Juan Pablo Fusi

Pensar España


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de las provincias contra Madrid, como diría Ortega, uno de los grandes problemas del siglo XX: Cataluña fue la gran cuestión de la política española entre 1900 y 1936. El pesimismo crítico de la generación del 98 produjo la idea de España como problema y el mito de Castilla como esencia de la nacionalidad española. Para la generación de 1914, la generación de Ortega y Azaña, que en 1931, tras la proclamación de la República, iba a asumir las responsabilidades del poder, el hilo conductor y central de todas sus preocupaciones políticas seguiría siendo España y su vertebración como nación. A Ortega, por ejemplo, España se le presentaba como un problema histórico —la historia de una interminable decadencia, consecuencia de la ausencia de minorías creadoras— y como un problema inmediato que exigía europeización, liberalismo y nacionalización. «Hablo de nación y de nacional —diría Azaña, por su parte, en octubre de 1933—, porque estoy hablando de política».

      La generación del 14 tuvo, así, que abordar el problema territorial y entender, o tratar de hacerlo, las razones de la autonomía regional y de los nacionalismos. La idea que Ortega expondría en La redención de las provincias era la organización de España en diez «grandes comarcas», término que acuñó para enmascarar el de región, no autorizado en 1927-1928, cuando Ortega escribió su texto, todas ellas autónomas y dotadas de una amplia capacidad de autogobierno y de instituciones democráticas propias (gobierno regional, asamblea legislativa). Era hacer una España nueva y era proyectar una gran política nacional, hechas, una y otra, para las provincias y desde las provincias.

      La «gran reforma» que Ortega proponía era lo que pronto iba a llamarse Estado regional. Pero con matizaciones importantes. Primero, porque Ortega no ignoraba que la proyección política de los movimientos regionalistas españoles era, por lo general, débil. En «La cuestión esencial», artículo de 4 de noviembre de 1918, Ortega distinguía solo seis regiones dotadas de «conciencia colectiva diferencial»: Aragón, Cataluña, País Vasco, Navarra, Asturias y Galicia. Consideraba que otras dos, Valencia y Murcia, estaban en transición y se aventuraba a anticipar que quizá tal conciencia no llegase a aparecer ni en Extremadura, ni en las dos Castillas, ni en Andalucía (punto este último que repetiría en su controvertida Teoría de Andalucía, de 1927). Segundo, porque La redención de las provincias seguía dentro de una tradición, la regeneracionista, preocupada hasta la obsesión por el problema de España. A Ortega no le preocupaban las regiones por su especificidad étnica, cultural o histórica: en su libro no hablaba ni de nacionalidades, ni de lenguas propias, ni de derechos históricos (de las regiones). Es más, incluso eludía el problema de los movimientos nacionalistas. Ortega volvía a la provincia y a la región por considerar que en ellas se encarnaba y cristalizaba la realidad de España, porque entendía que constituían el horizonte social y vital del español medio. Ortega no creía que el Estado español contemporáneo —esto es, el régimen de la Restauración de 1876— hubiera fracasado por su centralismo, sino por constituir un sistema y un régimen abstractos y artificiales que —como dijo en Vieja y nueva política, en 1914— representaban la España oficial, pero desconocían la España real.

      Ortega, en suma, se ocupaba de España. Creía que la «gran reforma» nacional —expresión que recordaba al término regeneración de los años 1899 y 1900— tenía que comenzar por su realidad más auténtica, que era, en su opinión, las provincias. Quería que las provincias asumiesen su responsabilidad en el quehacer nacional y entendía que eso suponía dotarlas de personalidad política propia y concederles amplias atribuciones; pero lo que le preocupaba era el renacer de España, construir desde el fuerte localismo de regiones y provincias la conciencia y la voluntad nacionales —esto es, españolas— de que el país aún carecía.

      El caso de Manuel Azaña ejemplifica la idea que en la II República hubo de España y la actitud de aquel régimen ante el hecho nuevo de la autonomía regional. Azaña fue la encarnación de la República; fue, además, pieza esencial en la concesión de la autonomía a Cataluña en 1932 y fue probablemente, como suele afirmarse, el político e intelectual de la izquierda española que mejor y más inteligente y generosamente entendió el problema catalán, el gran problema, recuérdese, de la política española antes de 1936. Pues bien, dicho clara y esquemáticamente: Azaña tuvo siempre un profundo sentimiento de españolidad; desconoció durante mucho tiempo el problema regional; «descubrió» Cataluña y el catalanismo tarde, en marzo de 1930 (con 50 años, por tanto), cuando visitó aquella región en compañía de un numeroso grupo de intelectuales castellanos; asumió, con todo, sin reservas y con sinceridad, y hasta con apasionamiento, la idea de la autonomía de Cataluña, y lo hizo con particular intensidad entre 1932 y 1934; apenas si le interesaron, en cambio, el País Vasco y Galicia; y, finalmente, Cataluña le decepcionó amargamente (y aún guardaría para ella algunos de sus más agrios y despectivos comentarios).

      Azaña tenía una visión idealizadamente regeneracionista de la República. Creía en ella, ante todo, como instrumento esencial para la restauración de España como nación. La concebía como un régimen esencialmente nacional, como la encarnación —según diría en más de una ocasión— del ser nacional, como el sistema que, al devolver las libertades a los españoles, les devolvería su propia dignidad nacional. Siempre creyó en España como una unidad cultural. Antes de 1930, hizo alguna alusión vaga y ocasional o al localismo o a la individualidad de los distintos pueblos de España, pero su idea —como la del liberalismo histórico español— era vigorizar las entidades locales (no las regionales), hacer del municipio escuela de soberanía, recuperar la vieja tradición castellana —comunera— de las libertades municipales. Después de 1930, y siempre pensando principalmente en Cataluña, Azaña admitió la necesidad de reestructurar el Estado y de otorgar a las regiones que manifestasen una conciencia histórica diferenciada la autonomía que demandase la voluntad popular. Pero con tres salvedades: que Azaña creía con españolismo «profundo, puro y ardiente» —son sus palabras— en la solidaridad moral de los pueblos hispánicos; que entendía que las libertades de esos pueblos eran consecuencia de las libertades de España; y que veía en España y en la cultura española la síntesis superior en la que se reconciliaban la conciencia y las culturas diferenciadas de las regiones y pueblos españoles.

      Desde antes de proclamarse la República, desde su visita a Barcelona de 27 de marzo de 1930, Azaña asumió la defensa de la autonomía de Cataluña. En esta ocasión dijo incluso sentir «la emoción del catalanismo». Luego, en 1932, llevó el Estatuto catalán al Congreso, y su gobierno lo promulgó el 15 de septiembre de ese año. Aquella emoción fue, ciertamente, enfriándose, pero a cambio se impuso en Azaña su sentido de hombre de Estado (que, en este punto, no le falló): tenía la firme convicción de que la República fracasaría si no resolvía el problema catalán —en el que veía el «primer problema español»— y estaba convencido de que había que reconocer la realidad del sentimiento nacionalista catalán y obrar en consecuencia, «aunque nos duela nuestro corazón de españoles», según dijo en las Cortes el 25 de junio de 1934.

      Azaña, con todo, ponía condiciones y límites a su política autonomista. En concreto, tres: a) derivación de la autonomía del marco constitucional español, lo que excluía admitir principio alguno de soberanía de las regiones; b) autonomía como expresión de la voluntad de las regiones o, en otras palabras, rechazo a una generalización de autonomías regionales (Azaña decía que las autonomías de regiones sin conciencia histórica