Alberto Vazquez-Figueroa

Tierra de bisontes. Cienfuegos VII


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meditar largo rato vació los odres de agua y sopló dentro hasta casi reventar cerrándolos luego todo lo herméticamente que le fue posible de tal modo que los convirtió en aceptables flotadores que al menos le permitirían descansar a ratos.

      Corto gruesas ramas de mangle con las que trenzó una rustica balsa que rodeaba por completo los odres, y colocando encima cuanto había conseguido salvar del naufragio se hizo a la mar empujando ante él aquel informe armatoste que evidentemente cumplía con su obligación de flotar.

      –¡La leche, que fría esta! –no pudo por menos que exclamar en cuanto se hubo alejado unos metros de la orilla por lo que empezó a patalear de modo firme y constante no solo con el fin de avanzar, sino sobre todo de hacer circular la sangre lo mas aprisa posible.

      Una hora más tarde, cuando se encontraba ya casi en el centro del canal, advirtió, alarmado, que la corriente que llegaba del oeste le empujaba hacia mar abierto dejando a un lado la isla y al otro tierra firme por lo que corría el riesgo de perderse para siempre en la inmensidad del golfo.

      Por fortuna, y cuando ya el frío y el agotamiento estaban a punto de conseguir que se diera por vencido, al salir del abrigo de la punta oriental largas olas que llegaban de mar afuera le empujaron de un modo firme y constante hacia la playa que andaba buscado.

      Se enterró en la arena seca para escapar del frío y así pasó la noche, tan molido como si le hubiera posado por encima una manada de elefantes.

      Cuando inició la marcha hacia el oeste lo hizo sin perder nunca de vista el mar aunque buscando al propio tiempo la protección de la espesura puesto que no tenía ni la mas remota idea sobre la clase de indígenas que poblaban aquellas tierras, y tiempo atrás había tenido muy amargas experiencias con los feroces caribes devoradores de hombres que se cenaron a la brasa a dos de sus mejores amigos.

      Muy pronto le sorprendió el tamaño y la variedad de los árboles y en especial la abundancia de nogales, cedros, encinas, pinos, robles y laureles que se distinguían por todas partes, lo que le recordaba más a su Gomera natal que a la vegetación que solía encontrarse en Santo Domingo, Cuba o la «Tierra Firme» del sur del Caribe.

      También descubrió infinidad de patos, garzas, gaviotas, perdices, halcones y gavilanes, y su asombro no tuvo límite cuando de improviso se topó de manos a boca con una zarigüeya que llevaba su cría en una bolsa, lo cual se le antojó cosa de magia, puesto que hasta aquel momento ningún cristiano le mencionó jamás que pudiera existir algo tan extraño como los marsupiales.

      –Todo esto es muy bonito… –murmuró para sus adentros–. Precioso a decir verdad, pero no me gusta un pelo. Empiezo a tener la impresión de que estoy en un mundo muy distinto al que conozco. Si esto es Cuba, yo soy fraile.

      Pequeño arroyos de aguas cristalinas iban a morir al mar, bastaba con alargar la mano para apoderarse de un huevo o un pichón en su nido, y a media tarde una descarada liebre le observó tan de cerca que no necesitó más que atizarla en la cabeza con la larga pértiga para dejarla atontada.

      –¿En qué coño estabas pensando? –le espetó mientras la despellejaba–. ¿Acaso tus padres no te han enseñado que los humanos somos bestias peligrosas?

      Probablemente el pobre bicho jamás había visto con anterioridad a un ser humano, pero lo que quedaba claro era que su primera experiencia había resultado harto traumática.

      El gomero buscó sal entre las rocas de la orilla, encendió fuego en lo más profundo de la espesura y se atracó a placer de liebre a la brasa.

      Esa noche soñó que estaba de regreso y hacia el amor con su mujer, pero cuando se despertó no pudo recordar con cuál de las dos lo había hecho pese a que sobre la rústica túnica quedaban visibles muestras de que la experiencia había sido ampliamente satisfactoria.

      –Desperdiciar de este modo este hermoso pene es una pena… –masculló enfurruñado–. Me gustaría saber qué demonios he hecho para que el destino me gaste tan malas pasadas.

