Dante Alighieri

La Comedia de Dante


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menudo sueñecito! A mi izquierda tenía al felino de piel moteada; a mi derecha, al león, así que solo me quedaba una opción: ofrecerme como almuerzo.

      Menos mal que soy muy testarudo y no me rindo fácilmente.

      «¡Relájate!», me repetí. «¡Tranquilízate, piensa! Si sigo recto y no voy a la izquierda ni a la derecha, saldré directo a la colina. Probaré a pasar por entre las dos fieras muy despacito, como si nada...».

      Y así lo hice: me puse incluso a silbar una cancioncilla con aire distraído. Pero entonces, justo en el centro, entre las dos fieras, apareció una loba. Ahora sí que estaba perdido. Estaba tan delgada que se le veían las costillas, y por cómo me miraba, no había lugar a dudas: ¡tenía un hambre de loba!

      «¡Relájate!», pensé por tercera vez. «¡Tranquilízate, piensa!».

      Al final, me di cuenta de que mantener la calma no me serviría de nada y que era mejor dejar para otra ocasión lo de razonar y centrarme en actuar rápido. No tenía forma de escapar, ¡como me quedara allí, la loba me desgarraría! ¡De hecho, ya venía a mi encuentro! Vamos, que en cualquier momento pasaría a la historia y comenzaría mi viaje hacia el otro mundo. Uno que habría pospuesto encantado.

      Me pregunté si no me convendría más regresar a la selva, a la oscuridad, al terror, a la muerte segura, antes que acabar directamente en las fauces de la fiera. Sabía que ya no tenía posibilidades de salvarme, pero al menos retrasaría un poco mi final. Me invadió la desesperanza: ¡todos mis esfuerzos serían inútiles!

      Me encaminé hacia la selva muy despacio, cabizbajo y resignado. ¿Y si la loba me seguía y me devoraba de todos modos? Paciencia, ¡mi sufrimiento terminaría pronto!

      Mientras divagaba, vislumbré lo que me pareció una figura humana, aunque tenía los ojos empañados por las lágrimas y la veía muy borrosa, casi como una sombra... Di un respingo y entorné los ojos: efectivamente, había aparecido un hombre ante mí completamente de la nada, como si fuera un fantasma. Además, iba vestido de una forma muy extraña: con una sencilla túnica blanca que le cubría el cuerpo entero, descalzo y con una corona de hojas de laurel en la cabeza, como las que llevaban los grandes poetas.

      «Seguro que es un fantasma», pensé. Pero, tras el sobresalto inicial, adquirí conciencia de que aquel hombre me resultaba agradable. En condiciones normales los fantasmas dan miedo, pero en aquella situación, hasta la sombra de un hombre me aportaba un ligero consuelo.

      —¿Qué haces? —me preguntó—. ¿Por qué regresas a esta selva tan terrible, repleta de peligros, y no te diriges hacia la colina donde, sin duda, hallarás la salvación?

      Reconozco que uno de mis defectos es que me cambia el humor muy rápido. Paso de un estado de ánimo a otro con facilidad, y si alguien me saca de mis casillas, me pongo hasta a gritar. Ahora, tras el inmenso placer del encuentro, sentí que me invadía un arrebato de furia y lo miré de soslayo. ¿Cómo que «por qué regresas a esta selva tan terrible y no te diriges hacia la colina»? ¡Qué fácil era decirlo! ¡Ya me gustaría verlo en mi situación! ¿Por qué no lo intentaba él, a ver qué tal le iba? ¡Las fieras seguían allí, dispuestas a hacerme pedacitos!

      Se las señalé con un gesto y él asintió con la cabeza. Lo comprendió.

      —¿Qué eres, sombra u hombre de verdad? —le pregunté un poco brusco, intentando contener la rabia. Dadas mis circunstancias, en el fondo podría necesitar su ayuda.

      —Ya no soy hombre, pero lo fui hace miles de años. ¡Nací en la época de Julio César y viví cuando Augusto era emperador de Roma!

      ¡Hala! ¡Ahora me soltaba que había vivido hacía miles de años y se quedaba tan pancho! Entonces era un fantasma, sin duda. ¡Menudo personaje! Hablaba de la época de Julio César como quien comenta la cena entre amigos de la noche anterior.

