Dante Alighieri

La Comedia de Dante


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me rasqué la oreja, fingí distracción y miré hacia arriba.

      —Conque no me escuchas, ¿eh? —insistió—. Pues ya te puedes buscar otra barca para cruzar el río, porque aquí solo se montan los condenados. ¡Apártate y deja que salgan o te doy con el remo en la cabeza!

      Ya iba a frotarme también la nariz cuando empecé a sospechar que quizá Virgilio se había despistado y por eso tardaba en intervenir. Si seguía dando vueltas y más vueltas, el anciano me iba a terminar dando con el remo en la cabeza. ¿Y después qué? Como si lo viera. Virgilio me diría: «¡Venga, vámonos! Hazle caso si no quieres que te abra la cabeza con el remo».

      Así que decidí obedecer y apartarme, pero en ese momento Virgilio me detuvo, se giró hacia el anciano y gritó, decidido:

      ¡Caronte, no te irrites!

      Así se quiere allí donde se puede

      lo que se quiere, ¡y más no me preguntes!

      Me alegró tanto que Virgilio hablara por fin que me entraron ganas de gritarle: «¡Bravo, maestro! ¡Le has dejado las cosas bien claritas!», pero al final me callé para no provocar malentendidos. Además, mi maestro había vuelto a hablar en rima, pero esta vez no le tiré de la túnica. Seguro que se había emocionado tanto que se había vuelto a expresar de su forma preferida.

      Yo empezaba ya a atar cabos. Aquel viejo demoníaco se llamaba Caronte, y Virgilio le había dicho que mi viaje era voluntad del que todo lo puede; es decir, del Cielo, de Dios. ¡Así que él, que no era más que un demonio, tenía que quedarse calladito y hacer caso!

      Efectivamente, Caronte no replicó y acató la orden, pero se había enfadado tanto que empezó a torturar a las pobres almas para pagarlo con ellas. ¡Golpeaba a los que se demoraban y daba patadas e insultaba a los que se adelantaban a los demás! Los condenados temblaban de miedo, lloraban, gritaban que ojalá no hubieran nacido. Caronte los transportaba a través del río cenagoso y, antes de que la barca (que iba sobrecargada) llegara al otro lado, ya había un nuevo grupo esperando.

      —Vienen de todos los rincones del mundo —me explicó Virgilio—. Europa, Asia, África, América...

      —¿Qué es América, maestro?

      A Virgilio le cambió la cara. Primero se puso pálido, y luego verdoso. ¿Qué le pasaba?

      —Oye, Dante —explicó por fin—. Me he distraído y me he metido en un buen lío: te he revelado la existencia de un continente que aún no se ha descubierto y...

      —¡¿Un continente?! —exclamé. ¡Qué maravilla!

      —Sí, un continente. ¡Lo llamarán América!

      —¿Y cómo puedes saber eso, maestro? —pregunté, estupefacto.

      —¡Porque los muertos podemos ver el futuro!

      —¡Anda!

      —Pero prométeme algo, por favor: ¡cuando regreses a la Tierra, ni una palabra de lo que te he dicho! Como a alguien le dé por descubrir América antes de tiempo, se puede formar una buena.

      —¡Entendido! No te preocupes, maestro, te lo prometo. ¡Habla con libertad, no le contaré a nadie lo que me reveles del futuro!

      Lo decía con el corazón en la mano. Además, ni siquiera me creía del todo lo que había dicho sobre América, así que... ¿qué más daba? Seguro que se refería a alguna isla perdida y despoblada en mitad del océano cuyo descubrimiento no tendría ninguna relevancia para el mundo.

      Virgilio, que además de ver el futuro me leía la mente, me creyó y retomó su discurso.

      —Los espíritus provienen de todos los continentes del mundo. Son las ánimas negras, el color de los que, en vida, cometieron pecados graves y terribles. Si Caronte te ha dicho que te largaras... ¡entonces ya sabes que tu alma no es negra!

