Alberto Vazquez-Figueroa

Tierra de bisontes. Cienfuegos VII


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por lo que resultaba preferible mantener su inveterada costumbre de andar siempre descalzo,

      Se agenció de igual modo una herrumbrosa ballesta y un largo arpón, cuya punta adosó al extremo de su pértiga puesto que le hacía mucho mejor servicio que el cuchillo.

      La red de la hamaca en la que había dormido le sirvió de hatillo en el que envolver la vela de la barca así como un pequeño barril de pólvora, y cargó de igual modo con pedernal y yesca, un rollo de cuerda, un plato de latón y una abollada cacerola.

      Luego emprendió sin prisas el camino, rumbo al norte, sin volver ni una sola vez el rostro porque le constaba que el esqueleto del «Princesa del Mar» era su último lazo de unión con el que había sido su mundo.

      Durante mucho tiempo Cienfuegos se preguntó por qué razón hacía decidido abandonar la costa en su camino hacia el oeste en procura de un punto desde el que tal vez pudiera dar el salto a Cuba y de ahí a su isla, optando no obstante por encaminarse al norte aun a sabiendas de que de ese modo se adentraba en el corazón de una desconocida región que presentía demasiado extensa.

      A la larga tan solo encontró una respuesta válida a semejante demanda: lo hizo por la necesidad de sentirse acompañado, de hablar con alguien que le entendiera y de compartir con su propia gente los temores y las esperanzas ante un futuro que se presentaba ciertamente imprevisible y angustioso.

      Y es que las horas, los días y las semanas de absoluta soledad y obligado silencio comenzaban a pesar sobre su ánimo como una losa de mármol.

      Cuando navegaba a bordo de la «María Galante» –¡qué difícil le había resultado siempre llamarla «Santa María»!–, el afectuoso y paciente Juan De La Cosa, el mejor cartógrafo de su época, le había inculcado su apasionada afición a la astronomía, enseñándole a reconocer las principales estrellas y constelaciones, al tiempo que le explicaba cómo se movían y de qué forma un buen observador podía saber dónde se encontraba o hacia dónde se dirigía tan solo con observarlas.

      De niño, cuando la mayor parte de las veces se veía obligado a dormir al aire libre en lo alto de un risco sin más compañía que las cabras, solía pasar largas horas contemplando esas mismas estrellas, por lo que lógicamente había llegado a la conclusión de que constantemente se movían e incluso ocupaban distintas posiciones según las diferentes épocas del año, pero nunca se había sentido capaz de darles una explicación a tales cambios, entre otras cosas por el simple hecho de que tampoco se le había pasado por la cabeza la posibilidad de que la Tierra fuera redonda.

      ¿Lo era realmente?

      A veces no podía evitar plantearse serias dudas, lógicas por otra parte en un hombre al que le había tocado vivir en unos tiempos en los que Juan Sebastián Elcano aún no había circunnavegado el globo, demostrando de un modo absolutamente irrefutable la veracidad de tan controvertidas teorías.

      Y es que por otra parte la región en la que se había internado no contribuía en lo más mínimo sacarle de dudas al respecto, pues era tan plana como lo fuera en su día el mismísimo «Mar de los Sargazos», de nefasta memoria.

      Jornada tras jornada, y como si se tratara de una auténtica pesadilla, lo único que se ofrecía a los ojos de un gomero acostumbrado a los mil accidentes de su isla natal, en la que resultaba imposible caminar más de cinco minutos por un llano, era un horizonte verde o amarillento en el que, muy de tanto en tanto, destacaba una ligera ondulación que apenas superaba su propia altura.

      Hierba crecida, que incluso en ocasiones le llegaba al pecho y que se encontraba fuertemente afirmada a una tierra suelta y sin consistencia, de tal manera que cuando la arrancaba de raíz lo que quedaba bajo ella era una especie de polvo blanquecino que un viento firme y constante se apresuraba a arrastrar muy lejos.

      Abundaban, eso sí, los anchos ríos y las extensas lagunas ricas en peces, en cuyas orillas solía tropezarse con liebres y pequeños venados a los que solía abatir de un certero disparo de una antaño herrumbrosa ballesta que ya se había preocupado de lijar con sumo cuidado, dejándola limpia y reluciente.

      Por lo general eran los lugares más frescos y agradables de la inmensa llanura a cuyas orillas crecían frondosos árboles que proporcionaban la única sombra en millas a la redonda y de los que colgaban innumerables panales de abejas rebosantes de apetitosa miel, pero muy pronto descubrió que no resultaba en absoluto saludable acampar demasiado cerca del agua, ya que cuando menos se lo esperaba surgía de sus profundidades un enorme caimán dispuesto a arrancarle una pierna.

      Al observarlos, con sus malignos ojillos acechándolo a ras de la superficie, no podía por menos que recordar la primera vez que se tropezó con ellos, allá en Venezuela, y en su ignorancia los tomó por lagartijas gigantes.

      Le venía entonces de inmediato a la mente el recuerdo del diminuto Papepac, junto al que había vivido divertidas aventuras y momentos en verdad maravillosos.

      –¡Dios, qué viejo soy!

      En realidad el canario contaba entonces poco menos de treinta y cinco años, pero eran tantas las experiencias que había acumulado a lo largo de ese tiempo que hasta cierto punto tenía razón al considerar que podía haber vivido perfectamente un siglo.

      Dejando a un lado la obsesionante monotonía del paisaje, lo que más llamaba su atención era el hecho de no advertir rastro alguno de presencia humana pese a que resultaba evidente que aquella era una tierra que podría haber alimentado sin el menor problema a millones de personas.

      También llamaba poderosamente su atención la increíble proliferación de una especie de ardilla de cola corta que vivía a ras de tierra y que se ocultaba en profundas cuevas. Mucho más tarde averiguaría que los nativos se las solían comer asadas a fuego lento, y que las denominaban «perrillos de la pradera», de los que por aquel tiempo se calcula que existían en las grandes llanuras del medio oeste más de cuatrocientos millones de ejemplares.

      Cada mañana emprendía la marcha confiando en tropezarse con alguien, amigo o enemigo, y cada noche se tumbaba entre la alta hierba a observar las estrellas preguntándose si por un capricho más del destino había pasado a convertirse en el último ser humano del planeta.

      Era la mayor altura que había alcanzado a distinguir desde que abandonó la costa, y aunque no superaba los cien metros en suave y casi imperceptible ascenso, corrió hacia ella abrigando la esperanza de que desde su «cima» quizás alcanzaría a otear un horizonte diferente.

      Al aproximarse advirtió no obstante que algo destacaba en su cumbre y al poco comprendió que se trataba de una rústica cruz.

      El corazón le dio un vuelco.

      Aunque no pudiera considerarse a sí mismo un auténtico creyente, el símbolo de la cruz sería siempre, y donde quiera que se encontrase, la señal inequívoca de que allí estaba el mundo en que había nacido y se había criado.

      Donde se implantaba una cruz tenía que haber cristianos.

      Pero se trataba por desgracia de un único cristiano.

      Y por si fuera poco estaba muerto.

      AsdrÚbal Dorantes

      Cáceres 1485– Bímini 1509

      Allí descansaba pues un pobre iluso que abandonó este mundo en plena juventud y –por lo que se podía deducir de su tumba– convencido de que había llegado a la isla en la que se encontraba la maravillosa «Fuente de la Eterna Juventud».

      De nuevo le vino a la mente el viejo dicho:

      Quien busca Bímini

      eternamente joven será

      porque joven morirá

      y joven permanecerá

      por toda la eternidad.