      Los vio justo a tiempo, puesto que se encontraba tan ensimismado en sus recuerdos que a punto estuvo de que lo cazaran con la misma facilidad con la que él había cazado el día anterior a la confiada liebre.

      Eran cinco, altivos, esbeltos, cubiertos con largos mantos de ricas pieles y portando gruesos arcos tan altos como ellos, avanzando sin prisas y sin tomar precauciones, con la seguridad de quien se encuentra en un terreno en el que no cabe esperar peligro alguno.

      Nada tenían que ver, ni físicamente, ni por su forma de andar o de moverse, con los primitivos y feroces caribes antillanos de piernas torcidas y deformadas de los que conservaba tan amargos recuerdos, y pese a que abrigó de inmediato la impresión de que eran gente pacífica de la que probablemente no cabía esperar nada malo, optó por la prudencia, arrojándose al suelo para buscar seguro refugio entre la alta maleza.

      Aún tenía muy fresca en la memoria, pese a los años transcurridos, la espantosa escena en que una cuadrilla de salvajes asesinaron, descuartizaron y devoraron ante sus ojos a sus buenos amigos Dámaso Alcalde y Mesías El Negro, sin que él, solo, desarmado y trepado como una cabra montés en la cornisa de un abrupto acantilado pudiera hacer nada por ellos.

      Aún resonaban en sus oídos los gritos de terror y desesperación de los pobres desgraciados, y aún se le ponían los vellos de punta al rememorar cómo al concluir el festín aquellas malas bestias lo acosaron con la intención de devorarlo de igual modo.

      Fue sin duda el peor día de su vida y no estaba dispuesto a que se repitiera la experiencia por más que los cinco indígenas de los enormes arcos se le antojaron a primera vista inofensivos.

      Del heroico capitán Alonso de Ojeda, uno de los hombres más valientes, inteligentes y sensibles que hubiera conocido nunca, había aprendido algo que siempre tenía muy presente:

      –Si difícil resulta prever las reacciones de cristianos que nacieron en nuestra propia tierra y se criaron según nuestras viejas costumbres, imposible es prever como reaccionará quien nació al otro lado del océano, se crió en otro ambiente y adora a un dios diferente. Trata siempre a los nativos como seres humanos, pero recuerda que cuando menos te lo esperes se pueden convertir en fieras.

      En el «Nuevo Mundo» Cienfuegos había conocido a caníbales cerrilmente monógamos y a promiscuos incapaces de matar a una mosca, y había luchado junto a indígenas de fidelidad a toda prueba contra traidores capaces de asesinar a su propia madre.

      Tal vez aquellos cinco que ahora se alejaban playa adelante le hubieran recibido con los brazos abiertos, pero entraba dentro de lo posible que se hubieran apresurado a maniatarlo con el fin de sacrificarlo ante el altar de un ídolo de barro.

      La prudencia debía seguir siendo su norma si aspiraba a regresar a su hogar sano y salvo, y lo peor del caso estribaba en que no existía nadie que pudiera ponerle al corriente sobre los hábitos de las gentes que habría de encontrar en su largo camino de regreso al hogar.

      –Tengo dos ojos… –se dijo–. Pero en cierto modo soy como un ciego que avanza a tientas. Y lo peor que me puede pasar no es que me rompa la crisma contra un muro; es que pierda la vida en el intento.

      Cuando los guerreros –puesto que no cabía duda de que se trataba de auténticos guerreros fuertemente armados–, se perdieron de vista en la distancia, el gomero decidió re-emprender la marcha tomando aún muchas más precauciones, por lo que al atardecer alcanzó un extenso y bien alineado campo de maíz que le superaba en altura, lo que le hizo comprender que no se encontraba allí por capricho de la naturaleza, sino que había sido sembrado por la mano del hombre.

      Avanzó despacio y a hurtadillas, con el oído atento a cualquier sonido que le advirtiera de un peligro cercano, pero no fue el oído, sino el olfato, el que le hizo comprender que empezaba a encontrarse en situación harto difícil.

      Un