he dicho
en que verás las gentes doloridas,
que perdieron el bien del intelecto.
—Maestro... —lo interrumpí, tirándole de la túnica. Quería recordarle que dejara de hablar en verso, y, además, prefería que cambiara de tema.
Funcionó. Virgilio se dio un golpecito en la frente, como diciendo: «¡Qué despistado soy!», y se quedó en silencio.
—¿De verdad que no hay otro camino para salir de la selva? —murmuré—. ¿Por qué hemos de pasar por aquí sí o sí? Lo pregunto más que nada porque, si por casualidad hubiera algún atajo más... normalito, pues mejor darse la vuelta, ¿no?
Virgilio me tiró del brazo como si yo no hubiera comentado nada, o más bien como si le hubiera dicho: «¡Qué contento estoy de entrar en el Infierno!». No quería resistirme mucho ni oponerme a los deseos de mi maestro, pero dadas las circunstancias, tampoco me apetecía mucho obedecer, así que, en vez de seguirlo, me dejé arrastrar.
Mientras tanto, pensaba en lo que me dijo antes Virgilio, lo de que, para salir de la selva, debía atravesar el Infierno, el Purgatorio y el Paraíso. ¡Menuda exageración! ¿No podía limitarse a acompañarme hasta encontrar el camino que había perdido de vista? ¡Cómo no se me ocurrió preguntarle antes! ¡Si me hacía ese favor, seguro que sabría regresar a casa solo!
—Maestro —comencé, tanteando un poco el terreno—. ¿No podrías contarme el secretillo y explicarme por qué se me ha concedido, eh..., el honor de entrar aquí? Porque verás, si uno se para a pensarlo, yo lo que quiero es encontrar una salida, no una entrada...
Virgilio me soltó el brazo. ¡Menos mal, porque se me estaba quedando dormido!
—Está bien —aceptó, y se resignó con un suspiro—. Verás: tu viaje es voluntad del Cielo. La Virgen María, que se compadece de los cristianos que se hallan en dificultades, te vio en la selva y se apiadó de ti. Entonces habló con santa Lucía para que te concediera la gracia de iluminarte, y ella, a su vez, apeló a Beatriz, que acudió a mí y me pidió que te ayudara a salir de allí. Yo te acompañaré solo un tramo; después, la propia Beatriz se encargará de ti. Ella te guiará en tu viaje...
A ver si lo había entendido bien: primero se había preocupado por mí la Virgen; luego, santa Lucía; luego, Beatriz y, finalmente, Virgilio. Entonces en el otro mundo se seguía una jerarquía, como en la vida militar o en las administraciones públicas. Cualquiera, en mi lugar, se habría sentido en la gloria con tantos honores, pero mira por dónde: ¡me hallaba a las puertas del Infierno!
—Bueno, vale —respondí, poco convencido—. ¿Pero por qué tengo que atravesar el reino de ultratumba? Algún objetivo tendrá este viaje...
—¡Pues claro!
—¿Cuál?
Virgilio suspiró, como si quisiera contarme algo que no podía decir.
—Ya te he contado lo que pasa y por qué estamos aquí. La razón de tu viaje es un misterio aún mayor, y de verdad que no puedo contártelo. ¡Lo sabrás a su debido tiempo!
Comprendí que era inútil insistir. Eso sí, me quedé con un aspecto concreto de la historia: ¡volvería a ver a Beatriz! ¡Dios mío, cuánto me alegraba saberlo! ¡Casi me habían entrado ganas de emprender el viaje y todo! Me cambió el humor de repente.
—¡Vamos! —apremié a Virgilio.
Le tiré de la manga para que se apresurara. Un instante después, nos adentrábamos en el Infierno.
De Caronte a Minos
Allí resonaban lamentos, gritos y blasfemias terribles; después, unos profundos gemidos, como si, después de tanto lamentarse, se resignaran a sucumbir al dolor. Reinaba una atmósfera oscura, grave y maloliente. Cuando la vista se me acostumbró a la negrura, comencé a distinguir lo que había allí..., y lo que vi me dejó sin respiración. Nunca pensé que encontraría tanta gente.
