descubrimientos, razón por la que solía decírseles: «Confórmate con la mitad de la mitad, y aún te sobra»; pero lo cierto es que incluso «la mitad de la mitad» de aquel río aún sobraba, y mucho, para que se convirtiera sin lugar a dudas en el mayor conocido hasta la fecha.
Años más tarde el tuerto Francisco de Orellana descubriría el Amazonas, más largo, ancho y caudaloso que el Misisipi de los «seminolas», pero por el momento aquella era sin lugar a dudas la masa de agua dulce más asombrosamente impresionante que ningún cristiano hubiera visto nunca.
Ameritaba tomarse un par de días de descanso regodeándose en la fastuosa serenidad del irrepetible paisaje, por lo que el gomero no dudó a la hora de quedarse junto al frondoso roble, disfrutando de algo que sabía que nunca volvería a presentársele por largo que fuera su camino, y consciente de que el Creador, que tantas cosas buenas y malas solía hacer por él, le había conferido el privilegio de ser el primer espectador «civilizado» de gran parte de los fabulosos prodigios con que había enriquecido aquel Nuevo Mundo al que un bendito o malhadado día, dependiendo de cómo se mirase, había llegado como polizón de la carabela «Santa María».
–No se puede cruzar este río sin haberlo grabado antes muy bien en la memoria –se dijo–. Quiero que, si llego a viejo, pueda cerrar los ojos y ver lo que ahora estoy viendo.
Y sabía que sería así porque en ocasiones los seres humanos presienten que algo que están contemplando, pese a que no sea en sí mismo importante, se grabará para siempre en su retina, más aún que en su memoria, y regresará de pronto, sin razón aparente, pero con tan absoluta fidelidad como si estuviera viéndolo en aquel mismo instante.
La imagen de un sol muy rojo descendiendo en el horizonte y lanzando sus últimos rayos sobre el cauce de un gigantesco río cuyas aguas sobrevolaban en esos momentos docenas de ánades era algo que tan solo desaparecería cuando los ojos que lo ahora contemplaban se cerraran definitivamente.
Cuando tres días más tarde el Misisipi desapareció por completo a sus espaldas, Cienfuegos tuvo la impresión de que su vida quedaba un poco más vacía, que su soledad era aun mayor, y que la nostalgia amenazaba con apoderarse una vez más de su alma.
Los distinguió muy a lo lejos, justo al caer la tarde, pero como cerró la noche antes de tener tiempo de cerciorarse de que se traba de lo que en un principio le había parecido, hizo un hueco en la arena, muy cerca de los primeros árboles, se introdujo dentro y se cubrió de nuevo con ella porque le constaba que al amanecer el frío arreciaría y había noches en las que le calaba hasta los huesos.
¡Odiaba el frío!
¡Dios! Cada día lo odiaba con más intensidad.
Por las mañanas se sentía acalambrado, entumecido e incapaz incluso de pensar con claridad, por lo que en ocasiones se tumbaba un largo rato al sol como un lagarto que necesitase que se le calentara la sangre antes de empezar a moverse.
Esa noche tardó en dormirse mucho más de lo que tenía por costumbre, dándole vueltas a la idea de que si, pese a la considerable distancia, sus ojos no le habían engañado, tal vez podría abrigar la esperanza de regresar pronto junto a sus mujeres y sus hijos.
Necesitaba más que nunca que amaneciera cuanto antes.
Más incluso que aquella otra noche en que oyeron volar cientos de pájaros sobre sus cabezas, síntoma inequívoco de que se encontraban cerca de tierra, con lo cual la ciega y peligrosa travesía del llamado «Océano Tenebroso» tocaría a su fin, demostrando así que la absurda teoría de que el mar acababa en un profundo abismo por el que se precipitarían sin remedio carecía de sentido.
Y es que en cuando ocurrió el «Descubrimiento», del que pronto se iban a cumplir diecisiete años, el gomero navegaba con docenas de amigos y compañeros con los que compartir el miedo de estar equivocados y la ilusión de no estarlo, mientras que ahora se encontraba absolutamente solo en mitad de un mundo desmesurado del que lo ignoraba todo.
