Alberto Vazquez-Figueroa

Tierra de bisontes. Cienfuegos VII


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le servía dado que carecía de marcas de referencia por las que poder guiarse.

      El hecho de haber llegado hasta allí tras un largo período de inconsciencia le impedía determinar hacia qué punto cardinal había derivado la barca, y pese a que mantuviera la esperanza de que aun se encontraba en las costas de Cuba, tal vez a algunas millas de distancia de donde había partido, la lógica, y el conocimiento del lugar en que vivía le impulsaba a temer que no fuera así.

      Cienfuegos sabía muy bien que aguas afuera del archipiélago en que se encontraba «La Escondida» las corrientes marinas fluían hacia el noroeste, siempre en dirección al ancho canal que separaba Cuba del Yucatán, y en ese caso entraba dentro de lo posible que esas corrientes, le hubieran arrastrado hacia un mundo desconocido y totalmente inexplorado.

      Pero como era de ese tipo de seres humanos que aborrecen sumergirse antes de tiempo en inútiles elucubraciones prefiriendo hacer frente a los problemas en el momento en que se presentaban, decidió que si en verdad se encontraba en Cuba no tendría otra cosa que hacer que encaminarse al oeste con el fin de llegar, mas pronto o mas tarde a la vista del conocido archipiélago en que se encontraba «La Escondida».

      Si no era así, y había ido a parar lejos de Cuba se replantearía la cuestión a su debido tiempo.

      Algo le preocupaba sin embargo; al sur de Cuba nunca había experimentado tanto frío como el que había sufrido aquellas ultimas noches.

      Necesitó dos largos días para abandonar definitivamente la extensa y obsesiva trampa del manglar.

      Dos días de idas y venidas, resoplidos, reniegos e infinidad de arañazos hasta el punto de que cuando al fin consiguió poner el pie en una ancha y abierta playa, apenas quedaba un centímetro de su piel que no conservara el recuerdo de una puntiaguda rama.

      Pese a ello, o quizás gracias a ello, durmió a pierna suelta sobre la blanda y seca arena, agradeciendo en el alma no tener que seguir haciéndolo encaramado en una oscilante horquilla sobre la que se sentía como un mono borracho.

      A la mañana siguiente una infeliz tortuga que tomaba tranquilamente el sol junto a la orilla paso a convertirse en el mejor almuerzo que había ingerido desde que abandonara «La Escondida».

      Poco después llegó a la conclusión de que en realidad no había ido a parar a tierra firme sino a una pequeña isla, y que no existía otra forma de alcanzar la orilla que se distinguía a lo lejos que construyendo una balsa o arriesgándose a intentar hacerlo a nado.

      Se sabía buen nadador y en otros tiempos no hubiera tenido el menor problema en cruzar tranquilamente el ancho brazo de mar, pero de igual modo le constaba que no se encontraba en plenitud de facultades por lo que el fuerte y frío viento que llegaba del norte podría acabar jugándole una mala pasada.

      Para la cena se obsequió con una docena de huevos de tortuga y medio centenar de gruesas lapas, asado todo ello sobre las brasas de una hoguera de madera de manglar cubiertas con una leve capa de fina arena, según una sabrosa receta de Araya, quien había demostrado ser una autentica especialista a la hora de sacar el mejor provecho posible a cuanto la naturaleza ponía al alcance de su mano.

      Sus dos «esposas» eran seres muy diferentes y quizás era eso mismo lo que las hacía tan perfectamente complementarias.

      La alemana, culta y refinada, capaz de hablar correctamente cinco idiomas y leerse un libro en cada uno de ellos a la semana, había sabido tallar y sacar brillo al diamante en bruto que descubriera tantos años atrás a orillas de un arroyo gomero, y su amor por el era tan profundo, sincero y duradero, que no había dudado a la hora de abandonar a su primer marido, el poderoso capital León de Luna, y las comodidades que su privilegiada posición económica y social le ofrecían, con tal de permanecer el resto de sus días junto a quien había pasado a constituir la única razón de su existencia.

