventistas –anunció Alfredo; aunque esta era la primera vez en su vida que conversaba con pastores adventistas.
–¡Maravilloso! –respondió el señor Matías–; entonces tú podrás decirnos cómo llegar a casa de la familia Asunción. Sin duda tú los conoces.
–En realidad, no los conozco; pero con los informes que ustedes tienen yo los voy a hacer llegar hasta la casa.
–¿Vendrías con nosotros para mostramos el camino? ¡Magnífico! –dijeron los misioneros.
–Sería mejor que nos quedáramos aquí esta noche, y mañana temprano podremos iniciar nuestro viaje. Nos llevará un par de días llegar hasta allá, porque en la mayor parte del trayecto no hay buenos caminos.
Había muchas preguntas en su mente, la mayoría referentes al colegio adventista cercano a la ciudad de San Pablo. Por otro lado, los Barbosa conocían tan poco acerca de las creencias y las normas de la iglesia que casi hasta medianoche cada minuto fue dedicado al estudio de las verdades de la Biblia.
Tal como Alfredo lo suponía, emplearon más de dos días en encontrar la casa de la familia Asunción. El padre había fallecido, dejando solas a su esposa y a su hija Aurea, de 16 años.
–¡Por fin llegaron, señor Matías! –exclamó Aurea–. Esta es la visita que usted nos ha estado prometiendo tanto tiempo.
–Y esta vez no he venido solo. Aquí están el pastor Ruf y el pastor Rhodes.
–Apenas los vi tuve la seguridad de que ellos eran los pastores que usted nos había dicho que vendrían. Pero, ¿quién es el joven que está allí, bajo el árbol? Vino con ustedes, ¿verdad?
–Oh, ese es un joven amigo que yo traje para ti, Aurea –repuso bromeando el señor Matías, quien era, para Aurea, casi como un padre. El rostro de Aurea se sonrojó un tanto mientras procuraba aparentar indiferencia. Alfredo era tan tímido para tratar con extraños, especialmente con señoritas, que inmediatamente se había separado de los tres hombres. La curiosidad de Aurea era demasiado fuerte. Con un almohadón bajo el brazo, caminó hasta el plátano a cuya sombra se había recostado Alfredo para descansar.
–El suelo es un poco duro. Aquí tienes un almohadón, que ayudará un poco –le sugirió amablemente.
–Estoy bien, no necesito el almohadón –replicó, huraño, Alfredo.
Ella se quedó a poca distancia, tratando de entablar una conversación. Pero él se negaba a entrar en tema. No era que no le interesase, sino que nunca había hablado con señoritas fuera del círculo de su familia.
–Alfredo es un buen muchacho, Aurea. ¿No conseguiste relacionarte con él? –le preguntó más tarde el señor Matías, en un tono medio burlón.
–Yo hice mi parte, pero él no quería hablar –repuso la niña riendo entre dientes–. Quizás una buena cena lo haga sentirse mejor.
Ni una buena cena, ni una noche de descanso ni un abundante desayuno pudieron ahuyentar la timidez de Alfredo. Durante el día y medio que estuvo en la casa de los Asunción, se volvió tan invisible e inaudible como pudo.
–Alfredo, ¿no te agrada Aurea? –le preguntó el señor Matías mientras hacían el viaje de regreso–. Realmente es una niña preciosa... ¡y buena!
–¡Es una señorita hermosa! –exclamó Alfredo–. Pero ahora no puedo pensar en chicas. ¡Debo pensar en una educación! Quizás algún día nos encontremos otra vez; quién sabe...
Capítulo 2
ALFREDO SE ENROLA EN EL EJÉRCITO
El trabajo en la granja aumentaba y Alfredo estaba ocupado, demasiado ocupado como para siquiera tener tiempo de practicar lo que había aprendido en sus seis meses de estudio. Sin embargo, no había olvidado su meta de ir a la escuela adventista cercana a San Pablo. El correo no llegaba regularmente, porque no había servicio postal oficial en esa parte del país; solo cuando alguno de la familia podía ir a Campo Grande era factible conseguir diarios y revistas. Entre estas, compraban la Revista Adventista, por la que Alfredo obtenía informes adicionales del colegio al que ansiaba asistir.
Cierto día, hallándose de visita en Campo Grande, vio un regimiento del Ejército que desfilaba en la calle principal del pueblo. Toda la población, unas diez mil personas, habían ido a verlo y vitoreaban a su paso.
“Esto es lo que yo necesito”, pensó, mientras su corazón latía al ritmo del de los jóvenes soldados. “Es hora de que me una al Ejército. Quizá me resulte más fácil observar el sábado allí que en casa, donde hay tanto trabajo”.
Antes de que terminara el día, Alfredo se había enrolado en el Regimiento de Campo Grande. No habiendo tenido oportunidad de asistir a ninguna iglesia adventista, conocía poco acerca de sus creencias, sin embargo renovó su suscripción a la Revista Adventista.
Equipado con una biblia y algunos libros religiosos, se dijo: “Ahora dispondré de más tiempo para estudiar y aprenderé a leer mejor”.
Aunque no era miembro de iglesia, deseaba contar a sus camaradas todo lo que sabía. Pronto, comenzó a leer a uno de sus compañeros la Biblia y los artículos de la Revista Adventista. Uno de esos artículos contaba el caso de un joven del Estado de Río Grande del Sur (el ahora pastor Emilio Azevedo) que, tras mucha insistencia, consiguió permiso para observar el sábado como el día de reposo ordenado por Dios.
“Si tengo que afrontar las mismas dificultades y aun más severas, no importa; estoy dispuesto a todo”. Fue su decisión y promesa ante Dios; obedecer su Ley y guardar mejor el día de reposo.
–Sargento, hay un asunto importante del que quiero hablarle –le confió a su superior poco tiempo después.
–Diga de qué se trata, amigo. ¿Qué es eso tan serio?
–Bien, yo no podré trabajar más en sábado. Es el día del Señor y voy a observarlo como mi día de descanso.
–Bien, hijo, esto es el Ejército; tú sabes. Si tenías ideas raras como esta, ni siquiera deberías haberte asomado por aquí.
–Sé que parece una locura, pero seguramente es posible que me den el sábado libre, ¿verdad? Todos los demás compañeros quieren que se les dé el domingo, de modo que yo trabajaré los domingos. ¿Qué le parece?
–No puedo prometer nada. Pero jugaré mi cabeza en tu favor y le hablaré al comandante sobre el asunto. ¿Está bien?
–Gracias por su ayuda. Apreciaré mucho lo que usted haga –contestó con un suspiro de alivio, como si el problema ya estuviese solucionado.
Y en realidad lo estaba. Desde entonces