Isleño de pies a cabeza, Cienfuegos amaba el mar, y el hecho de saber que siempre lo encontraría en cualquier dirección en que se encaminara le producía una extraña sensación de seguridad, puesto que ese mar era una especie de padre protector al que siempre se podía recurrir en caso de apuro.
Pero la tierra firme, aquel gigantesco territorio sin límites por el que un ser humano podía caminar durante días y semanas sin llegar nunca a su destino –la orilla del mar– le producía un profundo desasosiego, probablemente un tanto infantil para quien no compartiera sus temores, pero contra el que resultaba difícil enfrentarse.
Ingrid le había contado, ¡la mayor parte de las cosas que sabía se las había contado Ingrid!, que existían personas que nunca habían visto el mar de tan apartado de él como vivían, y aunque siempre estuvo convencido de que la mujer que amaba era incapaz de mentirle, lo cierto es que en los primeros tiempos le había costado mucho trabajo aceptar que semejante aseveración pudiera ser cierta.
¿Cómo de lejos del mar podía encontrarse un lugar que en tres o cuatro días de marcha no se llegara a él?
La Gomera, Guaraní, Cuba, Santo Domingo o las Pequeñas Antillas en las que vivió prisionero de los caníbales no eran más que islas, y fue necesario que pasase mucho tiempo, hasta su accidentado desembarco en las costas de «Tierra Firme», para que comenzase a entender cuáles eran las auténticas dimensiones de un continente.
Abandonó sus refugio de arena poco antes del amanecer, y pese a que un cierzo helado barría la playa, avanzó contra el viento forzando la vista de tal modo que con el alba llegó al convencimiento de que, efectivamente, lo que se distinguía al otro lado de un pequeño promontorio de rocas eran los mástiles de un navío.
Corrió hacia él temiendo que con la marea que empezaba a subir decidiera zarpar dejándolo en tierra, y cuando, sudoroso y jadeante coronó el promontorio dispuesto a gritar a pleno pulmón anunciando su presencia, se quedó mudo de asombro y desencanto.
Se trataba en efecto de un navío, y casi con toda seguridad de un navío español, pero no se trataba de un navío que se encontrara a punto de zarpar, puesto que resultaba evidente de que jamás volvería a surcar los mares.
Clavado en la arena, proa al norte, cabría pensar que una gigantesca mano lo había sacado de las aguas con el fin de depositarlo, con exquisita delicadeza, a más de trescientos metros de la orilla.
Podría creerse, también, que se encontraba dispuesto a continuar su singladura, playa adelante, si no fuera por el hecho de que parte del tablazón de la amura de estribor había desaparecido dejando a la vista las cuadernas.
No se distinguía a su alrededor presencia humana de ningún tipo, ni indígena ni cristiana, por lo que cabía imaginar que las gaviotas y los cormoranes que se posaban en la cruceta de su palo mayor se habían convertido en su única y peculiar tripulación,
Pese a ello, ¡siempre la prudencia!, prefirió aguardar oculto entre las rocas del promontorio hasta cerciorarse de que no había en efecto alma humana alguna en cuanto alcanzaba su excelente vista, y tan solo entonces se decidió a continuar su avance.
El «Princesa del Mar», que así rezaba el nombre grabado a fuego en popa, se había convertido por caprichos del destino en esclavo de las arenas, y al estudiarlo de cerca se llegaba a la conclusión de que debía llevar en semejante estado un mínimo de cuatro o cinco años.
Por todas partes se distinguían restos del desastre, las anclas, cordajes, tablones e incluso barricas que habían acabado por desperdigarse a todo lo largo y ancho de la playa, y entre unas piedras se advertía el punto en que había ardido una hoguera en la que sus tripulantes se habían calentado o preparado la comida.
Las dos lanchas de salvamento que llevaba a bordo permanecían en sus puntos de amarre pero completamente inútiles y desfondadas.
Quienes quiera que fuesen los que habían llegado tan lejos no habían regresado por el mismo lugar.
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