Ingmar Bergman

La buena voluntad


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Mi hermana va a ser hermana, mi hermana, hermana Anna, dice Ernst, y los tres se echan a reír. Por cierto, hacéis muy buena pareja juntos.

      Anna cierra de golpe su álbum y deja espacio entre ella y Henrik. ¿Te parece atractiva mi hermana? Más que atractiva, contesta Henrik con seriedad. E insiste: ¿qué quieres decir con eso? No lo estropees todo ahora que lo estamos pasando tan bien, dice Anna un poco enfadada y sirviéndose un poco de oporto. Me ha caído una gota en la falda, dice luego. Haz el favor de darme la garrafa de agua, Henrik, es mejor probar con agua. ¡Qué mala suerte! La falda nueva. Ernst y Henrik miran cómo Anna frota la mancha con su servilleta. La falda ciñe la redondez de la cadera y del muslo.

      Terminan la bebida y recogen la cocina juntos. Ernst friega, Henrik seca, Anna ordena y coloca en alacenas y cajones. ¿De qué hablan mientras? Probablemente los dos hermanos cuentan cosas de mammchen: es mamá la que manda, mamá gobierna, mamá decide. Mamá se pone a hablar con papá, justo cuando este acaba de sentarse en su sillón preferido con el periódico y el cigarro de la mañana, y dice: oye, ­Johan; o bien: oye, Åkerblom (si es algo importante), ahora tenemos que decidir por fin si le echamos una mano a Carl otra vez con la letra de cambio o si dejamos que acuda a los desgraciados de los usureros, como siempre, eso ya lo sabemos. Tú decides, dice papá Johan. No, Johan, protesta mammchen sentándose, ya sabes que en los asuntos económicos siempre hago lo que tú dices, ¡no puedes seguir usando esa chaqueta, está empezando a salirle brillo en los codos!

      Los hermanos son buenos comediantes, se ríen e interpretan, Henrik se deja ir, nunca antes ha visto seres tan hermosos. Siente una intensa nostalgia, pero no sabe bien de qué.

      O así, dice Anna, atropelladamente, haciendo de mamá Karin. Oye, Ernst, escucha, ¿quién era la dama con la que estabas el jueves en el café Ekberg? Bien que os vi por la ventana, de algo muy misterioso debíais de hablar, porque os olvidasteis del chocolate y del pastel. Sí, sí, era bastante guapa, muy guapa, incluso, pero ¿era una chica verdaderamente fina? ¿Qué ha sido de Laura? Laura nos caía muy bien a papá y a mí. Es una pena que no sientes cabeza, querido Ernst, estás demasiado mimado por las chicas. No tienes más que mover el dedo meñique y vienen al galope y a montones. Tu amigo, ¿cómo se llama? ¿No se llama Henrik Bergman? Será también un cabeza de chorlito que seguramente se trae muchos líos de faldas. Es demasiado guapo para que una joven se atreva a confiar en él.

      Por la noche empieza a llover. Se han sentado en el salón verde, entre sillones cubiertos de sábanas y cuadros tapados. Al oscurecer, los suelos de madera, despojados de alfombras, parecen más blancos, las ventanas sin cortinas se recortan con perfiles más acusados. Ernst canta un lied de Schubert con clara voz de barítono y Anna lo acompaña al piano. Es del ciclo La bella molinera, la canción número 18: «Ihr Blümlein alle, die sie mir gab, euch soll man legen mit mir ins Grab». Los sonidos flotan lentos a través de la habitación en penumbra. Dos velas alumbran a Ernst y a Anna, que se inclina sobre las notas. «Ach. Tränen machen Nicht maiengrün, machen tote Liebe nicht wieder blühn…».

      Henrik contempla el rostro de Anna, la suave línea de la boca, el dulce resplandor de los ojos, la brillante oleada del pelo. Cerca de ella, con la cara vuelta hacia Henrik, pero en este preciso momento con los ojos cerrados, Ernst, con su fino y escaso pelo peinado hacia atrás, la boca pálida, los rasgos faciales muy acusados.

