un país rural y atrasado, sumido en buena medida en la miseria y el subdesarrollo, que aparecía como el paradigma del fracaso: una modesta nación, sin apenas presencia en el mundo, que en 1898 acababa de perder lo que le quedaba de su formidable pasado imperial (Cuba, Filipinas, Puerto Rico). En 2009, esa misma España (40,8 millones de habitantes; economía industrial y de servicios; 78 por ciento de población urbana) era, por su Producto Interior Bruto, la octava economía del mundo. Democratizada desde 1975 e integrada en la Unión Europea desde 1986, la España de finales del siglo XX contaba de nuevo en la vida internacional. Políticos españoles figuraban al frente de importantes organismos mundiales (Javier Solana, secretario general de la OTAN y alto representante del Consejo para la Política Exterior y de Seguridad Común de la Unión Europea; Federico Mayor Zaragoza, director general de la UNESCO; Enrique Barón y José María Gil Robles Gil Delgado, presidentes del Parlamento Europeo…). España acogía relevantes acontecimientos mundiales (Cumbre de Madrid sobre Oriente Medio, 1991; Juegos Olímpicos de Barcelona, 1992; Exposición Universal de Sevilla, 1992). Tropas españolas participaban en acciones militares conjuntas, con sus aliados, en distintos puntos del planeta.
El cambio había sido, por tanto, formidable. La modernización de España —esto es, su transformación en un país democrático, europeo y desarrollado— era un hecho histórico de extraordinaria trascendencia: la verdadera revolución española del siglo XX. Precisemos. La modernización española no fue resultado de una evolución gradual y tranquila. La plena modernidad solo llegó a partir de 1975, tras el restablecimiento de la democracia a la muerte del general Franco y la aprobación de una nueva Constitución, democrática y consensuada, en 1978. Antes, la Guerra Civil de 1936-1939 (300.000 muertos, 300.000 exiliados permanentes, 300.000 represaliados por la dictadura de Franco entre 1939 y 1945) y su secuela, la dictadura franquista (1939-1975), habían dejado, como era lógico, huella indeleble en la vida histórica del país: habían hecho que la historia de España fuera vista como la historia de un fracaso.
España: del 98 a la caída de la monarquía
Sin duda, España parecía a principios del siglo XX fracasada como nación. Eso podían revelar, por ejemplo, la derrota del 98 y la aparición, ya en la década de 1890, de movimientos nacionalistas en Cataluña y el País Vasco (y del galleguismo cultural), el atraso de Andalucía, Galicia y Extremadura, o que casi tres millones de personas emigraran entre 1900 y 1930. España entró en esa centuria con tres grandes problemas: un problema de atraso económico, un problema de democracia y un problema de organización territorial del Estado. Pero España era desde 1900 (en realidad, desde antes) una sociedad en transformación que experimentaba ya un nada desdeñable proceso de cambio —descenso de la población rural, crecimiento de las ciudades, formación de una sociedad profesional, auge de las clases medias— y de desarrollo industrial (al menos en Cataluña, Vizcaya, Guipúzcoa, las minas de Asturias y el propio Madrid). La población registró un crecimiento sostenido entre 1900 y 1930. En este último año, Barcelona y Madrid —muy modernizada desde la apertura a partir de 1910 de la Gran Vía y el comienzo, luego, en 1927, de la construcción de la nueva Ciudad Universitaria— tenían cerca de un millón de habitantes y el 42 por ciento de la población del país vivía ya en núcleos de más de 10.000. La II República creyó necesario por eso que once ciudades (Barcelona, Córdoba, Granada, Madrid, Málaga, Murcia, Cartagena, Sevilla, Valencia, Bilbao y Zaragoza) formaran circunscripción electoral propia (separada de sus respectivas provincias). Unamuno decía en 1933 que la clase media (no la aristocracia terrateniente ni los jornaleros sin tierra) era el «nervio y tuétano de la patria». Precisamente, y como habrá ocasión de ver más ampliamente, con Unamuno, Azorín, Menéndez Pidal, Baroja, Valle-Inclán, Ortega y Gasset, Juan Ramón Jiménez, Ramón Gómez de la Serna y García Lorca España alcanzó entre 1900 y 1936 una «asombrosa plenitud intelectual» (en palabras de Julián Marías). Zuloaga, Sorolla y Falla lograron un excepcional reconocimiento internacional. Picasso transformó de raíz todo el arte del siglo XX. La obra filosófica y las empresas culturales de Ortega (El Sol, Revista de Occidente…) constituyeron uno de los episodios esenciales de la cultura europea de su tiempo. La misma España que en 1898 perdía sus últimas colonias, liquidaba victoriosamente en 1927 la guerra de Marruecos, donde ejercía una labor colonialista de protectorado desde los primeros años del siglo y donde la ocupación española había encontrado —en Tetuán, en Melilla, en el Rif— resistencia armada significativa.