      En cuanto terminó de hablar, me pareció que había llegado el fin del mundo: la tierra tembló, se levantó un viento huracanado y un relámpago cegador iluminó por completo aquella atmósfera oscura. Primero sentí un escalofrío, después una especie de remolino en la cabeza. Las piernas, que de repente me temblaban como un flan, me fallaron, y entonces perdí el conocimiento.

      ***

      Desperté al escuchar un trueno tan violento que me estremecí de pies a cabeza. Aunque prefería seguir durmiendo, me levanté y miré a mi alrededor. Ya no estaba en la orilla del río Aqueronte. ¿Dónde había aparecido? ¿Cómo había llegado hasta allí?

      Jamás hallé respuesta para la segunda pregunta, pero en cuanto a la primera, constaté que me hallaba al borde del abismo; es decir: del Infierno tal y como lo conocemos. Me sorprendió ver que allí los espíritus no se lamentaban ni eran castigados, sino que vagaban sin ningún objetivo concreto, sin molestar a nadie y sin que los atormentaran. Hasta parecían aburridos.

      Virgilio, que, por supuesto, me había leído la mente, me explicó:

      —Estamos en el primer círculo del Infierno, en el Limbo. Aquí habitan los espíritus de aquellos que no pecaron, pero a los que nunca bautizaron porque vivieron antes de Jesucristo, o bien porque son bebés y murieron antes de recibir el bautismo. Como te he dicho, ellos no han cometido ningún pecado; su único sufrimiento es no poder ver a Dios.

      En el Limbo vimos a personajes conocidos, como el gran poeta Homero, y también a poetas latinos, como Ovidio, Horacio o Lucano, pero lo que más me sorprendió fue un hermoso e iluminado castillo, el único rincón del Infierno en el que brillaba la luz, donde residían los grandes héroes y filósofos de la Antigüedad. Allí, en el Limbo, casi olvidé que me hallaba en el Infierno, donde se infligían tormentos inimaginables.

      —Vamos —me apremió Virgilio—. Nos queda un largo viaje por recorrer. Ahora vamos a descender al resto de los círculos, que cada vez se irán estrechando más. ¡Verás que el Infierno es tan profundo que termina en el centro de la Tierra!

      Así, descendimos un nivel y nos adentramos en el segundo círculo. No había puesto ni un pie allí cuando me topé con el demonio Minos, un monstruo horrible con cabeza de toro y cuerpo de humano, pezuñas en lugar de pies y una cola de vaca larguísima. Frente a él, los espíritus de los condenados formaban una fila y esperaban su turno para confesar todos sus pecados.

      Era como una especie de examen: Minos llevaba a cabo un interrogatorio, y los condenados debían responder y enumerar sus pecados con orden y precisión. El demonio, para dárselas de profesor serio y estricto, gruñía de rabia y se dirigía así a los condenados:

      —¡Venga, empieza! Y no te trabes...

      Cuanto peores eran los pecados que confesaban, más se alegraba Minos; de hecho, mostraba una profunda antipatía hacia los que se limitaban a pecados más leves.

      —He robado, he estafado, he engañado... —comenzó uno de los condenados. Y entonces se explayó, detalló todos los robos y todas las estafas, y las exaltaba como si se trataran de hazañas heroicas.

      —¡Magnífico! ¡Qué bien! —exclamó Minos. Después, hizo alguna que otra pregunta más y finalmente concluyó—: Como premio, te mando de patitas al octavo círculo, donde habitan los ladrones.

      El diablillo se puso más contento que unas castañuelas, dio ocho vueltas a la cola y, de buenas a primeras, arrojó al espíritu, que gritaba de puro terror, por el abismo.

      —¡Siguiente!

      Ahora le tocaba a un hombrecillo huesudo.

      —He sido un avaro terrible. En mi casa se comía poco y mal para ahorrar, y dormíamos con sábanas remendadas con parches. Todos los miembros de mi familia eran tan delgados que los obesos de la ciudad se morían de envidia. Yo, sin embargo, me morí de pena al descubrir que mi hijo pequeño estaba despilfarrando mi dinero. Espero no volver a ver a ese desgraciado nunca más...

      —¡Ya te digo yo que sí! Los avaros y los pródigos conviven en el cuarto círculo del Infierno.