la unidad de España y la preeminencia del Estado.
Desde 1935, Azaña habló poco de Cataluña. En su libro Mi rebelión en Barcelona, publicado ese año, dejó dicho lo que pensaba al respecto. No ignoraba que el catalanismo era indiferente a la forma del Estado español, ni siquiera que muchos catalanistas rechazaban toda vinculación con España; pero seguía creyendo que la autonomía terminaría por provocar la adhesión de numerosos catalanes a la República y a España. Era evidente que Azaña seguía creyendo en su política, pero, probablemente, ya no sentía el catalanismo con tanta emoción como en 1930. Con la guerra, lo que quedase de su fe en Cataluña debió de derrumbarse. Al menos, eso cabe pensar a juzgar por las palabras que hacía decir a su alter ego Garcés en La velada en Benicarló, escrita en 1937:
… el Gobierno de Cataluña, por su debilidad y por los fines secundarios que favorece al amparo de la guerra, es la más poderosa rémora de nuestra acción militar […] un país rico, populoso, trabajador, con poder industrial, está como amortizado para la acción militar. Mientras otros se baten y mueren, Cataluña hace política.
Más aún, Garcés se lamentaría de que se hablase de Cataluña como «nación» y recordaría los esfuerzos que la República tuvo que hacer para vencer la hostilidad que suscitaban las reivindicaciones catalanas. Azaña estaba, pues, profundamente decepcionado por el escaso apoyo que Cataluña prestaba al esfuerzo de guerra republicano; en su novela, ni siquiera los personajes catalanes defendían a su región.
La decepción de Azaña fue todavía más patente y explícita en los últimos artículos que escribió en su vida. Allí censuraba, sin disimulos ni cautelas, la pasividad de Cataluña en la guerra y culpaba públicamente de ello al gobierno de Cataluña y, por extensión, al nacionalismo catalán y a los sindicatos: a los primeros, por anteponer sus intereses particularistas a las necesidades de la guerra; a los segundos, por paralizar, con su política revolucionaria, el esfuerzo industrial y económico de la región.
Azaña era bien consciente del efecto que producían sus comentarios. En una carta que escribió el 10 de febrero de 1940 a su antiguo secretario Juan José Domenchina, le decía que había quien le tenía por «el mayor enemigo de Cataluña». No lo era. Menos aún lo había sido: al contrario, podía jactarse con razón de haber sido el último político español que había conseguido que se vitorease a España en Cataluña, en razón, precisamente, de su leal defensa de la autonomía catalana (lo que no era desdeñable en quien decía ser —y era— español y castellano por los cuatro costados). Azaña creyó en el tipo de Estado que creó la República, en el Estado «integral». Llegó a ver en ese Estado la encarnación de una España libre y restaurada. Creyó en la autonomía, porque la veía como parte sustancial de las libertades españolas. Que su intensa españolidad, así entendida, chocara con la realidad de los particularismos nacionalistas no era sino expresión de la complejidad que el problema territorial tenía ya en España.
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19 J. Ortega y Gasset, «La pedagogía del paisaje», El Imparcial, 17 de septiembre de 1906.
19 Apareció en España, el 9 abril 1915, y Ortega lo recogió luego en El Espectador VI (1925).
20 Decadencia de la España imperial, pérdida de América, guerras carlistas, pronunciamientos militares, atraso económico, caciquismo, desastre del 98…
21 Recogidos como libro en M. Azaña Díaz, Causas de la guerra de España (1986).
22 Lo escribió en 1927-1928, pero fue publicado como libro en 1931.
23 Lo hizo en Mater Dolorosa. La idea de España en el siglo XIX (2001).
24 El problema de España, Estudios de política española contemporánea, «Los motivos de la germanofilia», «El idearium de Ganivet», El jardín de los frailes, La invención del Quijote…
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