      Fue en su busca enfrentándose a los mil peligros de los mares, las selvas, las fieras, la Inquisición, la maledicencia, la rígida moral preestablecida, y los deseos de los hombres; los derrotó a todos, y ni siquiera se dio por vencida cuando llego a la conclusión de que había llegado un momento en que se veía obligada a compartir a aquel a quien amaba con una nueva mujer.

      Entendió muy pronto que el Nuevo Mundo al que acababa de llegar nada tenía que ver con la Vieja Europa que había dejado atrás, y que ni sus exuberantes paisajes, su bochornoso clima, sus excitantes alimentos, sus semidesnudos habitantes o sus liberales costumbres recordaban en absoluto la brumosa frialdad de su Alemania natal, la frugalidad de sus comidas, la severidad de sus vestimentas o el manto de hipocresía con el que se solían cubrir los sentimientos mas naturales.

      Por ello, la noche en que advirtió que no estaba ya en disposición de atender al fogoso Cienfuegos tal como éste necesitaba debido a su fortaleza y juventud, aceptó sin la menor vacilación, y sin sentirse en absoluto despreciada, que una ardiente nativa acudiera gustosa a «echarle una mano» en las «labores domésticas» fueran estas de la clase que fueran.

      Ingrid sabía muy bien que ni el amor es únicamente pasión, ni la pasión únicamente amor, pero que el amor empieza a debilitarse cuando desaparece la pasión, y la pasión acaba por morir cuando ha muerto el amor. Como mujer inteligente y práctica había optado por establecer un delicado equilibro gracias al cual ella disfrutaba de la mayor parte del amor, mientras que la hermosa y siempre dispuesta Araya se consideraba muy feliz sintiéndose propietaria de la mayor parte de la pasión.

      Y nunca discutían.

      Cada una cultivaba con mimo su parcela, obtenía los frutos apetecidos, y jamás se empinaba a intentar descubrir qué clase de frutos se cultivaban al otro lado del muro.

      La alemana había llegado hacia tiempo a la conclusión de que demasiado a menudo los seres humanos envidiaban lo que en el fondo nunca habían querido para sí, pero que acababan deseándolo simplemente porque otros lo deseaban.

      Sabía a ciencia cierta que le bastaba una palabra o una simple insinuación para que «su hombre» la satisficiera plenamente con todo el amor del mundo, y por ello consideraba que condenarle a limitar sus necesidades a las propias constituía una forma de egoísmo a su modo de ver inaceptable.

      Estaba convencida de que los celos no eran en el fondo una forma de sentirse inferior, pero al mismo tiempo tenía plena conciencia de que en lo único que Araya la superaba era en juventud, y ningún ser medianamente inteligente debía sentirse inferior a otro por el simple hecho de tener mas años.

      Si así fuera, los recién nacidos estarían en el máximo nivel de superioridad respecto a los demás seres vivientes cuando la realidad es que ni siquiera son capaces de valerse por si mismos.

      Sentado allí, sobre la arena de una remota isla, y contemplando absorto el ancho brazo de mar que se vería obligado a atravesar si pretendía dar el primer paso de regreso al hogar en que le esperaban sus dos mujeres, Cienfuegos no podía por menos que preguntarse si se estarían consolando mutuamente por el hecho de que el hombre que compartían desde hacia años, el padre de sus hijos, hubiese desaparecido en alta mar.

      Sería así sin duda alguna, y sin duda sería Ingrid quien se mostraría más fuerte, convencida de que de un modo u otro el gomero se la ingeniaría para volver a la isla, puesto que ella era quien mejor conocía la sorprendente capacidad de sus infinitos recursos.

      –Hay quien nace para ser rico, santo, soldado, rey o asesino –solía decir cada vez que surgía el tema–. Y Cienfuegos nació para salir con bien de todos los peligros.

      Evidentemente peligro había y se hacía necesario estudiar con harto detenimiento la situación, puesto que si el canario acostumbraba esquivar a la muerte, no se debía únicamente a una cuestión de suerte, sino a había aprendido, desde que se crió solo en las más agrestes montañas conocidas, que clase de riesgos podía asumir y cuales no.

      Y el frío era un terrible enemigo con el que no estaba acostumbrado a luchar.

      Cada vez que se había enfrentado a