Ingmar Bergman

La buena voluntad


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No en este caso.

      conde svante: Pues venga a tomar el café con la condesa y las chicas. Y con su amigo. ¿Cómo dice usted que se llama?

      henrik: Ernst.

      El conde, risueño, palmea al señor Bergman en la espalda.

      El calor empieza a apretar y el polvo vuela en las secas ráfagas de viento. Henrik y Ernst van camino de Upsala en bicicleta. Pedalean uno al lado del otro por el accidentado camino. Sandalias, pantalones un poco remangados, camisa abierta. Mochilas con diversas pertenencias. Chaquetas, ropa interior, calcetines envueltos en impermeables, en el portaequipajes. Gorras de bachiller. Despacio. Han salido a las cinco y entre los muchos descansos y los baños, han llegado solo hasta la iglesia de Jumkil.

      Hay movimiento de gente. Se forman grupos que van siguiendo el borde del camino: hombres endomingados con sombreros redondos, cuello y corbata. De repente, un terrón de tierra le da a Ernst en mitad de la espalda. Se para y se vuelve. Henrik se para un poco más allá. Pasa un grupo de hombres hablando entre ellos, pero sin mirar a Ernst. Un hombre alto y delgado se adelanta corriendo de improviso y le arranca la gorra de bachiller a Henrik, escupe sobre ella, la tira al suelo y la patea. Henrik se queda perplejo. Ernst pasa pedaleando y le hace señas de que se dé prisa.

      Llegan a la estación de Bälinge: un tren especial con muchos vagones está parado en una vía muerta. Alrededor del tren, mucha agitación. Una banda de música saca los instrumentos, se van desplegando banderas. Un centenar de hombres se mueve en la polvorienta explanada de la estación, envuelta en la blanca luz solar.

      ernst: Ya veremos si hay clase este trimestre.

      henrik: ¿Por qué no iba a haber?

      ernst: ¿Es que no lees los periódicos?

      henrik: ¡Como si tuviera dinero para eso!

      ernst: Dicen que va a haber huelga general y lockout. Para agosto, a más tardar.

      Henrik no contesta. Se siente confundido y avergonzado de ignorar, como de costumbre, esos asuntos.

      A eso de la una llegan a una Upsala desierta. El sol cae de plano en la calle Trädgårdsgatan y las sombras se han retirado bajo los castaños. Dejan las bicicletas en el patio empedrado y toman el equipaje. Anna ya les ha visto y sale corriendo. Tiene las mejillas rojas y está morena. El pelo recogido en una gruesa trenza. Sobre el vestido de hilo lleva un gran delantal de cocina con las hombreras plisadas, anchas como alas de ángel. Se abraza a Ernst y le da un beso en la boca, luego se vuelve hacia Henrik y le tiende la mano sonriendo.

      anna: ¡Qué bien que hayáis podido venir los dos! Buenos días, Henrik. Bienvenido a casa.

      henrik: Me alegro mucho de volver a verte, Anna.

      Se tratan con cumplido y un tanto azorados. Esto, en realidad, es tráfico ilegal, sin que lo sepan los padres y sin su permiso.

      ernst: Ahora un baño frío, cerveza fría, dos horas de sueño y una buena comida, y después fiesta con improvisaciones. ¿Os parece bien?

      Arrastran la enorme tina de latón hasta la cocina y la llenan con cubos de agua fría. Henrik y Ernst se refriegan con jabón y esponja. Anna les ha sacado botellas de cerveza de la nevera. Después de secarse —Anna está sentada en la leñera del vestíbulo— y de vaciar la tina en el desagüe, junto a la bomba del patio, se instalan cada uno en su cuarto: Ernst en el suyo de siempre y Henrik en el del servicio, detrás de la cocina. Está orientado al norte, es fresco y un poco oscuro. El papel de las paredes es de color cardenillo y huele a ­arsénico, el techo es alto y adornado con manchas de humedad. Henrik se estira en la estrecha cama crujiente. En la pared hay un cuadro que representa una diligencia parada junto a una posada de pueblo, con gente andando entre coches, carros y casas, perros que ladran y un caballo encabritado. Sobre una cómoda alta, pintada de marrón y con tiradores de bronce, hay un reloj dorado con cuatro patas. Hace un tictac simpático y diligente. Las sábanas y la almohada huelen a espliego. El espeso follaje está inmóvil, casi pegado a la ventana. En esto, sopla un poco de viento, las hojas se mueven con pereza, se oye un rumor durante unos instantes. Después, vuelve el silencio.

      Henrik oye a los dos hermanos riendo y charlando en algún lugar en las profundidades del piso. Súbitamente se siente invadido por una gran paz, apenas sabe qué es lo que hace que se le llenen los ojos de lágrimas. Pero qué es lo que me pasa, murmura para sí mismo. Y se queda dormido.