—Maestro —le pregunté a Virgilio—. ¿Quiénes son?
—Los cobardes, los espíritus de los que en vida jamás aceptaron compromisos ni responsabilidades porque anteponían sus intereses personales.
—Los que van a lo suyo, entonces. ¿Pero qué pecado han cometido?
Virgilio sacudió la cabeza.
—No han cometido ningún pecado, pero pasaron por la vida sin pena ni gloria. Por eso llevan meses aquí, en el Anteinfierno: ni reciben la misericordia de Dios para perdonarlos, ni la condena del demonio...
No tienen estos de muerte esperanza,
y su vida obcecada es tan rastrera,
que envidiosos están de cualquier suerte.
Ya no tiene memoria el mundo de ellos,
compasión y justicia les desdeña;
de ellos no hablemos, sino mira y pasa.
Pues sí, Virgilio tenía razón: como aquellos condenados no esperaban morir, envidiaban a los que habían recibido penas más duras que ellos. Aunque no merecían mucha atención, les eché un vistazo y me fijé en que corrían detrás de un extraño estandarte.
De primeras me resultó curioso que justo ellos, que nunca habían querido identificarse con ningún grupo ni con ninguna bandera, ahora se desvivieran por perseguir un símbolo, pero enseguida me di cuenta de que la tarea era más complicada de lo que parecía, porque les ocurría algo muy repugnante que les dificultaba correr: aquellos espíritus iban completamente desnudos y una nube de avispas, tábanos y moscas los aguijoneaban por la cara y el cuerpo. Los pobrecillos intentaban apartar y aplastar los insectos con las manos, pero no lograban quitárselos de encima. De las picaduras brotaban ríos de sangre que se mezclaban con las lágrimas y el sudor y les caían hasta los pies... Uf, se me está revolviendo el estómago solo de recordarlo. ¡Encima había unos gusanos asquerosos, negros, blancos y amarillentos, que les mordían los pies para succionar la sangre o se abalanzaban sobre las gotas que caían al suelo!
Preferí mirar hacia otro lado, y entonces vi a un montón de gente a la orilla de un río.
—¿Quiénes son esos? —pregunté.
—No te preocupes. Pase lo que pase, tranquilízate y confía en mí. Este es el río Aqueronte y, si prestas atención, comprenderás al instante lo que sucede.
Vamos, en resumen: que dejara de hacer preguntas y me fijara bien. Pensé que Virgilio se estaba cansando de mis preguntas y de dar explicaciones, pero no podía evitarlo. ¡La curiosidad siempre ha sido una de mis debilidades!
Nos acercamos a la orilla del río.
Y he aquí que viene en bote hacia nosotros
un viejo cano de cabello antiguo,
gritando: «¡Ay de vosotras, almas pravas!
No esperéis nunca contemplar el cielo;
vengo a llevaros hasta la otra orilla,
a la eterna tiniebla, al hielo, al fuego».
Y entonces, de repente, apareció una barca que surcaba aquellas aguas cenagosas. Un anciano con barba, cabellos largos y canosos y manchas de hollín incrustadas comenzó a gritar mientras agitaba amenazadoramente uno de los remos.
—¡Ay de vosotras, almas malvadas! ¿A qué viene tanta prisa por cruzar el río? ¿Qué pensáis, que veréis el Paraíso? Vengo para llevaros al Infierno, donde permaneceréis toda la eternidad sumidos en la oscuridad eterna, en el hielo y el fuego.
«Pase lo que pase, tranquilízate», me dijo Virgilio, así que le hice caso. Miré hacia otro lado con indiferencia, como si aquello no tuviera nada que ver conmigo, pero el anciano me miró perplejo y gritó aún más fuerte:
—¿¡Tú!? ¿Qué haces tú aquí? ¡Largo! ¡Estás vivo y no debes mezclarte con los muertos!
Me