La España de Alfonso XIII (1902-1931) tuvo muy graves dificultades políticas y sociales: Cataluña, Marruecos, la cuestión social, la violencia anarcosindicalista, la paulatina afirmación del poder militar, la fragmentación de los partidos, la inestabilidad gubernamental. Debido al fraude electoral, el sistema político español, que Joaquín Costa definió en 1902 como oligarquía y caciquismo, arrastró un gravísimo déficit de representatividad. El mismo Alfonso XIII, que inició su reinado con una idea liberal y regeneracionista de la política, fue acentuando con el tiempo, y especialmente desde 1917-1919, las críticas al parlamentarismo y a los partidos políticos. Pero los problemas españoles no fueron ni excepcionales ni insolubles. Muchos de los hombres que gobernaron antes de 1923 fueron políticos notables y con alto sentido del Estado. Hubo sin duda gobiernos eficaces y competentes, como por ejemplo el gobierno largo de Maura (1907-1909) o el gobierno Canalejas de 1910-1912. Podía volver a haberlos. España era en 1923, el año en que el golpe del general Primo de Rivera liquidó el régimen parlamentario, un país liberal. El mismo golpe militar de 1923 no nació de un movimiento de opinión antiliberal, autoritario y ultranacionalista: su detonante fue la crisis abierta (exigencia de responsabilidades, pugna poder civil-poder militar) por el desastre sufrido por el ejército español —unos 9.000 muertos, pérdida casi total de la comandancia de Melilla— en Annual (Marruecos), en julio de 1921, ante la guerrilla de Abd el-Krim. La dictadura de Primo de Rivera (1923-1930) no fue un régimen fascista: fue una dictadura paternalista, tecnocrática y, a su modo, regeneracionista, que impulsó las obras públicas, la electrificación y las comunicaciones, concluyó la guerra de Marruecos y realizó importantes cambios en la estructura del Estado (y que fracasó básicamente porque, carente de proyectos ideológicos y políticos bien definidos, no pudo institucionalizarse).
Dicho de otro modo: el golpe de Primo de Rivera de 1923 —que, improvisado y azaroso, pudo o no haberse producido o haber fracasado— cambió el curso de la historia de España, una de las tesis sustantivas en la interpretación de España de Raymond Carr2. La dictadura impidió la posible evolución de la monarquía de Alfonso XIII hacia un régimen plenamente representativo, tal como cabía esperar, no de la voluntad de la clase política sino de las «reformas silenciosas» (en expresión de Mercedes Cabrera) que operaban ya, de forma cada vez más evidente, en la propia sociedad española. El giro fue, pues, esencial. La dictadura, cuya caída en 1930 arrastró a la monarquía, trajo la República; la República trajo la Guerra Civil; y la guerra, la dictadura de Franco. Lo que pudo haber sido evolución tranquila en un país en desarrollo que vivía un luminoso momento cultural se trocó en unos años en tragedia: una crisis de dimensiones formidables que marcó irreversiblemente la historia del país.
República y guerra
En efecto, la II República (1931-1936) supuso la más clara e ilusionada posibilidad de transformación democrática que España había conocido hasta entonces. Encarnada ante todo en Manuel Azaña3, la República abordó entre 1931 y 1933 la solución de todos los grandes problemas (agrario, militar, religioso, regional) que habían condicionado la evolución del país hacia la modernidad: quiso expropiar los latifundios y repartir la tierra; crear un ejército democrático y profesionalizado; limitar la influencia de la Iglesia y secularizar la vida social, y conceder la autonomía a Cataluña y al País Vasco (y con el tiempo, a Galicia y otras regiones). Pero el proyecto republicano polarizó la vida política. El anarco-sindicalismo vio en la República la ocasión para la revolución española y desencadenó de inmediato una verdadera ofensiva de huelgas revolucionarias