Katja Oskamp

Marzahn, mon amour


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y la enfermedad de tu marido ha convertido a la amante en una enfermera. Y tienes una amplia perspectiva, porque te hallas en medio del inmenso lago y continúas nadando, puedes ver mucho y comprender mucho y aún imaginar más. Estás en una edad en la que, cuando empieza una aventura, ya te has hecho, sin darte cuenta, una imagen de su final. La mediana edad; los años en que trabajé como pedicura en Marzahn habrían de ser buenos años.

      LA SEÑORA GUSE

      Con la línea del tranvía M6 atravieso catorce estaciones en dirección este, a las afueras de Berlín. El trayecto dura veintiún minutos. Cuando me bajo, percibo la diferencia de temperatura. Siempre noto en Marzahn —una de las zonas residenciales de viviendas prefabricadas más grandes de la antigua Alemania del Este— el tiempo con más intensidad que en el centro de Berlín. En Marzahn las estaciones desprenden un olor más acentuado.

      Nuestro estudio de cosmética está a menos de dos minutos a pie de la parada del tranvía. Gracias a que está situado en una planta baja, pueden acceder muchos clientes con muletas, andadores o sillas de ruedas. Yo reclino la cabeza hacia atrás y me siento muy pequeña al pensar en los dieciocho pisos que descansan sobre nuestra consulta. Aquí, a los pies de este enorme edificio, llevo a cabo mi labor de pedicura.

      Me pongo mi bata blanca, llevo el estuche del bocadillo a la cocina, me preparo un café, acondiciono mi espacio de trabajo, examino la agenda para ver si alguien ha anulado la cita o si la ha pedido en el último momento.

      Y entonces suena el timbre. Las nueve y cuarenta y cinco. Me apresuro a abrir la puerta, le doy la vuelta al letrero, de cerrado (rojo) a abierto (verde), descorro el cerrojo y grito: «¡Señora Guse! ¡Adelante!».

      La señora Guse, respirando pesadamente, aparca el andador y cuelga la chaqueta en el perchero. Con la oscilante bolsa de la compra, se interna en la sala de curas. Se sienta en la silla de tratamiento; la ayudo a quitarse los calcetines y los zapatos, le remango los dobladillos del pantalón. Entre las dos introducimos sus pies en la bañerita ya dispuesta, extraigo un par de guantes de una bolsa y, de cara a la señora Guse, los estiro para ponérmelos, mientras ella me comenta que tuvo cáncer de pecho, algo que siempre repite en este momento, y yo asiento y le respondo lo que siempre respondo en ese momento, que ya han pasado casi siete años desde que la operaron y que las pastillas que toma desde entonces tienen terribles efectos secundarios, como dificultad para respirar y diarrea. Para una aprendiz sin experiencia puede parecer una locura que yo le enumere a la señora Guse sus dolencias, que ella naturalmente conoce; pero una profesional sabe perfectamente que solo una parte de la comunicación sirve exclusivamente para el intercambio de información, el resto, de hecho la mayor parte, obedece a un fin diferente, y en ese gran resto, la señora Guse y yo nos regodeamos virtuosamente compenetradas. A mi palabra clave «diarrea», soltada en el momento preciso, ella responde, según lo previsto, que muchas veces no puede salir de casa por miedo a manchar los pantalones. La señora Guse y yo llegamos incluso a intercambiar los papeles. En cualquier caso, yo domino de memoria los dos papeles, pues cada seis semanas repetimos exactamente la misma conversación.

      Eso es una tontería, le respondo, y ahora es la señora Guse la que asiente y sonríe, con su dulce media sonrisa, que ha sabido conservar incluso para los temas más escabrosos, lo que no deja de maravillarme y sorprenderme, y entonces ella añade, como si no me lo hubiera dicho ya antes: «Todo empezó con la operación, con la operación, no antes, antes no tenía nada, antes nada, todo empezó desde la operación».

      Se extiende la toalla sobre el regazo cuando ve que yo empiezo a untarme las manos con la exfoliación, toalla que ha traído ella misma, señal distintiva de que se trata de una clienta habitual, siempre la trae consigo, a lo que naturalmente siempre respondo con palabras de elogio, y mientras le explico que nosotras, es decir, mis compañeras y yo, nos sentimos muy agradecidas por esta agradable colaboración por parte del cliente, que nos ayuda a reducir la carga de la colada, que se amontona sin cesar, pasamos a charlar del tema de las enfermedades al del mantenimiento de la casa, y me agacho frente a la bañerita y frente a ella, y en cuanto abro las manos, ya está sacando la señora Guse su pie izquierdo del agua, me lo ofrece, y yo comienzo a trabajar en el talón, en la planta, en la curva de la plantilla, en el empeine, introduzco mis dedos entre los suyos, arrastro los extractos de piel muerta como hiciera María Magdalena con los pies de Jesús, circunstancia esta que en modo alguno implica que en nuestra conversación los temas bíblicos ocupen un lugar central o que yo seque con mis cabellos los pies de la señora Guse, al contrario, yo los seco con una toalla, la que ella ha traído, y además lo hago pormenorizadamente.