      Ernst lo despierta sin contemplaciones: qué manera de dormir es esa, tres horas has estado durmiendo, ahora tienes que espabilar, ven, que vas a oír una cosa divertida. Pero chist, no hagas ruido, que no se dé cuenta. Ernst lo toma de la mano y lo conduce a través de la cocina, en la que se notan algunos preparativos para la cena. La puerta que da al vestíbulo está entreabierta. Se oye la voz de Anna. Está hablando por teléfono.

      anna: ¡Cuánto me alegro de que hayas llamado, mamá! Sí, sí, Ernst ha llegado muy bien. ¿Cómo? Que sí, que llegó muy bien, digo. En este momento está roncando como un ángel bendito. No se oye muy bien. Que no se oye muy bien. ¿A papá le duele el estómago? Como siempre, pobre papá. ¿Que qué vamos a hacer esta noche? Pues seguramente iremos al parque Odin, hay un concierto. ¿Que si estamos solos? ¿Cómo dices, mamá? Solo estamos Ernst y yo. ¡Uy, qué cara va a salir esta llamada, mammchen! Muchos saludos a todos. Va a haber tormenta, se oyen muchos ruidos en el teléfono. Muchos besos, mammchen, y no te olvides de darle un abrazo a papá de mi parte. ¿Qué dices, mamá? ¿Que tengo la voz rara? Son figuraciones, es que se oye muy mal. Adiós, mamá, vamos a colgar.

      Anna cuelga el auricular y le da a la manivela, va corriendo a la cocina, le tira del pelo a su hermano y le echa luego los brazos a la cintura. Ten cuidado con mi hermana, dice ­Ernst con ternura. Ten muchísimo cuidado. Es la más sincera hipócrita y la más experta embustera de la cristiandad.

      La cena quizá no sea precisamente exquisita, pero resulta, de todas maneras, divertida. Ernst ha manipulado con suavidad el candado de la bodega del director de Tráfico y ha puesto a enfriar unas botellas de borgoña blanco, el oporto está en el botiquín. Las ventanas están abiertas hacia el ocaso y el silencio de la calle, se oye una tormenta camino de algún sitio y el sol se ha apagado, sumido en una nube azul oscuro más allá del tejado de cobre de la biblioteca Carolina Rediviva. Anna se ha arreglado con gusto: lleva una blusa de seda fina color sepia con escote cuadrado, mangas largas y puños de encaje. La falda tiene un corte muy elegante, el cinturón es ancho con hebilla de plata. Se ha recogido el pelo en un moño bajo. Los pendientes son pequeños y brillan discretamente, pero se nota que son caros.

      ¿De qué hablan? Pues, por supuesto, de la insólita experiencia en la estación de Bälinge; luego hablan de Torsten Bohlin, que se ha ido a Weimar para seguir después hasta Heidelberg. Le ha escrito varias cartas a Anna, que se las ha encontrado aquí, en casa, alguien olvidó pedir que se las reexpidieran. La culpa es solo mía, dice Anna, a papá nunca le gustan mis pretendientes. Solo Ernst, dice Ernst, y se echan a reír los tres. Anna toma de la mano a su hermano. Mira a ver si hay puros en la caja de papá, dice.

      Y los hay; bastante resecos, sí, pero se pueden fumar. Ernst le hace contar a Henrik el altercado en Åkerlunda. Y de pronto Henrik se vuelve hacia Anna, la mira intensamente y dice: ¿y tú vas a ser enfermera? Lo que lleva a Anna a ir en busca de un pequeño álbum: esta es la clínica Sophia, ¿ves?, y aquí en la parte de atrás, con las ventanas al parque y al bosque de Lill-Jan, tenemos las clases. Y aquí están los dormitorios, están bastante bien, solo vivimos dos en cada cuarto. La comida también es buena, y los profesores, estupendos. Aunque la disciplina es muy rígida. Y los días muy largos, nunca menos de doce horas. Desde las seis y media de la mañana hasta mucho después de las seis de la tarde. Así que para entonces una ya está muerta, ¿sabes Henrik? Anna está de rodillas en la silla de comedor, muy cerquita de Henrik, huele a algo fresco y dulce, no es exactamente perfume, sino tal vez un buen jabón. ¿O quizás es que ella huele así? ¿Solo ella? Ernst está sentado a la cabecera de la mesa, balanceándose en la silla con el puro entre el pulgar y el índice. Mira sonriente y, sí, un poquitín borracho a su hermana y a su amigo. Henrik siente el antebrazo de ella contra el suyo, su cabello le hace cosquillas cuando inclina la cabeza para buscarse