Katja Oskamp

Marzahn, mon amour


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Él se incorporó desde la silla de curas. Le ofrecí mis manos. Él apoyó las suyas en las mías. Calor, piel flácida. Y así, cogidos, el uno frente al otro, nos miramos. Fue bonito. Nos gustó. Resultó útil, y no solo para la normalización de la circulación del señor Paulke. Me habría gustado quitarle una pelusa que llevaba en el hombro o arreglarle el cuello o acariciarle levemente una mejilla. Tocarlo más allá de lo que exigía el tratamiento. Mientras sonreía, el señor Paulke mantenía los labios cerrados.

      —Como siempre, un placer —le dije.

      —También para mí —me respondió, bajando la mirada.

      Entonces alzó los ojos por encima de mis hombros, hacia la ventana. «Mi mujer, ya ha llegado».

      El señor Paulke se me agarró del brazo y nos dirigimos hasta la puerta de entrada. Le abrí la puerta a la señora Paulke. Acordé con el señor Paulke la próxima cita, le cobré y le di las gracias por la propina, que acostumbraba a ser muy generosa. Metí la toalla y el monedero del señor Paulke en el pequeño bolso de la señora Paulke, del que sobresalía un calendario, en realidad una gruesa hoja de papel tamaño folio.

      —Lo he comprado para el año que viene —dijo la señora Paulke, y añadió que siempre andaba como una loca para organizar todas las citas. Que para conseguir una cita con el oculista tenían que esperar tres meses. Mañana mismo tenían marcada la cita con la fisioterapeuta. Que su cadera artificial ya no le funciona. Que por las mañanas le cuesta ponerse en pie. Que como más cómoda se siente es andando a paso ligero. Pero al señor Paulke le resulta imposible andar rápido. Que en el mercado hay hoy pescado ahumado. Que próximamente van a abrir un centro Pfennigpfeiffer en el Káiser.

      El señor Paulke se despidió. Sacó con mucho esfuerzo el andador de detrás de la puerta, lo empujó arrastrando pesadamente sus pies detrás, las rodillas flexionadas, el torso inclinado. La señora Paulke, a su lado, se acompasaba al ritmo de sus pasos. Les grité: «¡Hasta dentro de seis semanas! ¡Cuídense!». El señor Paulke levantó una mano. Darse la vuelta hubiera excedido sus fuerzas, ya le suponía suficiente esfuerzo seguir avanzando.

      Cuatro semanas después llamó por teléfono la señora Paulke. Su marido no podría acudir a la próxima cita, porque… «ha fallecido». Muy consternada, le di el pésame a la señora Paulke. Acababan de terminar la dentadura nueva, me comentó alterada, la llevaba dentro de una cajita, la puso encima de la mesa, «dos mil euros me ha costado, y ahora ya no la necesita. Tampoco le servirán a nadie, los dientes».

      Por un momento cierro los ojos. A continuación borro el nombre del señor Paulke de la agenda.

      Hace poco me encontré en el Netto con la señora Paulke. Yo andaba buscando bolsas de basura, bolitas de algodón y crema de café para la consulta. La señora Paulke quería comprar Leipziger Allerlei.2 Se la veía más delgada, apoyada sobre un bastón. Le pregunté si visitaba a veces a su marido en el cementerio. Meneó la cabeza: «Queda demasiado lejos. Una vez mi hijo me llevó en coche. Allí me senté en un banco. Por cierto, con lo del pago fueron muy agradables, solo tuve que pagar quinientos euros por los dientes de mi marido».

      1 Las siglas alemanas del hospital Unfallkrankenhaus Berlin-Marzahn. (Todas las notas son del traductor).

      2 Plato típico alemán parecido a la menestra de verduras.

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