      «A partir de ahora ya se puede usted relajar», le digo, para que la señora Guse pueda suspirar a sus anchas, algo que hace por rutina antes de empezar a hablar sobre la prótesis mamaria, mientras sonríe con su dulce media sonrisa. Aunque se hizo una prótesis, nunca la ha utilizado, lo que nos lleva de nuevo al tema de las enfermedades, que yo recojo ensalzando galantemente su holgada camisa, que en modo alguno deja sospechar la ausencia de un pecho. Por supuesto, concede la señora Guse, mientras pestañea coquetamente. Le gusta llevar la ropa holgada, ligera y de alegres colores. Y así llega el momento en que finalmente convierto a la clienta en una reina: presiono mi pie sobre el pedalero, y con un suave zumbido, elevo a la señora Guse y a la silla de curas sobre la que está sentada (un trono rosa en un ambiente blanco) a una altura que siempre nos incita a hacer bromas, como que la señora Guse no tardará en darse contra el techo. Me acerco el mueblecito rodante y enciendo la lámpara lupa, manipulo su brazo flexible de modo que la luz caiga resplandeciente sobre el pie, y entonces, una vez que la señora Guse ha alcanzado su altura real, yo, como su lacaya, me acomodo en mi sillín blanco rodante, empujándolo bajo mi trasero. Las gafas puestas y a la tarea. Primero entra en acción el cortacutículas para lo más áspero.

      —Si le duele —le digo.

      —Entonces doy un grito —dice la señora Guse.

      Luego paso a las uñas encarnadas, que amenazan con crecer por los lados, recorto los pequeños picos que sobresalen; a continuación echo mano de la sonda, escarbo en el tejido queratinizado en los bordes y extraigo los restos. Empujo con delicadeza la cutícula al interior de la matriz, hasta diez veces. Inserto el cortador en la manija, selecciono un nivel bajo de intensidad y enciendo el instrumento. Empieza a zumbar el ruido del motor y de la absorción, después de un tiempo me quedo tan sorda como mi real clienta. Guardamos silencio a causa del ruido. Por encima de las gafas observo a la señora Guse, dibuja su media sonrisa, dulce y sosegada.

      La señora Guse nació en Prenzlauer Berg, Berlín, en 1933, se graduó al llegar a octavo, pero no continuó con la Formación Profesional. Obtuvo un contrato temporal como limpiadora sin cualificación. Se casó en 1953. En 1965 ya tenía cinco hijos. En 1973 murió su marido a la edad de cuarenta y cinco años. Ella sola se encargó de criar a los hijos, que, todos sin excepción, han aprendido un oficio: albañil, cerrajero o vendedora. La señora Guse se mudó desde Prenzlauer Berg a Marzahn en 1993. Ya tiene pagado su entierro («cuatro mil euros»), escogido el ataúd («de madera de roble») y la música para los funerales («Nabucco»), ha arrendado el nicho: en el cementerio al lado de su marido.

      La señora Guse contempla satisfecha sus uñas limadas y resplandecientes. Apago el motor, sumerjo la cortadora en la solución desinfectante, me quito las gafas y echo mano a la paleta de los callos.

      En la habitación se vuelve a hacer el silencio.

      —Limando las herraduras —le digo.

      —No soy ningún caballo —responde la señora Guse.

      Comienzo con la cara áspera de la lima. La señora Guse me ayuda encorvando el pie y ofreciéndome el talón extendido. Poco a poco empiezan a desprenderse las escamas. Después le doy la vuelta a la lima, por la cara suave. La señora Guse apenas tiene callos, ya no utiliza mucho sus pies.

      Cuando le pregunto de qué murió su marido, tan joven, siempre me responde que fue operado del estómago. Eso no es causa de defunción. Y entonces leo en sus ojos que todavía, cuarenta y cinco años después, no acierta a comprender de qué murió, de hecho, con el paso del tiempo comprende cada vez menos. También tiene problemas para