      —Mis padres eran lombardos, procedían de Mantua. Yo no fui cristiano porque, en mi época, todavía adorábamos a los dioses paganos. En cuanto a mi profesión, cultivaba la poesía —continuó.

      Mientras hablaba, yo me preguntaba: «¿Por qué me plantea esta especie de acertijo en vez de decirme directamente cómo se llama?». La verdad es que no me parecía el momento adecuado para andarnos con tonterías.

      —¿Quién crees que soy? —me preguntó. A ver: un poeta, nacido en la época de Julio César, de Mantua...

      Intenté recordar mis conocimientos de la escuela, aunque los tenía un poco oxidados. ¡Qué bien me vendría en aquel momento acordarme de todo lo que había estudiado! Entonces, de repente, algo hizo clic en mi cabeza. ¿¡Él!? ¡Imposible! ¿De verdad se trataba de mi poeta preferido? Me quedé contemplándolo en silencio antes de atreverme a pronunciar siquiera un nombre tan célebre. ¡Si hasta colgué en la pared una figurilla recortable de él!

      —Quiero ayudarte, pero debes responderme correctamente —añadió con cierta condescendencia, como si estuviera preguntándole la lección a un alumno que ha estudiado poco—. En mis obras narro la destrucción de Troya y el viaje de Eneas al Lacio...

      ¡Ahora todo me cuadraba! ¡Me había dado la pista definitiva! No me cabía ninguna duda, pero aquella sombra no podía tratarse de él, de uno de los artistas más grandes de la humanidad, del poeta latino que había escrito La Eneida, entre otras tantas obras. Yo, en cierto modo, lo consideraba mi maestro, y así se lo confesé al decir su nombre. Él asintió con la cabeza y añadió:

      —He venido para ayudarte.

      —¡Oh, maestro! ¡Oh, gran Virgilio! —exclamé, e incliné la cabeza en señal de reconocimiento y respeto.

      Se hizo un silencio incómodo. Estaba pasando vergüenza, la verdad, pero intenté salir del paso como pude. Además, ¿qué culpa tengo yo? ¡Uno no se encuentra a su poeta preferido todos los días!

      —¡Tienes problemas, querido Dante!

      —Qué me vas a contar...

      —Esta selva es muy peligrosa...

      —Ya me he dado cuenta —respondí, por decir algo. Como Virgilio siguiera dándome tantos ánimos, al final me daba la vuelta yo solo.

      —¡Pero he venido a ayudarte!

      —¡Ah, menos mal!

      —¡Si así lo deseas, esquivaremos los peligros juntos!

      —¡Pues claro que lo deseo! ¡Haré todo lo que me pidas! —contesté.

      Y Virgilio añadió:

      Por lo que, por tu bien, pienso y decido

      que vengas tras de mí, y seré tu guía,

      y he de llevarte por lugar eterno,

      donde oirás el aullar desesperado,

      verás, dolientes, las antiguas sombras,

      gritando todas la segunda muerte.

      Me quedé mirándolo, perplejo. Luego, me armé de valor y le pregunté:

      —Maestro, ¿por qué hablas en rima?

      Ahora fue él quien bajó la cabeza, casi avergonzado.

      —Pues llevas razón, me pasa de vez en cuando; sobre todo, cuando me distraigo. Es que soy muy despistado, ¿sabes? Además, he pasado toda mi vida componiendo versos y de vez en cuando se me escapan las rimas sin darme cuenta.

      —¡Anda, como a mí! —exclamé, feliz.

      «Él también sufre de distracciones poéticas», pensé. Y, solo porque se pareciera tanto a mí, ya me cayó bien. De repente, me pareció mucho más accesible, más simpático y humano.

      Pero a mí me seguían preocupando dos cosas. La primera, que entre que me distraje yo y luego él, al final, allí seguíamos. No habíamos logrado escapar. Él, por su parte, ya estaba muerto, así que no le iba a afectar nada de lo que sucedería porque no se puede morir dos veces. Lo mío, en cambio,