España en América. «España», en definitiva, como «la monarquía católica del siglo XVI». No era esa la España que gustaba a Azaña. En la misma novela esbozaba, sugería, otra distinta (que en el libro el narrador vislumbraba tras una visita de verano a Alcalá de Henares, su localidad natal): una España menos heroica y grandilocuente, una España humilde, de las glebas, artesana, labriega, en la que su literatura, y no la monarquía y la religión, parecía encarnar el ideal nacional (en alusión, aunque no lo dijera, a sus dos grandes emociones españolas: Cervantes y Alcalá de Henares).
España como problema
Para Ortega y para Azaña, pensar El Escorial fue, claro está, una manera de pensar la España contemporánea, la España del siglo XX, un país que, en contraste con la grandeza histórica que, gustase o no, encarnaba El Escorial (un lugar con el que Azaña se reconciliaría, con el que con el tiempo llegaría a sentirse, según dijo, «en perfecta comunión» y al que volvería regularmente desde 1931, en busca de descanso de sus responsabilidades políticas), se les presentaba ante todo, y por múltiples razones20, como una nación fallida.
La cuestión capital española de los siglos XIX y XX iba a ser, precisamente, articular España como un verdadero Estado nacional. Problema de extraordinaria complejidad en sí mismo, en España se complicó por distintos factores y circunstancias:
• por la simultaneidad desde el siglo XIX del doble proceso de desarrollo de construcción del Estado nacional y aparición de los hechos particulares, luego nacionalismos, catalán, vasco y gallego;
• por la debilidad del nacionalismo español decimonónico como fuerza de cohesión social y de vertebración territorial del Estado español;
• por el desarrollo tardío de una maquinaria moderna de gobierno y administración;
• por los fuertes desequilibrios regionales que definieron la evolución de la economía española a lo largo de los siglos XIX y XX.
Azaña estuvo convencido de que la carencia de un verdadero Estado moderno constituía el principal problema de la España de los siglos XIX y XX. En la conferencia titulada «Tres generaciones del Ateneo» que pronunció en ese centro madrileño el 20 de noviembre de 1930, dijo que el Estado liberal salido de la crisis del Antiguo Régimen fue «un Estado inerme, una entelequia que a nadie intimida, y apenas se extiende más allá de las personas de sus conductores». Su gran ambición política fue rehacer el Estado, construir un Estado nuevo, fuerte y verdaderamente nacional —que él creía debía ser republicano—, como instrumento de la gran reforma que en su opinión necesitaba España. En una serie de artículos que escribió en 1939, ya en el exilio en Francia21, Azaña decía que si el catalanismo había subsistido después de doscientos años de centralismo estatal, era porque «en España, durante una gran porción de esos dos siglos, el Estado carecía de tales prestigio y poderío, y había pocas escuelas».
La visión de Ortega era distinta. Ortega pensaba que en España no existía verdadera emoción nacional, un verdadero nacionalismo español: «Desde largo tiempo —dijo en mayo de 1917— carece España de toda emoción nacional por la cual comuniquen los bandos enemigos». Lo que en su opinión definía a España era «el torrente de las emociones provinciales locales». El localismo, título del artículo que publicó en El Sol el 12 de octubre de aquel año, esto es, «la organización y la afirmación de la vida local», le parecía la única «actitud clara» de los españoles, y todo lo demás se le antojaba o «caduco» o «vago» o «problemático». La tesis central de su pequeño gran libro La redención de las provincias22 subrayaba que España era pura provincia, que la provincia era «la única realidad enérgica existente en España», que el español medio era el hombre de provincias y que, por tanto, la gran reforma que había que hacer en España era una reforma desde las provincias y para las provincias. Con un propósito; edificar una verdadera vida nacional, hacer una España nacional: «… la auténtica solución consiste precisamente —escribía en ese libro— en forjar, por medio del localismo que hay, un magnífico nacionalismo que no hay».
Para Azaña, por tanto, en España, en la España de 1930, no había todavía un verdadero Estado nacional. Para Ortega, no había ni vitalidad nacional ni una España nacional: no había nacionalismo. Replanteaban, pues, cuestiones esenciales sobre la naturaleza, dimensiones y capacidad del Estado español contemporáneo nacido, a partir de 1808, de la crisis del Antiguo Régimen, sobre su organización territorial y la vertebración de España como nación (y por extensión, sobre la aparición de los nacionalismos periféricos).
Ortega y Azaña llevaban razón. La España del XIX fue un país de centralismo oficial pero de localismo real. Pese a las tendencias nacionalizadoras que inspiraron la creación del Estado español moderno, la fragmentación económica y geográfica del país siguió siendo considerable hasta que las transformaciones sociales y técnicas terminaron por crear un sistema nacional cohesivo. Eso no culminó hasta las primeras décadas del siglo XX. La creación del Estado moderno, del Estado nacional, fue resultado en España, y también fuera de España, de un largo y lento proceso de construcción institucional y de regulación administrativa y jurídica del país, de un proceso de integración y asimilación y de surgimiento de una voluntad y una conciencia verdaderamente nacionales, que terminó cristalizando en la formación de una nacionalidad común, proceso que exigió el crecimiento y la integración de mercados, regiones y ciudades, el desarrollo de un sistema de educación unitario y común, la creación de un servicio militar obligatorio y la expansión de los medios modernos de comunicación de masas (telégrafos, carreteras, ferrocarriles y transportes modernos interurbanos, prensa popular…).
Ciertamente, los procesos de creación de un Estado y una nación españolas, regulados por las sucesivas constituciones políticas del país, avanzaron considerablemente a lo largo del siglo XIX. La administración central fue modernizándose a partir del surgimiento y consolidación (décadas de 1830 y 1840) del sistema ministerial de gobierno y de la creación de cuerpos de funcionarios. Las comunicaciones se multiplicaron con la extensión de redes de carreteras y del ferrocarril a partir de 1848 (aunque no fue terminado hasta principios del XX). El control del Estado sobre la sociedad se reforzó tras la institución de la Guardia Civil en 1844. La unificación del derecho progresó con la promulgación de los distintos códigos hasta culminar en el Código Civil de 1889. Pese a la pobreza y mala calidad de la educación (lo mismo secundaria que superior), se produjo una progresiva nacionalización de la vida social y cultural, especialmente desde la aparición de periódicos modernos de masas a fines de la centuria. Hechos como la guerra de África de 1860 o luego, la guerra del 98, provocaron manifestaciones patrióticas por todo el país: el lenguaje de los políticos del XIX fue haciéndose enfáticamente españolista. Como argumentó José Álvarez Junco23, la Iglesia y los sectores conservadores del país fueron apropiándose paulatinamente de la idea de España como nación católica.
Pero el siglo XIX vio también, desde 1833, la cristalización administrativa de la provincia. La idea de provincia, de hecho, impregnó profundamente la percepción de los españoles sobre su instalación territorial (como mostrarían, por ejemplo, la importancia que en España tuvo desde el primer momento la prensa local o provincial y el papel que las capitales de provincia desempeñaron en la vida local). Aunque localismo y nacionalismo no fueran incompatibles, significativamente la localidad, la comarca, la provincia, la región fueron, más que la nación, el ámbito de la vida social española hasta bien entrado el siglo XX. La idea de completar la administración provincial del Estado con la creación de regiones fue contemplada y estudiada por distintos gobiernos en diferentes momentos del XIX.
La aparición de los nacionalismos catalán y vasco a fines del siglo XIX (y del nacionalismo gallego algo después)