Katja Oskamp

Marzahn, mon amour


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para que les hiciera la pedicura.

      Dedicaré unas líneas a describir esta iniciativa de la RDA que estuvo vigente entre los años 1959 y 1971, esto es, poco más de una década. Pero necesito hacer aquí un inciso. He escrito esas líneas, las he tachado y las he vuelto a escribir porque no conseguía evitar un cierto tono de disculpa. Disculparse, ¿por qué? ¿Porque existiera un movimiento que quiso ampliar los temas y las experiencias recogidas en eso tan sublime, intenso y sentimental que ha dado en llamarse literatura? ¿Por querer difundir entre quienes desempeñan los trabajos más duros y a menudo repetitivos habilidades útiles para expresarse mediante, pongamos, la construcción de ficciones? ¿Por poner en marcha para ello círculos de escritura y lectura, esos que tanto se fomentan sesenta años después en nuestro país para quienes se lo pueden pagar y alguna vez también desde las bibliotecas y otras instituciones públicas? ¿Por atreverse a formular de modo explícito que los límites de la novela se pueden romper y construir nuevos horizontes de expectativas, los cuales, puesto que la forma y la materia están unidas, pasarán entonces por narrar en formas nuevas los materiales nuevos? ¿Acaso no fue uno de los grandes saltos cualitativos en la historia de la literatura el valor de introducir personajes que no fueran aristócratas, guerreros, o hijas de reyes, acaso no fue alabada la creación de Lázaro de Tormes y la de Sancho Panza? ¿Por qué entonces se rompe el hechizo si se trata de una trabajadora o de un trabajador manual? Pero incluso sabiendo que la respuesta a esta pregunta se escamotea casi siempre, aún permanecía la necesidad de disculparse.

      Perdón entonces, supongo, por fracasar, porque en el plazo de diez años no apareciera lo que cabría entender por una obra genial cuando apenas aparece una cada siglo, y no en todos los países. Me pregunto, sin embargo, si somos siquiera capaces de leer las obras que entonces se escribieron sin que el prejuicio intervenga en nuestra estimación, si somos capaces de lograr compararlas justamente con todas esas supuestas obras maestras que los suplementos literarios celebran cada mes y que al punto se disuelven en la nada, si somos capaces de reconocer su valor. Perdón entonces, quizá, por manchar las manos de los delicadísimos poetas, o por interrumpir al sesudo columnista semanal y pedirle que, en lugar de una novela inspirada en una mezcla de novelas y seriales televisivos y de sus propias novelas anteriores y de su propia vida de escritor, se asome apenas unos meses al lugar donde pasan la jornada quienes hacen su mundo, sus objetos, sus alimentos, el grifo que abre, la puerta que cierra.