Juan Pablo Fusi

Pensar España


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España en América. «España», en definitiva, como «la monarquía católica del siglo XVI». No era esa la España que gustaba a Azaña. En la misma novela esbozaba, sugería, otra distinta (que en el libro el narrador vislumbraba tras una visita de verano a Alcalá de Henares, su localidad natal): una España menos heroica y grandilocuente, una España humilde, de las glebas, artesana, labriega, en la que su literatura, y no la monarquía y la religión, parecía encarnar el ideal nacional (en alusión, aunque no lo dijera, a sus dos grandes emociones españolas: Cervantes y Alcalá de Henares).

      La cuestión capital española de los siglos XIX y XX iba a ser, precisamente, articular España como un verdadero Estado nacional. Problema de extraordinaria complejidad en sí mismo, en España se complicó por distintos factores y circunstancias:

      • por la simultaneidad desde el siglo XIX del doble proceso de desarrollo de construcción del Estado nacional y aparición de los hechos particulares, luego nacionalismos, catalán, vasco y gallego;

      • por la debilidad del nacionalismo español decimonónico como fuerza de cohesión social y de vertebración territorial del Estado español;

      • por el desarrollo tardío de una maquinaria moderna de gobierno y administración;

      • por los fuertes desequilibrios regionales que definieron la evolución de la economía española a lo largo de los siglos XIX y XX.

      Para Azaña, por tanto, en España, en la España de 1930, no había todavía un verdadero Estado nacional. Para Ortega, no había ni vitalidad nacional ni una España nacional: no había nacionalismo. Replanteaban, pues, cuestiones esenciales sobre la naturaleza, dimensiones y capacidad del Estado español contemporáneo nacido, a partir de 1808, de la crisis del Antiguo Régimen, sobre su organización territorial y la vertebración de España como nación (y por extensión, sobre la aparición de los nacionalismos periféricos).

      Ortega y Azaña llevaban razón. La España del XIX fue un país de centralismo oficial pero de localismo real. Pese a las tendencias nacionalizadoras que inspiraron la creación del Estado español moderno, la fragmentación económica y geográfica del país siguió siendo considerable hasta que las transformaciones sociales y técnicas terminaron por crear un sistema nacional cohesivo. Eso no culminó hasta las primeras décadas del siglo XX. La creación del Estado moderno, del Estado nacional, fue resultado en España, y también fuera de España, de un largo y lento proceso de construcción institucional y de regulación administrativa y jurídica del país, de un proceso de integración y asimilación y de surgimiento de una voluntad y una conciencia verdaderamente nacionales, que terminó cristalizando en la formación de una nacionalidad común, proceso que exigió el crecimiento y la integración de mercados, regiones y ciudades, el desarrollo de un sistema de educación unitario y común, la creación de un servicio militar obligatorio y la expansión de los medios modernos de comunicación de masas (telégrafos, carreteras, ferrocarriles y transportes modernos interurbanos, prensa popular…).

      Pero el siglo XIX vio también, desde 1833, la cristalización administrativa de la provincia. La idea de provincia, de hecho, impregnó profundamente la percepción de los españoles sobre su instalación territorial (como mostrarían, por ejemplo, la importancia que en España tuvo desde el primer momento la prensa local o provincial y el papel que las capitales de provincia desempeñaron en la vida local). Aunque localismo y nacionalismo no fueran incompatibles, significativamente la localidad, la comarca, la provincia, la región fueron, más que la nación, el ámbito de la vida social española hasta bien entrado el siglo XX. La idea de completar la administración provincial del Estado con la creación de regiones fue contemplada y estudiada por distintos gobiernos en diferentes momentos del XIX.

      La aparición de los nacionalismos catalán y vasco a fines del siglo XIX (y del nacionalismo gallego algo después)