      Henrik contempla fijamente a los dos hermanos, detiene el tiempo, ahora no puede correr sin más ni más, ni de cualquier manera. Él nunca ha vivido nada semejante, no sabía que existían esos colores, un espacio cerrado se abre. La luz se hace más intensa, se marea: así que esto puede vivirse. Esto puede vivirlo él también.

      ernst: Schubert sabía mucho del espacio, del tiempo y de la luz. Juntó elementos inimaginables y sopló sobre ellos. Y así los hizo comprensibles para los demás. Los instantes le atormentaban y los resolvió para nosotros. El espacio era escaso y sucio. Nos resolvió el espacio. Y la luz. Él vivió entre frías y crueles sombras y nos puso la tierna luz a nosotros. Era un santo. (Guarda silencio. Silencio).

      anna: Propongo que demos una vuelta hasta el puente Fyris antes de acostarnos.

      ernst: Está lloviendo.

      anna: Solo son unas gotas. Y Henrik, que se ponga la gabardina de papá.

      henrik: A mí me apetece.

      ernst: A mí, nada.

      anna: Venga, Ernst, no seas bobo.

      ernst: Id tú y Henrik. Yo me quedo y liquido lo que queda en la botella.

      anna: Pero yo quiero que vengas. Y no solo quiero, exijo que vengas. Así que ya lo sabes.

      ernst: Anna es hija de su madre. En todos los aspectos.

      anna: Mi hermano carece de la más elemental sensibilidad. Es una lástima, la verdad.

      ernst: Ahora no entiendo de qué estás hablando.

      anna: Eso es lo que pasa. ¡Que no entiendes!

      Pasean bajo la suave lluvia de la noche estival. Anna en el centro, bastante más baja, llenita, flanqueada por los gallardos jóvenes. Van los tres del brazo y andan despacio. Ninguna farola enturbia la luz de la noche. Se paran a escuchar.

      La lluvia se cuela por los árboles.

      anna: Callad. ¿Oís? Un ruiseñor.

      ernst: Yo no oigo nada. En primer lugar, no hay ruiseñores tan al norte, y, en segundo lugar, el ruiseñor no canta después de San Juan.

      anna: Calla. No paras de hablar.

      henrik: Pues sí, sí, es un ruiseñor.

      anna: Escucha bien, Ernst

      ernst: Anna y Henrik oyendo ruiseñores en julio. ¡Estáis perdidos! (Escucha). Pero ¡coño!, si es verdad que es un ruiseñor.

      Esa misma noche, a las dos, se divisan relámpagos a través de la clara persiana del cuarto del servicio. De vez en cuando se oye un lejano retumbar de truenos. El susurro de la lluvia es irregular, a veces más intenso, a veces apenas un débil goteo. De pronto, el silencio puede ser tan grande que Henrik oye los latidos de su propio corazón y de su sangre en el tímpano. Está desvelado, yace boca arriba con las manos detrás de la cabeza y los ojos completamente abiertos: Así es, así puede ser. ¡Incluso para mí, Henrik! La abertura del espacio, tan herméticamente cerrado antes, se va haciendo cada vez más grande, es como un vértigo.

      Alguien anda por la cocina, la puerta se abre chirriando de modo particularmente manifiesto, esto no es ningún sueño. Anna está en el rectángulo iluminado, no puede verle la cara, todavía está vestida.

      anna: ¿Estabas durmiendo? No, ya sabía yo que no dormías. Pensé: Voy a ir a ver a Henrik y decirle lo que pasa.

      Sigue inmóvil en el vano de la puerta. Henrik no se atreve a respirar. Esto es muy serio.

      anna: Yo no sé qué me pasa contigo, Henrik. No está bien que estés aquí conmigo. Pero es mucho, muchísimo peor cuando estás lejos de mí. Yo siempre…

      Calla y reflexiona. No cabe la menor duda de que es de vital importancia ser veraz. Henrik quiere hablar de su turbación, del espacio cerrado y abierto, pero es demasiado complicado.

      anna: Mamá dice que lo más importante es conocer los propios sentimientos. Yo siempre he sido sensata para eso. Así que me parece que tengo bastante confianza en mí misma, la verdad.

      Vuelve la cabeza y da un paso atrás. La luz del amanecer entra por la ventana de la cocina y le da ahora de lleno en la cara. Henrik ve que ha llorado. O que llora. Pero la voz es serena.

      anna: No se puede… Mamá y otros, mis hermanastros, por ejemplo, dicen que he heredado mucho entendimiento, tanto de papá como de mamá. Siempre me he sentido un poco orgullosa cuando me han elogiado por mi sensatez. He pensado que así debe ser la vida y que así quiero yo que sea. No tengo, verdaderamente, por qué tener miedo. (Silencio, largo silencio). Pero ahora tengo miedo o, para ser sincera: si lo que siento es miedo, entonces tengo miedo.

      henrik: También yo tengo miedo.